Vida
de santidad de los Santos Jacinta y Franciso Marto.
Los beatos Jacinta –nació
el 3 de Octubre de 1910 y falleció el 20 de Febrero de 1920-, Francisco -nació
el 6 de Junio de1908 y falleció el 4 de Abril de 1919- y Lucía tuvieron la
gracia de recibir, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, las
Apariciones de la Virgen María en Cova de Iría[1],
precedidas por las apariciones del Ángel de Portugal, el Ángel de la Paz. Estas
apariciones cambiaron de tal manera sus vidas, que a partir de ahí, siendo
niños pequeños –tendrían entre siete y nueve años-, comenzaron a vivir una vida
de gran santidad, una santidad que, luego de tribulaciones en la tierra, los
condujo al lugar donde ahora se encuentran: la felicidad eterna en el Reino de
los cielos. Luego de las Apariciones de Fátima, los tres Pastorcitos crecieron
grandemente en el amor de Dios y de los hombres; dejaron de aspirar a vivir una
vida meramente terrena, con aspiraciones terrenas y humanas, para desear, para
ellos y para todo el mundo, evitar el Infierno y alcanzar el Reino de los
cielos. En esta vida de santidad, se caracterizaron por la oración continua,
por los sacrificios, penitencias y mortificaciones que ofrecían por los
pecadores, y vivir permanentemente en gracia y en Presencia de Dios.
Las
Apariciones del Ángel de Portugal primero y de la Virgen María después, y los
increíbles prodigios que los acompañaron, no supusieron para ellos, como muchos
pueden pensar, una vida fácil y sin contratiempos, recibiendo el beneplácito,
el cariño y el reconocimiento de todos. Por el contrario, debieron enfrentar,
incluso desde el seno mismo de sus familias, una gran oposición, a la que se sumaron
eclesiásticos, laicos y autoridades gubernamentales. Estas últimas, infiltradas
por la Masonería –secta secreta que busca la destrucción de la Iglesia-, los
amenazaron de muerte –les dijeron que los arrojarían a un caldero gigante con
aceite hirviendo- si no se retractaban y decían que todo era mentira y producto
de su imaginación. Parte importante de la vida de santidad de los Pastorcitos, que
permitió a la Iglesia beatificarlos primero y ahora canonizarlos, fue el
soportar con gran entereza, serenidad y fortaleza sobrenatural, las
innumerables calumnias, injurias, persecuciones, incomprensiones, amenazas
contra la vida y, a pesar de su corta edad, días de prisión.
Ante
las amenazas de las autoridades civiles, de quitarles la vida si no declaraban
que las Apariciones eran falsas, Francisco Marto les infundía valor y fortaleza
a su hermana y su prima y decía: “Si nos matan no importa; vamos al cielo”. Por
su parte, Jacinta, hermana de Francisco, cuando la llevaban para supuesta
matarla, dijo a Francisco y Lucía: “No se preocupen, no les diré nada; prefiero
morir antes que eso”. Los niños mostraron una entereza, una fortaleza, una
sabiduría y una serenidad, propias de los mártires.
Mensaje
de santidad.
Francisco.
Francisco
era un niño de carácter dócil y todos lo reconocían como un muchacho sincero,
justo, obediente y diligente. Algo que incidió profundamente en su vida
espiritual fueron las palabras del Ángel en su tercera aparición: “Consolad a
vuestro Dios”. El Ángel les hizo comprender la tristeza y el desconsuelo que
tenía Dios a causa de los pecados de los hombres y de su falta de arrepentimiento.
Lo que tenemos que entender aquí es que la santidad no consiste en estar riendo
sin sentido todo el tiempo, y que la tristeza, en este caso, no se debe a una
causa psicológica, sino espiritual, pues el Ángel le comunicó, de algún modo,
la misma tristeza que Jesús experimentó en el Getsemaní: “Mi alma está triste
hasta la muerte”, y la tristeza de Jesús en el Getsemaní se debía a que veía la
innumerable cantidad de almas que habrían de condenarse, a pesar de su
sacrificio en cruz. Desde entonces, Francisco deseaba consolar a Nuestro Señor
y a la Virgen, a quien, particularmente, le había parecido que estaba tan
triste, sobre todo en la aparición en la que experimentaron el Infierno. Esto lo
confirmó Sor Lucía después, cuando dijo que la Virgen en las Apariciones de
Fátima no estaba alegre, sino “triste”. Cuando Francisco enfermó, le dijo a Sor
Lucía: “¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que Él esté así.
Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo”. Francisco se santificó, en gran medida,
además de rezar el Rosario, por ofrecer sacrificios y su enfermedad a Jesús. En
la víspera de su muerte se confesó y comulgó con los más santos sentimientos.
