Santa Liduvina,
paciente enferma crónica[1]
Vida de Santa Liduvina
Liduvina nació en Schiedam, Holanda, en 1380. Hasta los 15
años Liduvina era una adolescente como tantas otras, sin más preocupaciones que
las propias de su edad y su estado social. Sin embargo, fue a esa edad, la
plenitud de la juventud, cuando le sucedió un accidente que cambiaría su vida para
siempre: al ir a patinar con sus amigos, resbaló, cayó en el hielo y se
fracturó la columna dorsal, lo cual le provocó una sección de su médula,
dejándola imposibilitada de caminar para siempre. A partir de entonces, la
joven comenzó un verdadero calvario, producto de su estado: vómitos continuos,
cefaleas, fiebre intermitente –la alta temperatura corporal le provocaba una
sed insaciable, debido a la deshidratación-, dolores corporales –que no se
aliviaban con ninguna posición-, eran cotidianos y tan intensos como
frecuentes. El cuadro clínico se agravaba debido a dos factores: por un lado,
no había modo alguno de reparar el daño medular, puesto que el daño era
irreversible, lo que significa que el cuadro era progresivo; por otro lado, los
avances médicos eran limitados y no se contaba con los recursos terapéuticos –analgesia,
fisiatría, etc.- propios de nuestra época, que podrían haber aliviado su estado
clínico.
Al inicio, Liduvina, postrada en su cama, incapacitada para
caminar y para hacer cualquier tarea, lloraba amargamente cuando oía a sus
compañeras que corrían y reían despreocupadamente, y le preguntaba a Dios porqué
le había permitido un martirio de esa magnitud. Pero un día, su vida cambió,
gracias a que el nuevo párroco del pueblo, el Padre Pott, le hiciera ver el
valor del sufrimiento ofrecido a Jesucristo crucificado: el Padre colocó un
crucifijo frente a la cama de Liduvina y le dijo que de vez en cuando mirara a
Jesús crucificado y se comparara con Él y que pensara que, si Cristo sufrió tanto,
eso se debía que el sufrimiento –ofrecido a Él- conduce a la santidad.
En
ese momento, Liduvina recibió una gracia particular, por la cual ya “no volvió
más a pedir a Dios que le quitara sus sufrimientos, sino que se dedicó a pedir
a Nuestro Señor que le diera valor y amor para sufrir como Jesús por la
conversión de los pecadores, y la salvación de las almas”[2].
Por
esta gracia recibida, Santa Liduvina no solo no se entristecía por sus dolores
o por no poder movilizarse como antes, sino que llegó a amar de tal manera sus
sufrimientos que decía frecuentemente: “Si bastara rezar una pequeña oración
para que se me fueran mis dolores, no la rezaría”. Al mismo tiempo, descubrió
que su “vocación” era ofrecer sus padecimientos a Jesús crucificado por la
conversión de los pecadores, dedicándose a meditar en la Pasión y Muerte de
Jesús. Desde entonces, sus sufrimientos –que antes eran causa de dolor e
infelicidad-, se le convirtieron en una inagotable fuente de gozo espiritual,
además de ser su “red” para convertir a los pecadores, apartándolos así del
camino hacia el infierno y ayudándolos a encaminarse hacia el cielo. Santa
Liduvina había descubierto dos grandes medicinas que le concedían fuerza,
alegría y paz, según ella misma lo afirmaba: la Sagrada Comunión y la
meditación en la Pasión de Nuestro Señor.
Con
el tiempo, el deterioro físico de Santa Liduvina no hizo otra cosa que empeorar
progresivamente: por su postración e inmovilidad, desarrolló grandes escaras –lesiones
por decúbito- en la piel, lo cual le producía grandes dolores. Perdió totalmente
la visión de un ojo, mientras que el otro se volvió tan sensible a la luz que
no soportaba ni siquiera el reflejo de la llama de una vela. La rigidez
muscular y la inmovilidad comprendían sus extremidades superiores e inferiores,
con excepción de un ligero movimiento que podría hacer con el brazo izquierdo. A
esto se le sumaba la extrema pobreza, que hacía casi imposible calefaccionar la
habitación en la que se encontraba postrada y es así como el intensísimo frío de
los inviernos de Holanda hacía que sus lágrimas se le congelaran en sus mejillas.
