San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 26 de agosto de 2014

Santa Mónica, modelo de madre y esposa católica


         En un mundo secularizado como el nuestro, el modelo ideal para la inmensa mayoría de las madres del siglo XXI, para sus hijos, es el que les presentan los medios masivos de comunicación: para muchas madres de hoy, un hijo debe aspirar, en la vida, a cursar una carrera universitaria con mucho prestigio social, para luego conseguir el mejor trabajo posible y así lograr reconocimiento profesional, el cual debe ir acompañado de una excelente remuneración económica; a esto, se le debe agregar una buena esposa, hijos, casa, auto, vacaciones –pagadas, mejor, y a los lugares más exóticos posibles-; si a todo esto se le suma, por algún motivo -no importa cuál sea-, un reconocimiento mediático –apariciones en programas de televisión, entrevistas radiales, etc.-, estas madres del siglo XXI, así influenciadas por el pensamiento materialista, existencialista, hedonista y ateo de nuestros días, ven prácticamente colmadas sus ansias y expectativas acerca de lo que consideran “el éxito” para sus hijos, aunque debido a que estas ansias no se satisfacen nunca, no terminan nunca de estar contentas, por lo que siempre están exigiendo y pidiendo a sus hijos más y más triunfos y éxitos mundanos.
         Santa Mónica es, por el contrario, el ejemplo de madre a la cual estas cosas mundanas nada le importan, porque solo le importa una sola cosa para su hijo: que salve su alma y llegue a la vida eterna, porque todas estas cosas mundanas, y todos estos éxitos que el mundo otorga, “pasan como un soplo”[1], y así como llegan, así se van ya que todo eso es, como dice el Eclesiastés, “vanidad de vanidades y atrapar vientos”[2]. Lo único que deseaba Santa Mónica para su hijo San Agustín era verlo convertido en “cristiano católico” y que “renunciara a la felicidad terrena”; después de eso, nada de este mundo le importaba, y así se lo dijo a su hijo antes de morir, según lo narra el mismo San Agustín[3]: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”.
         Este deseo de la eternidad y de contemplar a Dios Uno y Trino se expresa en el diálogo que tienen Santa Mónica y San Agustín días antes de su muerte; en este diálogo se refleja la maravillosa en el amor entre el hijo y la madre, pero sobre todo, se expresa la comunión en la fe y en el amor entre San Agustín y Santa Mónica. Dice así San Agustín: “Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–…”[4].
Días después de este diálogo con San Agustín, Santa Mónica cae enferma y muere. Por su desprecio de la vida mundana y por su ardiente deseo de la vida eterna para su esposo y para sus hijos, Santa Mónica es modelo inigualable para las esposas y sobre todo para las madres cristianas porque ella, a fuerza de años enteros pasados en oración y sacrificios pidiendo por la conversión de su familia, principalmente de su hijo San Agustín –oró por treinta años pidiendo por su conversión-, y al final de sus días obtuvo la gracia de ver el fruto de tantos ruegos y de tantos sacrificios y penitencias, porque su hijo no solo se convirtió, sino que alcanzó tal grado de santidad, que llegó a ser uno de los más grandes santos de la Iglesia Católica.
Al conmemorar a Santa Mónica en su día, pidamos por todas las madres del mundo, para que deseen para sus hijos no el “éxito mundano”, que pasa “como un soplo”, sino la sabiduría divina, la vida eterna y el Amor de Dios, que se nos dan, aquí, contenidos, condensados, en el misterio insondable de la Eucaristía. Que Santa Mónica interceda por todas las madres del mundo, para que todas las madres del mundo deseen, con todo el ardor del amor maternal que las caracteriza, que sus hijos den sus vidas por recibir la Eucaristía, anticipo, ya en la tierra, de la vida eterna y de la feliz bienaventuranza del Reino de los cielos.





[1] Al igual que nuestra vida, como dice el libro de Job; cfr. Job 7, 7.
[2] Cfr. 2, 26.
[3] Confesiones, Libro 9, 10, 23-11, 28.
[4] Cfr. Confesiones, ibidem.

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