“No
seas incrédulo sino hombre de fe”. Tomás el Apóstol cree solo luego de haber
metido sus manos en las llagas del Cuerpo resucitado de Jesús, lo cual le vale
el consejo de Jesús: “De ahora en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.
El consejo de Jesús es válido para Tomás y para todos
aquellos que, como el Apóstol en su fase incrédula, no creen en el testimonio
de la Iglesia: Tomás persiste en una obstinada incredulidad, a pesar de tener
el testimonio de la Iglesia Naciente acerca de la resurrección de Jesús. La Iglesia,
guiada por el Espíritu Santo, no erra en su testimonio sobre los misterios de
Jesús, sobre todo su misterio pascual de muerte y resurrección, precisamente
por el hecho de estar guiada e iluminada con la luz celestial del Espíritu de
Dios. Las santas mujeres de Jerusalén, Pedro, Juan, María Magdalena, y todos
aquellos que contemplaron con sus ojos a Jesús resucitado, al dar testimonio de
lo que contemplaron, no están ni inventando fantasías ni mucho menos diciendo
cosas falsas: están testimoniando, con sus vidas, lo que les fue dado
contemplar por gracia de Dios y por medio del Espíritu Santo. Por lo tanto,
rechazar su testimonio, es rechazar el testimonio de la Iglesia, y rechazar el
testimonio de la Iglesia es rechazar el testimonio del Espíritu Santo, que
habla a través de sus miembros.
Santo Tomás comete un grave pecado de temeridad, pero Jesús,
en su infinita misericordia, se le aparece de modo personal, para que su
incredulidad no sea causa de perdición suya y la de muchos que en el tiempo
cometerían su mismo pecado. Precisamente, de modo análogo, también en el día de
hoy, muchos católicos, al igual que Tomás Apóstol antes de su conversión, no
creen en el testimonio del Magisterio de la Iglesia y en el testimonio de fe de
aquellos que, sin ver, no solo creen que Jesús ha resucitado, sino que creen en
la Presencia real de Jesús resucitado en la Eucaristía. De esta manera, los
modernos incrédulos se apartan del Cristo único y verdadero, el Hombre-Dios que
ha muerto y resucitado para nuestra salvación y se encuentra vivo y glorioso en
la Hostia consagrada.
Jesús
no se aparece con su Cuerpo físico, pero sí con su Cuerpo resucitado, en el
altar, en el sagrario, y por eso le dice a los hombres de hoy: “Tú, que eres
incrédulo, no ves mi Cuerpo físico, pero con la luz de la fe, puedes ver mi
Cuerpo resucitado en la Eucaristía. Mírame resucitado con los ojos de la fe; no
toques mi Cuerpo sacramental con tus manos, si no están consagradas; más bien
deja que Yo toque tu corazón al entrar por Él en la comunión, y en adelante no
seas incrédulo sino hombre de fe. Dichosos los que creen sin haber visto con
los ojos del cuerpo, pero creen con los ojos del alma iluminados por la luz de
la fe”.
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