En el hombro izquierdo se le formó un absceso –colección de pus, producto de
una infección- dolorosísimo, a lo que se le sumó una neuritis -inflamación de
los nervios aguda-, causante de dolores intensísimos. Era tanto su sufrimiento,
que daba la impresión de que ya en vida hubiera comenzado su cuerpo a sufrir la
descomposición orgánica propia de los cadáveres. Sin embargo, a pesar de todo
esto, nadie la veía triste o desanimada, sino todo lo contrario: feliz por
lograr sufrir por amor a Cristo y por la conversión de los pecadores. Además,
se daba un hecho sobrenatural, que contradecía su estado clínico: podía
percibirse a su alrededor un perfume –cuando en realidad, debía percibirse el
olor fétido propio de las escaras infectadas y los abscesos- que, además de
suavizar el ambiente, llenaba el alma de deseos de rezar y de meditar.
Se
dice que una vez, en los inicios de su estado de postración, Liduvina soñó con Nuestro
Señor, el cual le proponía cambiar su estado actual por una estadía en el
Purgatorio. Entre la Santa y Nuestro Señor se entabló el siguiente diálogo,
diciéndole así Jesús: “Para pago de tus pecados y conversión de los pecadores,
¿qué prefieres, 38 años tullida en una cama o 38 horas en el purgatorio?”. Liduvina
respondió: “Prefiero 38 horas en el purgatorio”. En ese momento, sintió que
moría, que iba al purgatorio y empezaba a sufrir, tal como lo había pactado con
Jesús. Una vez allí, pasaron 38 horas y 380 horas y 3.800 horas, pero su
martirio no terminaba, por lo cual, extrañada, le preguntó a un ángel que
pasaba por allí: “¿Por qué Nuestro Señor no me habrá cumplido el contrato que
hicimos? Me dijo que me viniera 38 horas al purgatorio y ya llevo 3,800 horas”.
El ángel fue y averiguó y volvió con esta respuesta: “¿Que cuántas horas cree
que ha estado en el Purgatorio?”. Liduvina: “¡Pues 3,800!”. Y el ángel: “¿Sabe
cuánto hace que Ud. se murió? No hace todavía cinco minutos que se murió. Su
cadáver todavía está caliente y no se ha enfriado. Sus familiares todavía no
saben que Ud. se ha muerto. ¿No han pasado cinco minutos y ya se imagina que
van 3.800 horas?”. Al oír semejante respuesta, Liduvina se dio cuenta no solo
de la severidad de la Justicia Divina, sino de la gravedad del pecado, y dijo: “Dios
mío, prefiero entonces estarme 38 años tullida en la tierra”. En ese momento, despertó.
Desde entonces, comenzó a cumplirse el pacto entre ella y Jesús, pues realmente
estuvo 38 años paralizada y a quienes la compadecían les respondía: “Tengan
cuidado porque la Justicia Divina en la otra vida es muy severa. No ofendan a
Dios, porque el castigo que espera a los pecadores en la eternidad es algo
terrible, que no podemos ni imaginar”.
Además
de esta prodigiosa conversión, gracias a la cual convirtió su enfermedad en
fuente de santificación personal y para muchos pecadores, Santa Liduvina
recibió otra gracia especial, reservada a los grandes santos: sólo se
alimentaba de la Eucaristía, lo cual fue confirmado oficialmente no por autoridades
eclesiásticas, sino por las autoridades civiles de Schiedam (su pueblo),
quienes en el año 1421, o sea 12 años
antes de su muerte, publicaron un documento que decía así: “Certificamos por
las declaraciones de muchos testigos presenciales, que durante los últimos
siete años, Liduvina no ha comido ni bebido nada, y que así lo hace
actualmente. Vive únicamente de la Sagrada Comunión que recibe”.
