Santa Inés de
Montepulciano, virgen, nació en la Toscana, Italia. Ya a los nueve años de edad
manifestó públicamente el amor nupcial recibido de Jesucristo, vistiendo el
hábito de vírgenes consagradas; a los quince años, en contra de su voluntad,
fue elegida superiora de las monjas de Procene, fundando más tarde un
monasterio sometido a la disciplina de santo Domingo, donde dio muestras de una
profunda humildad. Luego de toda una vida de gran santidad, murió en el año 1317,
acompañada por sus hermanas en religión[1]. En su biografía, escrita por Raimundo de Capua, se detallan no sólo datos
biográficos, sino además un gran número de hechos sobrenaturales acaecidos en
vida de la santa y, según el mismo biógrafo, confirmados ante notario, firmados
por testigos oculares fidedignos y testimoniados por las monjas vivas a las que
tenía acceso por razones de su ministerio[2].
El biógrafo de Santa Inés pensaba que la vida de santidad de Inés quedaría
avalada por los milagros y es por eso que se dedicó a relatar, de forma
cuidadosa y prolija y, sobre todo, documentada –para que nadie piense que eran
hechos “inventados” por la pía imaginación del biógrafo-, dichos eventos
sobrenaturales. Por ejemplo, el maná –sí, el mismo maná caído del cielo para
alimentar al Pueblo Elegido en el desierto, como signo de que Santa Inés se
alimentaba del Amor de Dios en la oración- que solía cubrir el manto de Inés al
salir de la oración, o el que cubrió el interior de la catedral cuando hizo su
profesión religiosa, o la luz radiante que emitía la santa en algunos momentos;
no menos asombro causaba oírle exponer cómo nacían rosas donde Inés se
arrodillaba y el momento glorioso en que la Virgen puso en sus brazos al niño
Jesús (antes de devolverlo a su Madre, tuvo Inés el acierto de quitarle la cruz
que llevaba al cuello y guardarla después como el más preciado tesoro)[3].
Ahora bien, lo que hay que decir es que la
intención del biógrafo de Santa Inés, Raimundo de Capua, de avalar la vida de
santidad documentando los hechos sobrenaturales –reales, que sí sucedieron en
verdad, según los testimonios oculares-, es loable, pero también hay que decir
que la santidad de Santa Inés –como la de cualquier santo de la Iglesia Católica-
no depende ni se fundamenta –sí puede ser aval- en los hechos sobrenaturales,
porque alguien puede ser santo, con una gran santidad de vida, pero no realizar
milagro alguno durante toda su vida –por ejemplo, el matrimonio Quatrocchi,
beatificado por Juan Pablo II, o Santa Josefina Bakhita, entre muchos- y esto
por la razón de que la gracia no es “producida” por el hombre, sino que es un
don de Dios, y está dentro de los designios de Dios que esta gracia se
manifieste o no a través de hechos milagrosos y sobrenaturales. En otras
palabras, lo que hace que una persona sea santa, es la gracia -donada por
Jesucristo, la Gracia Increada- la cual puede o no manifestarse por medio de
milagros, si así lo dispone Dios, porque tampoco es que los milagros son “producidos”
según el parecer y la disposición de los santos, aún cuando sean santos de una
gran santidad de vida. Entonces, si los milagros o eventos sobrenaturales, como
pretendía con las mejores de las intenciones el biógrafo de Santa Inés, no es
la medida de la santidad, ¿cuál es la
medida de la santidad, si es que hay alguna? Lo responde otra gran santa, Santa
Catalina de Siena, también dominica, que impresionada por sus virtudes,
develará lo que había dentro de su alma. Santa Catalina afirmó que fue la
presencia del Espíritu Santo en Santa Inés lo que la encendió en el Amor a
Jesucristo y le dio la fortaleza divina necesaria para vivir una vida de
santidad, es decir, de virtudes heroicas, entre las cuales destaca la humildad.
Si hay una medida de la santidad, entonces, basados en Santa Catalina de Siena,
podemos decir que esta medida es la humildad, porque la humildad es la virtud
que distingue a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Es tan importante,
que es pedida explícitamente a los cristianos por el mismo Jesucristo en el
Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde corazón” (Mt 11, 29). Y si la
humildad es la medida de la santidad, la medida de la anti-santidad, por lo
tanto, es la soberbia, pecado angélico por excelencia. Entonces, mucho más que
los hechos sobrenaturales –que sí existieron en la vida de Santa Inés y que sí
son aval de santidad, pero pueden no estar en un santo-, lo que nos da la
medida de la santidad de Santa Inés es la virtud de la humildad, vivida en
grado heroico por la santa. Es esto lo que resalta Santa Catalina de Siena en
una carta escrita a las monjas hijas de Inés de Montepulciano. Para resaltar la
humildad de Santa Inés, Santa Catalina, en su obra “Diálogo”, pone las
siguientes palabras en boca de Jesucristo: "La dulce virgen santa Inés,
que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme
esperanza sin preocuparse de sí misma".
“Santa Inés de Montepulciano, intercede ante
Nuestro Señor, para que recibamos la gracia de la humildad y así, imitando
la mansedumbre y la humildad del Cordero de Dios y participando de su Santa
Pasión, alcancemos el Reino de los cielos. Amén”.
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