Cuando se lee la vida de Santa Rosa de Lima, a la luz de las
categorías mundanas de nuestro siglo XXI, caracterizado por el avance
tecnológico, científico e industrial, y dominado por la visión materialista,
atea, agnóstica, hedonista, existencialista, subjetivista y relativista de la
gran mayoría de la población, no solo no se entienden sus actitudes, sino que
se las interpretan como propias de la Edad Media, o de una mentalidad “oscurantista”,
ya superada, felizmente, por la razón del hombre, que ha sido capaz de,
precisamente, ir más allá de tanto atraso para la civilización humana.
De su vida se lee, por ejemplo, que siendo niña, en una oportunidad, su madre le hizo una
guirnalda de flores con ocasión de la llegada unas visitas, pero Rosa, que aun siendo niña ya tenía conciencia de la vanidad, para hacer
penitencia y para no caer precisamente en la vanidad, se clavó en la cabeza una de las ramas
de la guirnalda en forma de horquilla y se clavó la rama de una manera tan profunda, que después fue difícil
poder quitársela. Además, como las personas alababan con frecuencia su
hermosura, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no
ser ocasión de tentaciones para nadie[1].
Más adelante, cuando
ingresó en la tercera orden de Santo Domingo, vivió prácticamente recluida en
una cabaña que había construido en el huerto y para aumentar su penitencia, llevaba sobre la cabeza una
cinta de plata, en cuyo interior estaba lleno de puntas, con lo cual esta cinta
hacía a modo de corona de espinas.
Dios
le concedió gracias extraordinarias, pero también permitió que sufriese durante
quince años la persecución de sus amigos y conocidos, además de permitir que
sufriera la más profunda desolación espiritual.
Tres
años antes de morir, padeció una larga y penosa enfermedad, su oración
frecuente era: “Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma
medida tu amor”[2].
Por todo esto, Santa Rosa es contraria al espíritu de
nuestro siglo XXI: es contraria al espíritu de belleza y cuidado corporales
extremos, que vemos a diario; es contraria a la vanidad; es contraria al placer
hedonista; es contraria al culto excesivo del cuerpo y de la juventud, estimada
como un ideal del ser humano -hoy vivimos una especie de idolatría de la juventud, la cual se busca prolongarla por todos los medios posibles-: Santa Rosa desprecia todas estas cosas, haciendo grandes
penitencias, ayunos, mortificaciones, y sacrificios.
Es
en los escritos de Santa Rosa de Lima en donde se encuentran los verdaderos
motivos que explican el por qué y la razón de su comportamiento, y es en estos
escritos en donde se pone de relieve que, por un lado, los verdaderos
oscurantistas, son los materialistas, relativistas, ateos y agnósticos de
nuestros días, y por otro lado, se muestra que los grandes santos, como Santa
Rosa de Lima, lo que hacían y que era tenido por necedad y locura, era en
realidad muestra de sabiduría divina, porque eran penitencias, mortificaciones
y sacrificios, tendientes todos a conservar y acrecentar la gracia santificante,
única vía, junto con la cruz de Jesús, para llegar al cielo. Así lo expresa
Nuestro Señor, según lo relata la misma Santa Rosa de Lima en sus escritos: “El
salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: “¡Conozcan todos que
la gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no
se llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de
los trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se
engañe: esta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no
hay camino por donde se pueda subir al cielo!”. Oídas estas palabras, me
sobrevino un ímpetu poderoso de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes
clamores, diciendo a todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y
condición que fuesen: “Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo
y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia
sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir
la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios
y la perfecta hermosura del alma”. Este mismo estímulo me impulsaba
impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me
hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la
cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con
más agilidad se había de ir por el mundo, dando voces: “¡Oh, si conociesen los
mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa,
cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias!
Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y
aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos,
en vez de aventuras, por conseguir el tesoro último de la constancia en el
sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en
suerte, si conocieran las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los
hombres”[3].
“Si
conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia (…) cuántas riquezas esconde
en sí (…) andarían por todo el mundo en busca de molestias, enfermedades y
tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro último de la constancia
en el sufrimiento”. En un momento de la historia humana dominado por el
materialismo, el hedonismo y el ateísmo, las palabras de Santa Rosa de Lima no
se comprenden, porque vienen del cielo, pero aunque no se comprendan, los
cristianos deben propagarlas a los cuatro vientos, pero para propagarlas, deben
ellos primero vivirlas y experimentarlas en carne propia. Lo que nos enseña Santa
Rosa de Lima, con su vida admirable de santidad, es que todo lo que no sea
penitencia, sacrificio y cruz –que es lo que da alegría, paz y serenidad al
alma-, es “vanidad de vanidades y atrapar el viento”[4].
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