Santa
Liduvina, paralizada y sufriendo espantosamente en su lecho de enferma, recibió
de Dios muchos otros dones místicos, como por ejemplo, anunciar el futuro a
muchas personas y de curar a numerosos enfermos, orando por ellos. A los 12
años de estar enferma y sufriendo, empezó a tener éxtasis y visiones: mientras
el cuerpo quedaba como sin vida, en los éxtasis conversaba con Dios, con María
Santísima y con su Ángel de la Guarda. En algunas ocasiones, recibía de Dios la
gracia de poder presenciar los sufrimientos que Jesucristo padeció en su
Santísima Pasión; otras veces contemplaba los sufrimientos de las almas del
purgatorio, como así también podía ver algunos de los goces que nos esperan en
el cielo. Lejos de desear terminar los sufrimientos para comenzar a gozar del
cielo, Santa Ludovina, después de los éxtasis, se afirmaba cada vez más en su “vocación”
de salvar almas por medio de su sufrimiento ofrecidos a Dios. Además, al
finalizar cada una de estas visiones, sus dolores no solo no disminuían, sino
que aumentaban todavía más, en paralelo con el aumento del amor con el que
ofrecía todo a Nuestro Señor crucificado. Hay algo que debemos tener en cuenta
con este aspecto de su vida y es que lo que la santificó, no fueron ni las
visiones ni los éxtasis, ni la experiencia por anticipado de los gozos del
cielo, sino el dolor ofrecido, en mansedumbre y con amor, por manos de la
Virgen, a Jesús crucificado.
También
tuvo otra gracia, por medio de la cual participó de una de las Bienaventuranzas
del Señor: la de sufrir la calumnia por el Reino de los cielos: “Dichosos
seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de
calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en los cielos” (Mt 5, 11-12). Sucedió
que trasladaron al santo párroco que tanto la ayudaba y que la había iniciado
en la conversión y el camino de la santidad, por otro menos santo y menos
comprensivo; este empezó a decir que Liduvina era una mentirosa que inventaba
lo que decía. Pero ante esta calumnia, el pueblo se levantó en defensa de
Liduvina y las autoridades, para probar lo infundado de estas acusaciones,
nombraron una comisión investigadora compuesta por personalidades respetables y
muy serias. Los investigadores declararon que ella decía toda la verdad y que
su caso era algo extraordinario que no podía explicarse sin una intervención
sobrenatural. Y así la fama de la santa no solo no sufrió menoscabo alguno por
las calumnias, sino que creció y se propagó mucho más allá de las fronteras de
su pueblo natal.
Y
para que seamos conscientes de que el Amor de Dios –infinito y eterno- se nos
comunica a través de la Santa Cruz de Jesús, lejos de atenuarse sus dolores y
sufrimientos, en los últimos siete meses de vida aumentaron con tanta intensidad
los dolores de Santa Liduvina, que no pudo dormir ni siquiera una hora a causa
de sus padecimientos. Sin embargo, en ningún momento cesaba de elevar su
oración a Dios, uniendo sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo en la
Cruz.
Su
muerte ocurrió de tal manera, que ya anticipaba su destino final, el cielo: el
14 de abril de 1433, día de Pascua de Resurrección, poco antes de las tres de
la tarde, la Hora de la Misericordia, pasó santamente a la eternidad. Pocos
días antes de morir, recibió todavía una gracia más: contempló en una visión
que en la eternidad le estaban tejiendo una hermosa corona de premios, pero al
mismo tiempo se le decía que aun debía sufrir un poco. Y así sucedió: en esos
días llegaron unos soldados, quienes lejos de compadecerse por su estado, la
insultaron y la maltrataron. Santa Liduvina, tal como lo había hecho desde su
conversión, ofreció todo a Dios con mucha paciencia, luego de lo cual oyó una
voz que le decía: “Con esos sufrimientos ha quedado completa tu corona. Puedes
morir en paz”.
