En una de sus
apariciones, el Sagrado Corazón le confió a Santa Margarita cuál era el dolor
que más lo oprimía, y era el desamor de los que deberían amarlo: “He aquí el
Corazón que tanto ha amado a los hombres, y solo recibe de ellos indiferencias,
desprecios y ultrajes”. Ahora bien, si consideramos esto en concreto, ¿a qué se
refiere Jesús? Jesús no está hablando de seres imaginarios, sino de seres de
carne y hueso, que son los que le provocan su dolor y puesto que somos
nosotros, los bautizados, los que tenemos una relación de privilegio con Él a
causa precisamente del bautismo, los que le causamos el dolor; somos nosotros
los que, descuidando su Presencia Eucarística, le provocamos desprecios, lo
tratamos con indiferencia y le cometemos los más horribles ultrajes, renovando
así lo sufrido por Él en la Pasión. Toda vez que cometemos, no ya un pecado
mortal, sino un pecado venial, e incluso una imperfección, provocamos un gran
dolor al Sagrado Corazón; toda vez que cometemos faltas a la obediencia –nadie puede
decir que no tiene a nadie que obedecer, desde el momento en que todos los
hombres debemos obedecer los Mandamientos de Dios y los preceptos de la Iglesia-;
toda vez que rechazamos la Santa Cruz[1],
porque la Cruz es el único camino que nos conduce al cielo; toda vez que hacemos
esto, provocamos un intenso y agudo dolor al Sagrado Corazón de Jesús, lo
ultrajamos, lo despreciamos y le somos indiferentes.
¿De qué manera podemos dar consuelo y no dolores al Sagrado
Corazón? Evitando todo pecado –recordar el pedido de Santo Domingo Savio en su
Primera Comunión: “Morir antes que pecar”- y viviendo en gracia; teniendo en la
mente y en el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la
Iglesia y pidiendo a la Virgen la gracia de abrazar la cruz de cada día, para
cargarla e ir en pos de Jesús, por el Via
Crucis, único camino al cielo. Sólo así daremos alivio y no dolores al
Sagrado Corazón.
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