Es
verdad que Jacinta y Francisco siguieron su vida normalmente después de las
apariciones: por ejemplo, Lucia empezó a ir a la escuela tal como la Virgen se
lo había pedido, y Jacinta y Francisco iban también para acompañarla. Cuando
llegaban al colegio, pasaban primero por la Iglesia para saludar al Señor. Pero
como Francisco sabía, porque la Virgen se lo había dicho, que no iba a vivir
mucho tiempo en la tierra, porque lo iba a llevar al cielo, les decía a Lucia y
Jacinta: “Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús Escondido (en
el sagrario). ¿Qué provecho me hará aprender a leer si pronto estaré en el
Cielo?”. Y diciendo esto, Francisco se iba tan cerca como era posible del
Tabernáculo, a hacer Adoración Eucarística y allí lo encontraban en el mismo
lugar, en profunda oración y adoración, cuando Lucia y Jacinta regresaban por
la tarde.
De
los tres niños, Francisco era el contemplativo y el que más se distinguió en su
amor reparador a Jesús en la Eucaristía. Después de la comunión recibida de
manos del Ángel, decía: “Yo sentía que Dios estaba en mi pero no sabía cómo era”. En su vida se resalta la verdadera y
apropiada devoción católica a los ángeles, a los santos y a María Santísima. Francisco
quería ante todo consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de la humanidad.
Durante las apariciones, era esto lo que impresionó al niño.
Francisco
quería ofrecer su vida para aliviar al Señor, a quien él había visto tan triste
por las ofensas de los hombres. No solo hacía reparación, sino que evitaba todo
lo que pudiera implicar un pecado o una ocasión de pecado y, aunque tenía sólo
siete años de edad, comenzó a aproximarse, frecuentemente al Sacramento de la
Penitencia.
Una
vez Lucia le preguntó: “Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o
convertir a los pecadores?”. Y él respondió: “Yo prefiero consolar al Señor.
¿No viste qué triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no
deben ofender más al Señor, que está ya tan ofendido? A mí me gustaría consolar
al Señor y después, convertir a los pecadores para que ellos no ofendan más al
Señor”. Y continuó: “Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar
mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora”. Deseaba ir al cielo, para allí
consolar a Jesús y a María.
Luego
de enfermar, y después de 5 meses de casi continuo sufrimiento, el 4 de abril
de 1919, primer viernes, a las 10:00 a.m., murió santamente el niño que había
dedicado su corta vida a consolar a Jesús en el sagrario. La felicidad que
ahora experimenta para siempre en el cielo, compensa con creces los sacrificios
que ofreció en la tierra a Jesús.
Jacinta.
Jacinta
era muy inteligente y muy alegre. Como todo niño, siempre estaba corriendo,
saltando o bailando, aunque la pavorosa visión y experiencia mística del
infierno la impresionó tanto, que vivía apasionada por el ideal de convertir
pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno. Una vez exclamó: “¡Qué
pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!”. Al respecto,
vale la pena recordar, con palabras de Lucía, en qué consistió esta visión del infierno.
En una de las Apariciones, la Virgen les dijo: “Sacrificaos por los pecadores y
decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: “¡Oh, Jesús,
es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los
pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. Sor Lucía cuenta qué
sucedió luego de estas palabras de la Virgen: “Al decir estas últimas palabras
abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía penetrar
en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los
demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas,
de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de
ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todo los
lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni
equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y
hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di un “ay” que
dicen haber oído). Los demonios se distinguían por sus formas horribles y
asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como
negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista
a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: Habéis visto el infierno,
donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer
en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se
salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de
ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzará otra peor (luego el mensaje
continúa)”.
Lo
que debemos tener en cuenta es que eran niños, y que fue la Virgen en persona
quien no solo les mostró el Infierno sino que, en cierta medida, los llevó
allí, pues ellos no solo vieron, sino que tuvieron una experiencia
verdaderamente mística acerca de la realidad del Infierno. Aún más, si la
Virgen les hizo tener esta experiencia del Infierno, eso quiere decir que fue
el mismo Dios quien así lo dispuso. Muchos cuestionan que en Catecismo o que
los padres, hablen del Infierno a los hijos; a estos tales, habría que decirles
qué fue lo que pasó en Fátima. Por otra parte, la experiencia mística del
Infierno significó para los niños un crecimiento en la vida espiritual enorme,
al punto que vivieron en un estado de santidad permanente; lejos de quedar “traumatizados”,
como se dice hoy, los hizo crecer en amor a Dios, a la Virgen, a los santos y a
los ángeles, y además, los llevó a orar y a ofrecer sus vidas por amor a Dios y
la salvación de los hombres, todo lo cual demuestra que la predicación de la
doctrina del Infierno es un deber de todo católico –así imita a la Virgen y a
Nuestro Señor- y un acto de caridad para los pecadores.