La
última petición que le hizo al médico antes de morir fue que su casa la
convirtieran en hospital para pobres. Y así se hizo. Y su fama se extendió ya
en vida por muchos sitios y después de muerta sus milagros la hicieron muy
popular. Tiene un gran templo en su pueblo natal, Schiedam. Además, tuvo el gran
honor de que su biografía la escribiera el escritor Beato Tomás de Kempis,
autor del famosísimo libro “La imitación de Cristo”, lo cual es, por este
hecho, una garantía de que los hechos relatados fueron reales y no una fábula.
Mensaje de santidad
Santa Liduvina, por su enfermedad y por el ofrecimiento que
de esta hizo a Jesús, es la Patrona de los enfermos crónicos. Con su vida de
santidad, Liduvina nos enseña a aprovechar la enfermedad para pagar nuestros
pecados, convertir pecadores y conseguir un gran premio en el cielo. El decreto
de Roma al declararla santa dice: Santa Liduvina fue “un prodigio de
sufrimiento humano y de paciencia heroica”.
Con su vida de sufrimientos, Santa Liduvina nos deja un
valiosísimo mensaje de santidad: unir los dolores a los dolores de Jesucristo
en la cruz y también a los dolores de María Santísima. Ella participó con sus
dolores a la Pasión de Jesús y de esa manera, se santificó a sí misma y
santificó y convirtió, por su intercesión, a una multitud de pecadores. La Iglesia
nos pide a nosotros, sus hijos, que hagamos lo que hizo Santa Liduvina: si
estamos enfermos, antes que pedir la gracia de la curación, lo que debemos
hacer es ofrecer a Jesús nuestra enfermedad –con todo lo que esto implica,
mortificaciones, tribulaciones, además del dolor físico-, para participar de su
Pasión redentora. Así lo pide expresamente la Iglesia: “Que los enfermos vean
en sus dolores una participación de la pasión de tu Hijo, para que así para que
así tengan también parte en su consuelo”[3]. Como
podemos apreciar, la enfermedad –física, corporal, mental, moral, espiritual- es
un gran tesoro, un grandísimo don ofrecido gratuitamente por el cielo a quienes
más ama Dios, porque por ella, Jesucristo atrae al alma hasta la cima del Monte
Calvario, donde está Él crucificado y donde está Nuestra Señora de los Dolores,
al pie de la cruz. Pero este tesoro fructifica el ciento por uno sólo y
únicamente si su dueño, la persona enferma, en vez de renegar de su enfermedad,
la ofrece con amor a Jesús, por manos de María Santísima, pidiendo por la
conversión de los pecadores –y también ofreciéndolo por las Benditas Almas del
Purgatorio-: sólo así, el alma no solamente se llena de paz y de alegría, sino
que, haciendo fructificar su dolor, es fuente de conversión y santificación –lo
cual quiere decir, amor, alegría y paz- para un gran número de pecadores. Por
todo esto, nos damos cuenta de que es un gran error no solo rechazar la
enfermedad, sino pedir su curación, aún cuando, desde el punto de vista humano,
se tenga la obligación moral de realizar todo lo que esté al alcance, para
curar o aliviar la enfermedad y sus síntomas –a causa del Primer Mandamiento,
que manda “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”-. Santa Liduvina nos
enseña que la enfermedad es un tesoro de valor inestimable, un talento
valiosísimo dado por Dios a quienes más ama, pero, al igual que en la parábola
de los talentos, este se puede enterrar, dejándolo sin fructificar, lo cual sucede
cuando renegamos de la enfermedad, o bien se lo puede hacer rendir “el ciento
por uno” y esto sucede cuando lo ofrecemos a Jesucristo por mediación del
Inmaculado Corazón de María, pidiendo por la conversión de los pecadores y por
las Almas del Purgatorio. Al recordar a Santa Liduvina, le dirigimos entonces
esta oración: “Oh Santa Liduvina, Patrona de los enfermos crónicos, alcánzanos
de Dios la gracia de aceptar con amor y paciencia nuestros sufrimientos como
pago por nuestros pecados y ruega a Nuestra de los Dolores que sepamos ofrecer
nuestros padecimientos a Jesús crucificado, para así conseguir, por la Sangre
de Jesús derramada en la cruz, la conversión y salvación de muchos pecadores.
Amén”.
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