San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 2 de agosto de 2014

San Alfonso María de Ligorio


         ¿En qué consiste la santidad y la perfección? Dice San Alfonso María de Ligorio que “la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo bien y redentor”[1]. Ahora bien, una vez conocido esto, se plantea el siguiente interrogante: por un lado, tenemos al hombre, ser inteligente y libre, creado con una profunda sed de amor; por otro lado, tenemos a Dios Uno y Trino, Ser creador, que es el Amor en sí mismo, libre también Él, que desea ser amado por su creatura, pero cuyo libre albedrío respeta tanto, que no puede obligarlo a amarlo. A su vez, Dios Trino sabe que el hombre, creado a su imagen y semejanza, solo será feliz si el hombre lo ama a Él con todo su ser, con todas sus fuerzas, con toda su alma, con todo su corazón; pero sabe también, que no puede obligarlo a amarlo, porque el hombre lleva la impronta de su semejanza, que es el libre albedrío. ¿Cómo puede hacer Dios para que el hombre, ser libre, sea feliz, amándolo a Él? En otras palabras: ¿cómo puede Dios, Creador del hombre, hacer que su creatura más preciada, el hombre, sea feliz –felicidad que sólo logrará en el amor a Él, Dios Uno y Trino-, sin forzar su libertad, puesto que la libertad es la imagen sagrada que lleva el hombre en su ser? La Divina Sabiduría y el Divino Amor encontraron la respuesta: colmando al hombre de dones, de manera tal que, viéndose el hombre colmado de tantos dones por parte de su Creador, Dios Uno y Trino, no tuviera más opción que enamorarse de su Creador y amarlo con todo su ser, con toda su alma, con todas sus fuerzas, con todo su corazón.
Dice así San Alfonso: “Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo”[2], y luego, para explicar de qué se trata esto, pone estas palabras en boca del mismo Dios: “Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor”[3]. Más adelante, continúa San Alfonso: “Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre. Además de haberle dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas creaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a Él en atención a tantos beneficios. Y no sólo quiso darnos aquellas creaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos su Hijo único (…) Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado. Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo[4]”.
Según San Alfonso, entonces, Dios Padre nos colmó no sólo de toda clase de bienes y dones naturales, sino sobre todo, de bienes sobrenaturales –la gracia, la caridad- y, en el exceso de su amor, nos dio a su Hijo único, para que nos viéramos obligados a amarlo.
Y ese Hijo único de Dios, Jesucristo -en cuyo amor está la máxima felicidad del hombre-, se encuentra, vivo, glorioso y resucitado, Presente en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y con su Amor -que es el Amor que une al Padre y al Hijo en la eternidad, el Espíritu Santo-, en la Eucaristía, porque el Hijo de Dios renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en la Santa Misa, y es por eso que la Eucaristía y la Santa Misa son las dos obras del Amor Trinitario que nos obligan a amar a Dios Uno y Trino con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser, con toda la potencia de que sean capaces nuestros corazones, porque no hay obra de amor más grande que “dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13), y Jesús, en la Santa Misa, da la vida por nosotros, derramando su Sangre en el cáliz y entregando su Cuerpo en la Eucaristía.
Pero además de la Misa y de la Eucaristía, Jesús -cuyo amor hace máximamente feliz al hombre-, también se encuentra Presente, misteriosamente, en el prójimo más necesitado, de ahí la necesidad imperiosa de hacer obras de misericordia, si queremos alcanzar el cielo: “…tuve hambre, tuve sed…, estuve preso…, estuve enfermo….” (cfr. Mt 25, 35-46).
En síntesis, según San Alfonso María de Ligorio, Dios nos creó libre para amarlo, y en el amor suyo está nuestra máxima felicidad, pero como no podía forzar nuestra libertad, se vio en la “necesidad” –por así decirlo- de colmarnos de dones –naturales y sobrenaturales-, para que nos viéramos “obligados” a amarlo. Y para asegurarse de que no tuviéramos ninguna excusa para no amarlo, nos envió a su Hijo único, Jesucristo, para que no sólo muriera en cruz para nuestra salvación, sino para que perpetuara el don de sí mismo en la cruz en la Santa Misa –llamada por esto ‘renovación incruenta del santo sacrificio de la cruz’- y para que permaneciera con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20) y el modo de cumplir esta hermosa y consoladora promesa, es el don admirable de la Eucaristía, don por el cual permanece y permanecerá con nosotros, en todos los sagrarios del mundo, hasta el fin del mundo. Y por último, también está Jesús misteriosamente presente en nuestros hermanos más necesitados, para que podamos demostrar, con obras, nuestro amor hacia Dios, socorriendo al prójimo, imagen viviente de Dios, porque el hombre es creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26).
De esta manera, así, al colmarnos de tantos dones, Dios Uno y Trino conseguía su objetivo: por un lado, respetaba nuestro libre albedrío, y por otro, se aseguraba que fuéramos máximamente felices, al amar a Jesús, única fuente de felicidad y de amor, en la Eucaristía, en la Santa Misa y en el prójimo más necesitado.



[1] Cfr. Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, 9-14.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

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