San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 20 de abril de 2016

Santa Inés de Montepulciano


Santa Inés de Montepulciano, virgen, nació en la Toscana, Italia. Ya a los nueve años de edad manifestó públicamente el amor nupcial recibido de Jesucristo, vistiendo el hábito de vírgenes consagradas; a los quince años, en contra de su voluntad, fue elegida superiora de las monjas de Procene, fundando más tarde un monasterio sometido a la disciplina de santo Domingo, donde dio muestras de una profunda humildad. Luego de toda una vida de gran santidad, murió en el año 1317, acompañada por sus hermanas en religión[1]. En su biografía, escrita por Raimundo de Capua, se detallan no sólo datos biográficos, sino además un gran número de hechos sobrenaturales acaecidos en vida de la santa y, según el mismo biógrafo, confirmados ante notario, firmados por testigos oculares fidedignos y testimoniados por las monjas vivas a las que tenía acceso por razones de su ministerio[2]. El biógrafo de Santa Inés pensaba que la vida de santidad de Inés quedaría avalada por los milagros y es por eso que se dedicó a relatar, de forma cuidadosa y prolija y, sobre todo, documentada –para que nadie piense que eran hechos “inventados” por la pía imaginación del biógrafo-, dichos eventos sobrenaturales. Por ejemplo, el maná –sí, el mismo maná caído del cielo para alimentar al Pueblo Elegido en el desierto, como signo de que Santa Inés se alimentaba del Amor de Dios en la oración- que solía cubrir el manto de Inés al salir de la oración, o el que cubrió el interior de la catedral cuando hizo su profesión religiosa, o la luz radiante que emitía la santa en algunos momentos; no menos asombro causaba oírle exponer cómo nacían rosas donde Inés se arrodillaba y el momento glorioso en que la Virgen puso en sus brazos al niño Jesús (antes de devolverlo a su Madre, tuvo Inés el acierto de quitarle la cruz que llevaba al cuello y guardarla después como el más preciado tesoro)[3].
Ahora bien, lo que hay que decir es que la intención del biógrafo de Santa Inés, Raimundo de Capua, de avalar la vida de santidad documentando los hechos sobrenaturales –reales, que sí sucedieron en verdad, según los testimonios oculares-, es loable, pero también hay que decir que la santidad de Santa Inés –como la de cualquier santo de la Iglesia Católica- no depende ni se fundamenta –sí puede ser aval- en los hechos sobrenaturales, porque alguien puede ser santo, con una gran santidad de vida, pero no realizar milagro alguno durante toda su vida –por ejemplo, el matrimonio Quatrocchi, beatificado por Juan Pablo II, o Santa Josefina Bakhita, entre muchos- y esto por la razón de que la gracia no es “producida” por el hombre, sino que es un don de Dios, y está dentro de los designios de Dios que esta gracia se manifieste o no a través de hechos milagrosos y sobrenaturales. En otras palabras, lo que hace que una persona sea santa, es la gracia -donada por Jesucristo, la Gracia Increada- la cual puede o no manifestarse por medio de milagros, si así lo dispone Dios, porque tampoco es que los milagros son “producidos” según el parecer y la disposición de los santos, aún cuando sean santos de una gran santidad de vida. Entonces, si los milagros o eventos sobrenaturales, como pretendía con las mejores de las intenciones el biógrafo de Santa Inés, no es la medida de la santidad,  ¿cuál es la medida de la santidad, si es que hay alguna? Lo responde otra gran santa, Santa Catalina de Siena, también dominica, que impresionada por sus virtudes, develará lo que había dentro de su alma. Santa Catalina afirmó que fue la presencia del Espíritu Santo en Santa Inés lo que la encendió en el Amor a Jesucristo y le dio la fortaleza divina necesaria para vivir una vida de santidad, es decir, de virtudes heroicas, entre las cuales destaca la humildad. Si hay una medida de la santidad, entonces, basados en Santa Catalina de Siena, podemos decir que esta medida es la humildad, porque la humildad es la virtud que distingue a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Es tan importante, que es pedida explícitamente a los cristianos por el mismo Jesucristo en el Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde corazón” (Mt 11, 29). Y si la humildad es la medida de la santidad, la medida de la anti-santidad, por lo tanto, es la soberbia, pecado angélico por excelencia. Entonces, mucho más que los hechos sobrenaturales –que sí existieron en la vida de Santa Inés y que sí son aval de santidad, pero pueden no estar en un santo-, lo que nos da la medida de la santidad de Santa Inés es la virtud de la humildad, vivida en grado heroico por la santa. Es esto lo que resalta Santa Catalina de Siena en una carta escrita a las monjas hijas de Inés de Montepulciano. Para resaltar la humildad de Santa Inés, Santa Catalina, en su obra “Diálogo”, pone las siguientes palabras en boca de Jesucristo: "La dulce virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma".
“Santa Inés de Montepulciano, intercede ante Nuestro Señor, para que recibamos la gracia de la humildad y así, imitando la mansedumbre y la humildad del Cordero de Dios y participando de su Santa Pasión, alcancemos el Reino de los cielos. Amén”.




[1] http://es.catholic.net/op/articulos/32121/santoralSindicado.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

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