Cuando San
Maximiliano Kolbe tenía seis años de edad, sucedió un hecho sobrenatural que
imprimió a su vida terrena una fuerte impronta mariana, lo preparó para el
martirio, y lo predestinó, ya desde niño, a la vida eterna. Lo que sucedió fue
que se le apareció nada menos que la Santísima Virgen María en persona, y le
mostró dos coronas, una blanca, que significaba la pureza del alma y del cuerpo
–la pureza del alma, es decir, su mente se vería libre de errores doctrinales y
dogmáticos, propios de las herejías, que son los que terminan alejando a las
almas de la pureza de la Verdad Absoluta contenida en el tesoro de la
Revelación Católica donada por Jesucristo, y la pureza del cuerpo, pureza con
la cual imitaría a la Inmaculada Concepción y al Cordero Inmaculado, pureza
corporal necesaria para tener un corazón indiviso, que habría de amar a Dios
Uno y Trino y sólo a Él y a nadie más- y otra roja, que significaba el martirio
–es decir, la efusión de sangre, sacrificio y efusión de sangre con los cuales
se haría partícipe del sacrificio de Jesucristo en la cruz, sacrificio con el
cual habría de redimir a toda la humanidad, haciéndose de esa manera San
Maximiliano corredentor, uniendo su vida al sacrificio de Jesús en la cruz,
inmolándose y ofreciéndose en el ara santa de la cruz, por la salvación de
todos los hombres-. Es la madre de San Maximiliano quien relata la milagrosa
aparición de la Madre de Dios al niño San Maximiliano -aparición con la cual lo
prepararía para la suprema oblación de su vida-, con estas palabras: “Sabía yo
de antemano, en base a un caso extraordinario que le sucedió en los años de la
infancia, que Maximiliano moriría mártir. Solo no recuerdo si sucedió antes o
después de su primera confesión. Una vez no me gustó nada una travesura, y se
la reproche: Niño mío, ¡quién sabe lo que será de ti! Después, yo no pensé más,
pero observe que el muchacho había cambiado tan radicalmente, que no se podía
reconocer más. Teníamos un pequeño altar escondido ente dos roperos, ante el
cual el a menudo se retiraba sin hacerse notar y rezaba llorando. En general,
tenía una conducta superior a su edad, siempre recogido y serio, y cuando
rezaba, estallaba en lágrimas. Estuve preocupada, pensando en alguna
enfermedad, y le pregunte: ¿te pasa algo? ¡Has de contar todo a tu mamita!”. Temblando
de emoción y con los ojos anegados en lágrimas, me contó: “Mamá, cuando me
reprochaste, pedí mucho a la Virgen me dijera lo que sería de mí. Lo mismo en
la iglesia, le volví a rogar. Entonces se me apareció la Virgen, teniendo en
las manos dos coronas: una blanca y otra roja. Me miró con cariño y me preguntó
si quería esas dos coronas. La blanca significaba que perseveraría en la pureza
y la roja que sería mártir. Contesté que las aceptaba... (las dos). Entonces la
Virgen me miró con dulzura y desapareció”[1].
Todas
estas promesas, contenidas en la aparición de la Virgen, se habrían de cumplir
en San Maximiliano Kolbe en su vida, hasta el fin, puesto que llevaría, en
grados elevados de santidad, hasta su muerte, la corona de la pureza de cuerpo,
con su consagración religiosa, y la del alma, porque con su periódico de la
Milicia de la Inmaculada divulgaría la doctrina católica de modo fiel a las
enseñanzas del Magisterio, sin errores de ninguna clase, y hacia el fin de su
vida, en los últimos instantes, le sería dada como premio la corona del
martirio, reservada a los “que siguen al Cordero adonde vaya”, y así San
Maximiliano entró en el cielo con las dos coronas, la blanca de la pureza y la
roja del martirio, las dos que le había ofrecido la Virgen en su niñez, y las
cuales Él había aceptado con mucho amor.
A
nosotros, no se nos apareció la Virgen, como a San Maximiliano, pero sí le
podemos pedir a la Virgen que nos conceda las gracias que le concedió a San
Maximliano: la gracia de la pureza del cuerpo, para tener un corazón indiviso,
que solo ame a las Tres Personas de la Santísima Trinidad, y solo a Ellas, y la
gracia de la pureza del alma, para no aceptar ningún error que nos aparte de la
Verdad Encarnada, la Sabiduría Divina, Cristo Jesús, tal como nos la enseña la
Santa Iglesia Católica, a través del Magisterio del Santo Padre y de los
Obispos, y la gracia del martirio cotidiano de la fe, para dar testimonio de
Jesús ante los hombres, para no callar en nuestros ámbitos cotidianos –la
familia, el trabajo, la escuela, la oficina, la empresa, etc.-, un testimonio
que, si bien no es con la efusión de sangre, como en el caso de San Maximiliano
Kolbe, en algunos casos puede constituir un verdadero martirio, y es por eso
necesaria la asistencia de la gracia.
Además,
es conveniente tener siempre presentes las palabras proféticas de San
Maximiliano a sus religiosos, al desencadenarse la guerra y al ser inminente la
invasión de las tropas alemanas: tres días antes de estallar la guerra prepara así
los corazones: “Trabajar, sufrir y morir caballerescamente, y no como un
burgués en la propia cama. He ahí: recibir una bala en la cabeza, para sellar
el propio amor a la Inmaculada. Derramar valientemente la sangre hasta la
última gota, para acelerar la conquista de todo el mundo para Ella. Esto les
deseo a Uds. Y me deseo a mí mismo”.
Por
último, hay que recordar que las apariencias engañan: mientras los nazis
alemanes (y luego los comunistas rusos) invadieron y aplastaron Polonia, con lo
cual parecían triunfar las fuerzas de la oscuridad –los nazis eran ocultistas y
esotéricos, mientras que el comunismo es intrínsecamente perverso, puesto que
aleja al hombre de Dios-, sin embargo Polonia triunfó sobre sus enemigos,
gracias a hombres y mujeres, santos y mártires como San Maximiliano, porque
estaban animados por la Luz, es decir, el Espíritu Santo.
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