Dentro
de la vasta riqueza de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de
Loyola, se encuentra la “fórmula”, por así decirlo, que puede
conducir a un alma a elevados grados de perfección. En la Segunda
Semana de los Ejercicios, se propone al ejercitante una meditación
llamada: “Tres grados de humildad”1,
que pueden llamarse indistintamente “Tres grados de santidad” o
“Tres grados de perfección”, y son como tres gradas o peldaños
-uno supone al otro- mediantes los cuales el alma se eleva de
perfección en perfección. Consisten en lo siguiente: en el primer
grado de humildad, el alma se decide a “perder el mundo”, es
decir, incluso la vida física, “antes que cometer un pecado
mortal”. Este grado de humildad cierra las puertas del Infierno,
pero dejan entreabierta las puertas del Purgatorio, y no abre las
puertas del Cielo. Es la promesa que hace aquel que se confiesa, a
Jesús que lo perdona en el sacramento de la Confesión: “Antes
querría haber muerto que haberos ofendido”. Aquí, por medio de la
oración que reza el penitente antes de recibir la absolución
sacramental, el alma se duele ante Dios precisamente por no haber
poseído este grado de humildad primero: “antes querría haber
muerto que haberos ofendido”: el alma se duele por no haber perdido
la vida física antes que haber pecado mortalmente, porque nadie se
condena por morirse, pero sí por un solo pecado mortal. Cada vez que
nos confesamos, cada vez que acudimos al sacramento de la Penitencia,
tenemos la oportunidad de crecer en este primer grado o escalón de
humildad.
En
el segundo grado de humildad -supone el primero-, el alma está
dispuesta a “perder el mundo”, es decir, la vida física, antes
que cometer un pecado venial deliberado. Este grado cierra las
puertas del Purgatorio, pero tampoco abre las puertas del Cielo.
En
el tercer grado de humildad, el alma, que está dispuesta a perder la
vida terrena antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado,
es decir, que ha cerrado las puertas del Infierno y del Purgatorio,
se eleva hacia un grado perfectísimo, pero no porque tenga deseos
del Cielo, que sí los tiene, sino porque se configura a Cristo
crucificado: en este grado, al alma no le importa ni evitar el
Infierno, ni evitar el Purgatorio, ni ganar el Cielo: le importa
configurarse a Cristo crucificado, y es por esto que el alma elige,
por amor, aquello que tiene Jesús en la Cruz: pobreza, humillación,
oprobio. En el Tercer grado de humildad, mucho más que cerrarse las
puertas del Infierno y del Purgatorio, e infinitamente más que
abrirse las puertas del Cielo, se abren para el alma las puertas del
Sagrado Corazón de Jesús, su Herida abierta por la lanza, su
Corazón traspasado, a través del cual se derrama sobre el alma, por
medio de la Sangre de Jesús, como suave bálsamo, el Amor Divino, el
Espíritu Santo.
Este
camino espiritual de perfección que propone San Ignacio coincide con
el propuesto por Santa Teresa de Ávila en su hermosísimo poema: “No
me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido/
ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte/Tú
me mueves, Señor/Muéveme el verte clavado en una Cruz y
escarnecido,/muéveme ver tu Cuerpo tan herido,/muévenme tus
afrentas y tu muerte./Muéveme, en fin, tu Amor, y en tal manera,/que
aunque no hubiera cielo, yo te amara,/y aunque no hubiera infierno,
te temiera./No me tienes que dar porque te quiera,/pues aunque lo que
espero no esperara,/lo mismo que te quiero te quisiera/”.
San
Ignacio nos propone, entonces, un camino espiritual que, por la
gracia santificante, nos conduce a altísimas alturas de santidad, a
niveles inimaginables e insospechados, porque nos introduce en el
mismísimo Sagrado Corazón traspasado de Jesús. ¿Dónde se puede
hacer este Ejercicio Espiritual? ¿Acaso se debe asistir a un retiro
espiritual en un convento aislado, que se encuentra a centenares de
kilómetros de donde habito? Puede ser, pero este Ejercicio
Espiritual de los Tres grados de humildad se realiza, ante todo, a
los pies del crucifijo, arrodillados y postrados en amorosa adoración
ante Cristo crucificado. Y también en la Santa Misa, llamada Santo Sacrificio del altar, porque es la renovación sacramental, incruenta, del mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz.
1Cfr.
Ejercicios Espirituales, 164-168.