¿En qué consiste la santidad y la perfección? Dice San
Alfonso María de Ligorio que “la santidad y la perfección del alma consiste en
el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo bien y redentor”[1]. Ahora
bien, una vez conocido esto, se plantea el siguiente interrogante: por un lado,
tenemos al hombre, ser inteligente y libre, creado con una profunda sed de
amor; por otro lado, tenemos a Dios Uno y Trino, Ser creador, que es el Amor en
sí mismo, libre también Él, que desea ser amado por su creatura, pero cuyo
libre albedrío respeta tanto, que no puede obligarlo a amarlo. A su vez, Dios Trino
sabe que el hombre, creado a su imagen y semejanza, solo será feliz si el
hombre lo ama a Él con todo su ser, con todas sus fuerzas, con toda su alma,
con todo su corazón; pero sabe también, que no puede obligarlo a amarlo, porque
el hombre lleva la impronta de su semejanza, que es el libre albedrío. ¿Cómo
puede hacer Dios para que el hombre, ser libre, sea feliz, amándolo a Él? En otras
palabras: ¿cómo puede Dios, Creador del hombre, hacer que su creatura más
preciada, el hombre, sea feliz –felicidad que sólo logrará en el amor a Él,
Dios Uno y Trino-, sin forzar su libertad, puesto que la libertad es la imagen
sagrada que lleva el hombre en su ser? La Divina Sabiduría y el Divino Amor
encontraron la respuesta: colmando al hombre de dones, de manera tal que,
viéndose el hombre colmado de tantos dones por parte de su Creador, Dios Uno y
Trino, no tuviera más opción que enamorarse de su Creador y amarlo con todo su
ser, con toda su alma, con todas sus fuerzas, con todo su corazón.
Dice
así San Alfonso: “Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso
llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo”[2], y
luego, para explicar de qué se trata esto, pone estas palabras en boca del mismo
Dios: “Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que
habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor”[3]. Más
adelante, continúa San Alfonso: “Y éste es el motivo de todos los dones que
concedió al hombre. Además de haberle dado un alma dotada, a imagen suya, de
memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento
con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de
cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas creaturas
estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a Él en atención a
tantos beneficios. Y no sólo quiso darnos aquellas creaturas, con toda su
hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó
al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a
darnos su Hijo único (…) Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como
dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados
y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado. Dándonos al
Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien:
la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente
menos que el Hijo[4]”.
Según
San Alfonso, entonces, Dios Padre nos colmó no sólo de toda clase de bienes y
dones naturales, sino sobre todo, de bienes sobrenaturales –la gracia, la
caridad- y, en el exceso de su amor, nos dio a su Hijo único, para que nos
viéramos obligados a amarlo.
Y
ese Hijo único de Dios, Jesucristo -en cuyo amor está la máxima felicidad del
hombre-, se encuentra, vivo, glorioso y resucitado, Presente en Persona, con su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y con su Amor -que es el Amor que
une al Padre y al Hijo en la eternidad, el Espíritu Santo-, en la Eucaristía, porque
el Hijo de Dios renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en
la Santa Misa, y es por eso que la Eucaristía y la Santa Misa son las dos obras
del Amor Trinitario que nos obligan a amar a Dios Uno y Trino con todas
nuestras fuerzas, con todo nuestro ser, con toda la potencia de que sean
capaces nuestros corazones, porque no hay obra de amor más grande que “dar la
vida por los amigos” (Jn 15, 13), y
Jesús, en la Santa Misa, da la vida por nosotros, derramando su Sangre en el
cáliz y entregando su Cuerpo en la Eucaristía.
Pero
además de la Misa y de la Eucaristía, Jesús -cuyo amor hace máximamente feliz
al hombre-, también se encuentra Presente, misteriosamente, en el prójimo más
necesitado, de ahí la necesidad imperiosa de hacer obras de misericordia, si queremos
alcanzar el cielo: “…tuve hambre, tuve sed…, estuve preso…, estuve enfermo….”
(cfr. Mt 25, 35-46).
En
síntesis, según San Alfonso María de Ligorio, Dios nos creó libre para amarlo,
y en el amor suyo está nuestra máxima felicidad, pero como no podía forzar
nuestra libertad, se vio en la “necesidad” –por así decirlo- de colmarnos de
dones –naturales y sobrenaturales-, para que nos viéramos “obligados” a amarlo.
Y para asegurarse de que no tuviéramos ninguna excusa para no amarlo, nos envió
a su Hijo único, Jesucristo, para que no sólo muriera en cruz para nuestra
salvación, sino para que perpetuara el don de sí mismo en la cruz en la Santa
Misa –llamada por esto ‘renovación incruenta del santo sacrificio de la cruz’- y
para que permaneciera con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20) y el modo de cumplir esta
hermosa y consoladora promesa, es el don admirable de la Eucaristía, don por el
cual permanece y permanecerá con nosotros, en todos los sagrarios del mundo,
hasta el fin del mundo. Y por último, también está Jesús misteriosamente
presente en nuestros hermanos más necesitados, para que podamos demostrar, con
obras, nuestro amor hacia Dios, socorriendo al prójimo, imagen viviente de
Dios, porque el hombre es creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26).
De
esta manera, así, al colmarnos de tantos dones, Dios Uno y Trino conseguía su
objetivo: por un lado, respetaba nuestro libre albedrío, y por otro, se
aseguraba que fuéramos máximamente felices, al amar a Jesús, única fuente de
felicidad y de amor, en la Eucaristía, en la Santa Misa y en el prójimo más
necesitado.
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