A San Cayetano se lo asocia, invariablemente, con el pan y el trabajo, y con esto se lo reduce a una imagen estereotipada, y no está bien que sea así, porque si bien es bueno que cuantos más hombres y mujeres consigan pan y trabajo por medio de nuestro santo -porque todo ser necesita, para su subsistencia, y por su dignidad humana, alimentarse y trabajar-, sin embargo, como católicos, no podemos quedarnos meramente en esta imagen estereotipada de San Cayetano y tampoco debemos pedirle al santo simplemente, pan y trabajo. San Cayetano, como todo santo que está ya en el cielo, y que pasó su vida en la tierra aferrado a la cruz y luchando por vivir en gracia, tiene un mensaje de santidad que es muchísimo más profundo que la mera horizontalidad humanista del pan y del trabajo, por bueno y necesario que sea alimentarse y trabajar.
Dentro de todo su sobreabundante mensaje de santidad, San Cayetano decía: “En el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le encontramos personalmente”[1]. Con esto, quería decirnos dos cosas: que en la Eucaristía, encontramos a Dios en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y por eso debemos adorarlo, porque está ahí, en Persona, pero en el hospital, cuando nos encontramos con un prójimo enfermo, que está yaciendo en su cama, afiebrado, inmovilizado a causa de su dolencia, tal vez abandonado porque no tiene nadie quien lo acompañe, en ese prójimo nuestro, ahí también está, misteriosamente Presente, Jesucristo, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. San Cayetano dice que a Jesús lo encontramos en la Eucaristía –en el “oratorio”, dice él-, y por eso debemos adorarlo, pero nos dice que también encontramos a Jesucristo en el enfermo, no de cualquier manera, sino “en Persona” –“personalmente”, dice San Cayetano- y esto lo demostraba con su ejemplo personal, pues según testigos presenciales, él acudía a los hospitales para cuidar de los enfermos que se encontraban afectados por las patologías que causaban más rechazo a causa de su aspecto[2].
Dentro de todo su sobreabundante mensaje de santidad, San Cayetano decía: “En el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le encontramos personalmente”[1]. Con esto, quería decirnos dos cosas: que en la Eucaristía, encontramos a Dios en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y por eso debemos adorarlo, porque está ahí, en Persona, pero en el hospital, cuando nos encontramos con un prójimo enfermo, que está yaciendo en su cama, afiebrado, inmovilizado a causa de su dolencia, tal vez abandonado porque no tiene nadie quien lo acompañe, en ese prójimo nuestro, ahí también está, misteriosamente Presente, Jesucristo, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. San Cayetano dice que a Jesús lo encontramos en la Eucaristía –en el “oratorio”, dice él-, y por eso debemos adorarlo, pero nos dice que también encontramos a Jesucristo en el enfermo, no de cualquier manera, sino “en Persona” –“personalmente”, dice San Cayetano- y esto lo demostraba con su ejemplo personal, pues según testigos presenciales, él acudía a los hospitales para cuidar de los enfermos que se encontraban afectados por las patologías que causaban más rechazo a causa de su aspecto[2].
El
Papa Francisco nos dice algo muy parecido: “Cuando das a alguien limosna, ¿arrojas
la moneda, o lo miras a los ojos? Si solo tiras la moneda, y no miras a los
ojos, entonces quiere decir que no has encontrado a Dios”.
Esto
es acorde a las palabras de Jesús en el Evangelio, que serán las que Él dirá a
los que se salven y a los que se condenen, en el Día del Juicio Final: “Venid a
Mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer (…) sed y me
disteis de beber (…) enfermo y me socorristeis (…) preso y me visitasteis (…)”;
y a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque
tuve hambre y no me disteis de comer (…) sed y no me disteis de beber (…)
enfermo y no me socorristeis (…) preso y no me visitasteis (…)”. Y tanto los
que se salven, como los que se condenen, le preguntarán: “¿Cuándo, Señor, te
vimos hambriento, sediento, enfermo, preso?” Cada vez que no lo hicisteis con
uno de estos pequeños, Conmigo no lo hicisteis” (o Conmigo lo hicisteis) (Mt 25, 31-40). Esto quiere decir que Jesús,
además de estar Presente en la Eucaristía, está Presente, misteriosamente, en
el prójimo más necesitado, de manera tal que todo –todo- lo que hacemos a
nuestro prójimo, sea en el bien como en el mal, y sobre todo a nuestro prójimo
más desvalido y necesitado, se lo hacemos a Jesús, y Jesús recompensa las obras
buenas, y castiga las malas. No en vano la Santa Iglesia Católica aconseja[3] –no
obliga, sino aconseja, por nuestro bien- realizar las obras de misericordia,
corporales y espirituales, porque quiere que todos sus hijos se salven, pero
nadie se salvará si no practica su fe, y la fe se demuestra por medio de las
obras (cfr. St 2, 18ss), porque la fe
sin obras es una fe muerta, que demuestra un corazón muerto a la gracia, sin la
vida de Dios en él.
“En
el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le
encontramos personalmente”. El verdadero adorador de Jesús Eucaristía, como San
Cayetano, adora a Jesús no solo en la Eucaristía, sino también a Jesús misteriosamente
oculto –oculto, pero misteriosamente oculto y Presente en Persona, con su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad- en sus hermanos llagados,
afiebrados, ulcerados, encarcelados, enfermos, marginados, hambrientos,
sedientos, perseguidos, incomprendidos, desesperados, bombardeados, lacerados,
golpeados.
“En
el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le
encontramos personalmente”. San
Cayetano nos dice, entonces, que a Jesús lo adoramos en la Eucaristía, y lo
veneramos en su imagen, nuestro prójimo más necesitado; San Cayetano no nos
dice que debemos adorar a nuestro prójimo, sino a Jesús, misteriosamente
Presente en nuestro prójimo, porque nuestro prójimo viene a ser como si fuera un sacramento de Jesús. Como nos dice San Cayetano, adoremos
a Jesús en la Eucaristía y veneremos a nuestro prójimo como la imagen viva de
Jesús en la tierra, y adoremos su misteriosa Presencia en nuestros hermanos más
necesitados, y así alcanzaremos el Reino de los cielos.
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