Una de las características más notorias del Padre Pío,
además de su vida de santidad y de los innumerables milagros que realizó aun
estando en vida, son sus llagas, las cuales fueron estudiadas en su tiempo por expertos
médicos –que declararon, obviamente, que la causa de las mismas excede la
capacidad de la ciencia médica de dar respuestas- y fueron y son sido también objeto de la devoción por parte de decenas de miles de fieles. Teniendo esto en
cuenta, el hecho de ser una gracia extraordinaria, que Dios concede libremente a quienes Él elige, nos preguntamos: ¿qué significan las llagas del Padre Pío?
La
respuesta es que no se trata de otra cosa más que de la participación, de modo
visible, sensible –cruento, podríamos decir- de la Pasión redentora de
Jesucristo, quien así continúa, en la historia y el tiempo humanos, su misterio
pascual de Muerte y Resurrección. En otras palabras, es Jesús quien, a través
del Padre Pío, continúa el misterio de la Redención, en el signo de los
tiempos. Contemplar las llagas del Padre Pío es por lo tanto equivalente a
contemplar las llagas de Jesús, porque son las llagas de Jesús propiamente las
que se manifiestan a través del cuerpo del Padre Pío. Contemplar sus llagas es
contemplar, por un lado, la magnitud sin medida -valga la expresión- del Amor
Misericordioso del Sagrado Corazón de Jesús, que dejó lacerar su Cuerpo
Sacratísimo, a fin de salvarnos; por otro lado, significa tomar conciencia del
triple peligro de muerte eterna del que Jesús nos ha salvado, porque con sus
Llagas nos libró del Demonio, el pecado y la muerte y es esto lo que significa “Redención”.
Así
comprendemos porqué las Llagas de Jesús –y las llagas del Padre Pío- no son ni
pueden ser objeto ni de curiosidad científica, ni tampoco de devoción que se
queda en la sola visión de las mismas: significa contemplar el misterio de la
Redención en su totalidad, y esto implica, desde el comienzo, saber qué es “Redención”.
Y esto implica saber cuál es el precio altísimo que Jesús tuvo que pagar por
nuestras almas y cuerpos, no solo para liberarnos del Demonio, del pecado y de
la muerte, sino también para convertirnos en hijos adoptivos de Dios y para
abrirnos las Puertas del cielo, para que, al final de nuestras vidas, si somos
fieles a la gracia hasta el fin, seamos capaces de habitar en la Casa del Padre
por la eternidad, como hijos suyos muy amados.
Otra
consideración que debemos hacer es que, aunque nosotros no llevamos las llagas
del Padre Pío, sí estamos, como él, llamados a participar “en cuerpo y alma” de
la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo –así lo pide la Iglesia para los fieles
en sus oraciones oficiales[1]-,
y para ello no tenemos necesidad de tener visiblemente las Llagas del Señor:
basta con ofrecer la cruz de cada día, grande o pequeña, pero ofrecerla con
paciencia, mansedumbre humildad y, sobre todo, con amor.
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