En un mundo secularizado como el nuestro, el modelo ideal
para la inmensa mayoría de las madres del siglo XXI, para sus hijos, es el que les
presentan los medios masivos de comunicación: para muchas madres de hoy, un
hijo debe aspirar, en la vida, a cursar una carrera universitaria con mucho
prestigio social, para luego conseguir el mejor trabajo posible y así lograr
reconocimiento profesional, el cual debe ir acompañado de una excelente remuneración
económica; a esto, se le debe agregar una buena esposa, hijos, casa, auto,
vacaciones –pagadas, mejor, y a los lugares más exóticos posibles-; si a todo
esto se le suma, por algún motivo -no importa cuál sea-, un reconocimiento
mediático –apariciones en programas de televisión, entrevistas radiales, etc.-,
estas madres del siglo XXI, así influenciadas por el pensamiento materialista,
existencialista, hedonista y ateo de nuestros días, ven prácticamente
colmadas sus ansias y expectativas acerca de lo que consideran “el éxito” para sus
hijos, aunque debido a que estas ansias no se satisfacen nunca, no terminan
nunca de estar contentas, por lo que siempre están exigiendo y pidiendo a sus
hijos más y más triunfos y éxitos mundanos.
Santa Mónica es, por el contrario, el ejemplo de madre a la
cual estas cosas mundanas nada le importan, porque solo le importa una sola cosa
para su hijo: que salve su alma y llegue a la vida eterna, porque todas estas
cosas mundanas, y todos estos éxitos que el mundo otorga, “pasan como un soplo”[1], y
así como llegan, así se van ya que todo eso es, como dice el Eclesiastés, “vanidad
de vanidades y atrapar vientos”[2]. Lo
único que deseaba Santa Mónica para su hijo San Agustín era verlo convertido en
“cristiano católico” y que “renunciara a la felicidad terrena”; después de eso,
nada de este mundo le importaba, y así se lo dijo a su hijo antes de morir, según
lo narra el mismo San Agustín[3]: “Hijo,
por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago
aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo.
Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo
de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con
creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a
la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”.
Este deseo de la eternidad y de contemplar a Dios Uno y
Trino se expresa en el diálogo que tienen Santa Mónica y San Agustín días antes
de su muerte; en este diálogo se refleja la maravillosa en el amor entre el
hijo y la madre, pero sobre todo, se expresa la comunión en la fe y en el amor entre
San Agustín y Santa Mónica. Dice así San Agustín: “Cuando ya se acercaba el día
de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por
tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo
solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos
hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos
rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos,
pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y
lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad
presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de
nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que
hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas
palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de
estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo
con todos sus placeres–…”[4].
Días
después de este diálogo con San Agustín, Santa Mónica cae enferma y muere. Por su
desprecio de la vida mundana y por su ardiente deseo de la vida eterna para su
esposo y para sus hijos, Santa Mónica es modelo inigualable para las esposas y sobre
todo para las madres cristianas porque ella, a fuerza de años enteros pasados
en oración y sacrificios pidiendo por la conversión de su familia,
principalmente de su hijo San Agustín –oró por treinta años pidiendo por su
conversión-, y al final de sus días obtuvo la gracia de ver el fruto de tantos
ruegos y de tantos sacrificios y penitencias, porque su hijo no solo se
convirtió, sino que alcanzó tal grado de santidad, que llegó a ser uno de los
más grandes santos de la Iglesia Católica.
Al
conmemorar a Santa Mónica en su día, pidamos por todas las madres del mundo,
para que deseen para sus hijos no el “éxito mundano”, que pasa “como un soplo”,
sino la sabiduría divina, la vida eterna y el Amor de Dios, que se nos dan,
aquí, contenidos, condensados, en el misterio insondable de la Eucaristía. Que Santa
Mónica interceda por todas las madres del mundo, para que todas las madres del
mundo deseen, con todo el ardor del amor maternal que las caracteriza, que sus
hijos den sus vidas por recibir la Eucaristía, anticipo, ya en la tierra, de la
vida eterna y de la feliz bienaventuranza del Reino de los cielos.
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