En nuestros tiempos, caracterizados por el relativismo y el
subjetivismo, es decir, por el predominio de la razón humana, que pretende
tener razón –valga la redundancia- aun por encima de la Sabiduría Divina, se
utilizan argumentos racionales, humanos, para todo, incluidos y en primer
lugar, los principios que deben regir la vida espiritual. Por ejemplo, el rezo
del Santo Rosario, uno de los principales legados de Santo Domingo de Guzmán. Muchos
católicos, para no rezarlo, se excusan diciendo que es una oración “repetitiva”,
“mecánica”, en la que “no sienten nada”, y que por lo tanto, como ellos se
encuentran en una fase espiritual “superior”, prefieren “espiritualidades”
acordes a su “avanzado estado espiritual”, y es así como –lamentablemente-
abandonan, aún antes de empezar siquiera, el rezo del Rosario, y se introducen
en prácticas literalmente “non sanctas”, como las espiritualidades orientales,
como las promovidas por la Nueva Era (yoga, budismo, meditación zen, etc.). Son
prácticas “non sanctas”, en el sentido de que no acercan a la gracia y no
forman parte del tesoro de la Revelación de la Iglesia Católica, por lo que,
quienes se dejan guiar por estos equívocos pensamientos y razonamientos,
literalmente pierden la filiación divina por un plato de lentejas.
Quienes así piensan, sobre todo acerca del Santo Rosario –esto
es, que el Rosario es una oración mecánica, repetitiva, aburrida, etc.-, se
olvidan que fue la mismísima Madre de Dios en persona, es decir, la Santísima
Virgen María, quien le dio el Santo Rosario a Santo Domingo de Guzmán -fundador de la Orden Dominicana, que dio a la Iglesia numerosísimos santos, entre ellos, Santo Tomás de Aquino- en el año
1208, para que él lo transmitiera a la Iglesia[1]. En
otras palabras, el Santo Rosario, tal como lo conocemos –una oración que
consiste en la repetición de Padrenuestros, Avemarías y Glorias-, no es, de
ninguna manera, una oración “mecánica”, “repetitiva”, “aburrida”, “insensible”,
ni nada por el estilo; decir esto, es contrariar a la Sabiduría Divina, que es
quien nos regaló el Rosario, como una oración pensada por el mismo cielo para
nosotros, pobres pecadores que peregrinamos en la tierra hacia la Morada Santa,
el seno de Dios Padre. Si nosotros menospreciamos el Rosario, dado por la
Santísima Virgen en Persona, entonces estamos menospreciando a la Santísima
Virgen, a Jesucristo, a Dios Padre y a
Dios Espíritu Santo, que son quienes, con infinito Amor y con infinita Sabiduría,
pensaron para nosotros una oración, la más maravillosa de todas, con la cual, a
la par que glorificamos a la Santísima Trinidad –el rezo del Gloria-, veneramos
a la Madre de Dios –el rezo del Avemaría-, honramos al Padre –el rezo del
Padrenuestro-, dedicamos un espacio de tiempo para la meditación y
contemplación de los misterios de la vida de Jesucristo –el tiempo que dura la
recitación de los diez Avemarías-, espacio de tiempo en el cual la gracia de
Dios, obrando a través de la Virgen María, modela nuestro corazón, haciéndolo
igual al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, de manera
tal que, cuantos más Rosarios recemos, tanto más parecidos serán nuestros
corazones, a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Ésta es la finalidad
última del rezo del Santo Rosario, donado por la Santísima Virgen, por encargo
de la Santísima Trinidad, a Santo Domingo de Guzmán –aparte de combatir las
herejías de los cátaros, albigenses y valdenses, que negaban el Papado, los
sacramentos y la Redención de Jesucristo-: que por el rezo del Rosario,
nuestros corazones se conviertan en copias vivientes, por la gracia que actúa a
través de la Virgen, Mediadora de todas las gracias, de los Sagrados Corazones de
Jesús y de María.
Pero además de todo esto, hay que recordar que fue también
la Madre de Dios quien se le apareció, dos siglos después, al beato Alano de la
Roche[2],
para darle las Quince Promesas, para quien rezare devotamente el Santo Rosario
todos los días. Estas promesas son las siguientes:
1. Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier
gracia que me pida.
2.
Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente
recen mi Rosario.
3.
El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los
pecados y abate las herejías.
4.
El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la
misericordia divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo
con el amor de Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
5.
El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá.
6.
El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no se
verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se convertirá
si es pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será admitido
a la vida eterna.
7.
Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
8.
Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud
de la gracia y serán partícipes de los méritos bienaventurados.
9.
Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas a mi Rosario.
10.
Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
11.
Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
12.
Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
13.
He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en
vida y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte
celestial.
14.
Los que rezan Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi
Unigénito Jesús.
15.
La devoción al Santo Rosario es una señal manifiesta de predestinación de
gloria.
En pocas palabras, la Virgen nos está diciendo que si
rezamos el Rosario todos los días, devotamente, tenemos el cielo asegurado, no
solo para nosotros, sino para todos nuestros seres queridos.
De esto se sigue, entonces, el enorme daño espiritual que se
hacen –y hacen a los demás- aquellos que se niegan a rezar el Santo Rosario,
anteponiendo sus erróneos razonamientos humanos; se sigue también cuánto
ofenden a la Sabiduría Divina y al Amor Divino, al menospreciar una oración tan
sencilla cuan profunda, y cuánto más ofenden a la Santísima Trinidad, quienes,
además de despreciar este inmenso tesoro, se internan en espiritualidades que nada
tienen para ofrecer al alma, sino tinieblas y sombras, en comparación con la
Luz Eterna, Jesucristo, la Lámpara de la Jerusalén celestial, que alumbra a su Iglesia Peregrina con la luz de la gracia, de la fe y de la Verdad; Luz Eterna que ilumina con su resplandor divino a todo aquel que reza el Santo Rosario.
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