San Luis María Grignon de Montfort es conocido,
principalmente, por su gran devoción a la Madre de Dios, María Santísima. Es de
su autoría el llamado “Método de Consagración a María”-el cual se encuentra dentro de su "Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María"-, que tantos y tan
grandes santos dio a la Iglesia; sólo por mencionar un ejemplo clamoroso, entre
aquellos que se santificaron mediante este método se encuentra San Juan Pablo
II, quien declaró que fue esta consagración a la Virgen, realizada con el método
de San Luis María, quien cambió su vida, orientándolo por el camino de la
santidad y haciéndolo crecer cada vez más en la vida de la gracia. Esta influencia
de San Luis María sobre el Papa Juan Pablo II la podemos ver en la gran
devoción mariana del Papa, como también en la elección del lema que
caracterizaría a su papado: “Totus tuus”, es decir, “Todo tuyo (María)”, lema
que se deriva de una frase que repetía constantemente San Luis María: “Soy todo
tuyo Oh María, y todo cuanto tengo, tuyo es” y que, a su vez, es el lema de la
profesión mariana de la Legión de María. Es decir, podemos decir que a San Luis
María de Montfort y a su método de consagración a la Virgen, le debemos por lo
menos, un santo de la envergadura de San Juan Pablo II –entre otros grandes
santos y dones para la Iglesia-.
Ahora
bien, lo que se debe advertir en la devoción mariana de San Luis es que no se
trata de un mero pietismo, sino que tiene en sí misma la virtud de llevar a la
conversión del corazón y esto del modo más dulce, porque se trata de una
conversión mariana, es decir, una conversión que se lleva a cabo a través del conocimiento,
amor y consagración de toda la persona, su ser y su existencia, al Inmaculado
Corazón de María. Como muestra de lo que decimos, podemos constatar que, precisamente,
en dos escritos suyos acerca de la Virgen encontramos -a través de la devoción
a María- nada menos que las claves del sentido de nuestro paso por esta vida terrena:
la amistad con Dios y la lucha y triunfo contra los enemigos del alma, el
demonio, el pecado y nuestras propias pasiones.
Con respecto al conocimiento y el amor de Dios –que conducen
a su amistad-, San Luis María nos hace ver que es la Virgen, Aquella que nos da
a conocer a Dios, porque Él quiso venir a través de Ella, como un Niño, para
que ninguno tuviera miedo o temor alguno de acercarse a Él (y, en efecto, esto
es así: ¿quién tendría miedo o temor de un niño, y sobre todo, de un niño
recién nacido, como Dios Hijo en Belén?): Dios vino por María para nacer en
Belén y donarse como Pan de Vida eterna –la Eucaristía, el Pan de los fuertes y
el Pan de los ángeles-, y así lo hace “en todas partes” –es decir, en la
Iglesia-, pero para los “niños”, los que “son como niños” (cfr. Mt 18, 3), es su “Pan”, porque es el
alimento con el que María nutre a sus hijos espirituales. Dice así San Luis
María: “(…) no hay sitio en que la creatura encontrarle pueda tan cerca y tan al
alcance de su debilidad como en María, pues para eso bajó a Ella. En todas partes
es el Pan de los fuertes y de los ángeles, pero en María es el Pan de los niños”.
Es decir, María da a sus hijos adoptivos a su Hijo Jesús, nutriéndolos con su
substancia en la Eucaristía, puesto que en la Eucaristía Jesús es Pan Vivo bajado del cielo, y al darlo a sus
hijos adoptivos, Jesús se convierte en “Pan de los niños”. Y al dárnoslo en la Eucaristía, podemos conocer y amar a nuestro Dios, Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
También nos dice San Luis María que es en la Virgen en donde
reside el triunfo sobre nuestros más grandes enemigos, que son el demonio, el
pecado y nosotros mismos, porque Dios Trino le ha concedido a la Virgen el
poder de aplastarlos y vencerlos, al hacerla partícipe de su omnipotencia
divina: “Con María todo es fácil. En Ella pongo toda mi confianza, a pesar de
que rujan el infierno y el mundo. Por Ella aplastaré la cabeza de la serpiente
y venceré a todos mis enemigos, y a mí mismo, para mayor gloria de Dios”.
Como vemos, en la devoción a María –por otra parte, la más
dulce y amable devoción que pueda haber, porque se trata de la devoción a
nuestra Madre del cielo- encontramos el sentido de esta vida terrena, que es
conocer y amar a Dios y, al mismo tiempo, triunfar sobre nuestros enemigos –espirituales e incluso los materiales o terrenos-.
Al
recordarlo entonces en su día, le pidamos a San Luis María Grignon de Montfort
que nuestra devoción a María Santísima no se quede en un mero pietismo
sentimental, sino que nos conduzca, por intermedio de su Inmaculado Corazón, a
crecer cada día más en santidad, en gracia y en amor a Jesús, el Hijo de María y le pidamos también la gracia de conocer a María como la conoce su Hijo Jesús, para amar
a María como la ama su Hijo Jesús.
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