San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 2 de mayo de 2017

San Atanasio


         Vida de santidad[1].

         Nació en Egipto, en la ciudad de Alejandría, en el año 295. Llegado a la adolescencia, estudió derecho y teología. Se retiró por algún tiempo a un yermo para llevar una vida solitaria y allí hizo amistad con los ermitaños del desierto; cuando volvió a la ciudad, se dedicó totalmente al servicio de Dios. Era la época en que Arrio, clérigo de Alejandría, confundía a los fieles con su interpretación herética de que Cristo no era Dios por naturaleza: afirmaba que era una creatura excelsa, sí, pero era solamente eso: una creatura. No es indistinto afirmar que Jesús es Dios o no lo es: si no es Dios, entonces la Eucaristía es solo un pan bendecido y la Iglesia no es la Esposa del Cordero.
Para considerar la herejía arriana se decidió celebrar el primer concilio ecuménico, el de Nicea, ciudad del Asia Menor. Atanasio, que era entonces diácono, acompañó a este concilio a Alejandro, obispo de Alejandría, y con su doctrina, ingenio y valor sostuvo la verdad católica y refutó a los herejes y al mismo Arrio en las disputas que tuvo con él.
Cinco meses después de terminado el concilio con la condenación de Arrio, murió san Alejandro, y Atanasio fue elegido patriarca de Alejandría. Los arrianos no dejaron de perseguirlo y apelaron a todos los medios para echarlo de la ciudad e incluso de Oriente. Fue desterrado cinco veces y cuando la autoridad civil quiso obligarlo a que recibiera de nuevo en el seno de la Iglesia a Arrio, excomulgado por el concilio de Nicea y pertinaz a la herejía, Atanasio, cumpliendo con gran valor su deber, rechazó tal propuesta y perseveró en su negativa, a pesar de que el emperador Constantino, en 336, lo desterró a Tréveris. Luego de la muerte de Constantino, pudo regresar a Alejandría entre el júbilo de la población, renovando su lucha contra los  arrianos y por segunda vez, en 342, tuvo que emprender el camino del destierro que lo condujo a Roma.
Ocho años más tarde se encontraba de nuevo en Alejandría con la satisfacción de haber mantenido en alto la verdad de la doctrina católica. Pero llegó a tanto el encono de sus adversarios, que enviaron un batallón para prenderlo. Providencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de Egipto, donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo volver a reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por quinta vez. Finalmente, pasada aquella furia, pudo vivir en paz en su sede. Falleció el 2 de mayo del año 373. Escribió numerosas obras, muy estimadas, por las cuales ha merecido el honroso título de doctor de la Iglesia[2].

         Mensaje de santidad[3].

         San Atanasio afirma que Jesús es el Verbo de Dios, Espíritu Puro que se encarnó y que, en cuanto Dios, ya antes de la Encarnación, estaba “en todas partes”, en virtud de la unión en la naturaleza divina con el Padre: “El Verbo de Dios, incorpóreo e inmune de la corrupción y de la materia, vino al lugar donde habitamos, aunque nunca antes estuvo ausente, ya que nunca hubo parte alguna del mundo privada de su presencia, pues, por su unión con el Padre, lo llenaba todo en todas partes”[4].
El Verbo se encarnó y así se hizo visible, tomando un cuerpo como el nuestro, para vencer a la muerte que nos dominaba, y esto por su bondad y misericordia: “Pero vino por su benignidad, en el sentido de que se nos hizo visible. Compadecido de la debilidad de nuestra raza y conmovido por nuestro estado de corrupción, no toleró que la muerte dominara en nosotros ni que pereciera la creación, con lo que hubiera resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para sí un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo”.
El Verbo, que se construyó un templo –su cuerpo- en el seno de María Virgen, entregó este cuerpo a la muerte, ofreciéndolo al Padre con “un amor sin límites”, es decir, con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para matar, con su muerte, la muerte de cada hombre, ya que al morir su cuerpo, en esta muerte murió la misma muerte, quedando sin efecto el dominio que la muerte tenía sobre los hombres: “En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo, habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él”[5].
Pero con su muerte en cruz, el Verbo de Dios no sólo destruyó la muerte que dominaba a los hombres, sino que les concedió la vida divina, su propia vida de Hombre-Dios: “(…) Con ello también, hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego”.
El Verbo se encarnó y sufrió la muerte para reparar y satisfacer ante Dios la deuda que la humanidad había contraído por el pecado de los primeros padres, pero además, para que los hombres vivieran en Dios para siempre, por la resurrección: “Por esta razón asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción”.
El Verbo, al ofrendar su cuerpo en la cruz como una víctima purísima, sin mancha, sufrió la muerte de forma vicaria y expiatoria por todos los hombres, para que, recayendo en Él la muerte, esta fuera vencida  y el hombre, libre de la muerte, recibiera la vida divina que Él habría de comunicarle por su resurrección: “De ahí que el cuerpo que él había tomado, al entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos”.
Al morir en forma vicaria y expiatoria, siendo Jesús de Nazareth el Verbo de Dios inhabitando en un cuerpo humano, no sólo pagó la deuda contraída por la prevaricación de los primeros padres, sino que comunicó a los hombres de su propia divinidad, de su vida gloriosa y resucitada: “De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo partícipes de esta misma inmunidad a todos los hombres, con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos”.
Con su muerte, el Verbo derrotó para siempre a la muerte, la cual ya no tiene ningún poder sobre los hombres, que por la Encarnación habita entre nosotros: “Es verdad, pues, que la corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al Verbo, que habita entre ellos por su encarnación”.
Por último, ¿dónde habita el Verbo Encarnado, el que venció a la muerte con su resurrección, el que comunica a los hombres de su vida divina, que mora en su plenitud en su Cuerpo glorioso y resucitado? El Verbo de Dios Encarnado habita, el mismo que venció a la muerte y que comunica a los hombres su vida divina, habita en la Eucaristía.
La defensa que San Atanasio hace de la divinidad de Jesús de Nazareth, llevada a cabo en el siglo IV, es sumamente actual en nuestros días, en donde la herejía gnóstica arriana ha renacido con mucha más fuerza que en tiempos de San Atanasio, negando la divinidad de Cristo y, en consecuencia, negando su Presencia real, verdadera y substancial, en la Eucaristía, con lo cual se amenaza a la Iglesia al atacarla en su fundamento y base. Aunque la herejía neo-arriana de nuestros días es incluso más peligrosa, pues no sólo niega la divinidad de Cristo, sino que convierte a Jesús de Nazareth en un hombre dominado por la corrupción de la muerte y sometido a las pasiones. Por esto, tanto la vida de santidad como el mensaje de santidad de San Atanasio, que defiende la divinidad de Jesús de Nazareth y la prolongación de su Encarnación en la Eucaristía, son más actuales y necesarios que nunca.
        



[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. San Atanasio, Disertación sobre la Encarnación del Verbo, 8-9: PG 25, 110-111.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

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