En
el siguiente diálogo, queda registrado cómo era la manera en que los niños
meditaban acerca de la eternidad y el infierno, según el relato de Sor Lucía: “Un
día llegamos con nuestras ovejas al lugar escogido para pastar, Jacinta se
sentó pensativa en una piedra. – Jacinta ven a jugar. – Hoy no quiero jugar. –
¿Por qué no quieres jugar? – Porque estoy pensando así: aquella Señora nos dijo
que rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión de los
pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario tenemos que rezar las avemarías
completas y el Padrenuestro entero. ¿Y qué sacrificios podemos hacer?”. Francisco
pensó enseguida en un buen sacrificio: – Vamos a darle nuestra comida a las
ovejas y así haremos el sacrifico de no comer. En poco tiempo, habíamos
repartido nuestro fiambre entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más
riguroso que el de los austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en
su piedra y preguntó: – Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al
infierno. ¿Pero que es el infierno? – Es una cueva de bichos y una hoguera muy
grande (así me lo explicaba mi madre) y allá van los que cometen pecados y no
se confiesan y permanecen allí siempre ardiendo. – Y ¿nunca más salen de allí? –
No. – ¿Ni después de muchos años? – No, el infierno nunca se termina. – Y ¿el
Cielo tampoco acaba? – Quien va al Cielo nunca mas sale de ahí. – Y ¿Y el que
va al infierno tampoco? – ¿No ves que son eternos, que nunca se acaban? Hicimos
por primera vez en aquella ocasión, la meditación del infierno y de la
eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad que a veces jugando preguntaba:
– Pero, oye ¿después de muchos, muchos años, el infierno no se acaba? Y otras
veces: – ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren? ¿Y no
se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por los pecadores, el Señor
los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios también? ¡Pobrecitos! Tenemos que
rezar y hacer muchos sacrificios por ellos. Después añadía; – ¡Que buena es
aquella señora. Ya nos prometió llevarnos al Cielo!”.
Luego
de las Apariciones, Jacinta creció en su amor a Dios y su deseo de la salvación
de las almas en peligro del infierno. Además, ocupaban sus pensamientos y su
amor la gloria de Dios, la salvación de las almas, la importancia del Papa y de
los sacerdotes, la necesidad y el amor por los sacramentos.
Jacinta
tenía una devoción muy profunda al Corazón Inmaculado de María, lo que la llevó
a amar profundamente al Sagrado Corazón de Jesús. Asistía a la Santa Misa
diariamente y tenía un gran deseo de recibir a Jesús en la Santa Comunión en
reparación por los pobres pecadores. Nada le atraía más que la Adoración
Eucarística, el pasar tiempo en la Presencia Real de Jesús Eucaristía. Decía
con frecuencia: “Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a
Jesús”. Consciente del peligro que significan las cosas del mundo, Jacinta se
separaba de todo lo mundano, para dedicarse a las cosas del cielo. Buscaba el
silencio y la soledad para orar y contemplar. “Cuánto amo a Nuestro Señor”,
decía Jacinta a Lucia, “a veces siento que tengo fuego en el corazón pero que
no me quema”.
Desde
la primera aparición, los niños buscaban como multiplicar sus mortificaciones y
no se cansaban de buscar nuevas maneras de ofrecer sacrificios por los
pecadores. Un día, poco después de la cuarta aparición, mientras caminaban,
Jacinta encontró una cuerda y propuso el ceñir la cuerda a la cintura como
sacrificio. Estando de acuerdo, cortaron la cuerda en tres pedazos y se la
ataron a la cintura sobre la carne. Lucia cuenta después que este fue un
sacrificio que los hacia sufrir terriblemente, tanto así que Jacinta apenas
podía contener las lágrimas. Pero si se le hablaba de quitársela, respondía
enseguida que de ninguna manera pues esto servía para la conversión de muchos
pecadores. Al principio llevaban la cuerda de día y de noche pero en una
aparición, la Virgen les dijo: “Nuestro Señor está muy contento de vuestros
sacrificios pero no quiere que durmáis con la cuerda. Llevarla solamente
durante el día”. Ellos obedecieron y con mayor fervor perseveraron en esta dura
penitencia, pues sabían que agradaban a Dios y a la Virgen. Francisco y Jacinta
llevaron la cuerda hasta en la última enfermedad, durante la cual aparecía
manchada en sangre.
Luego
de habérsele concedido ver en una visión los sufrimientos del Santo Padre, Jacinta
comenzó a experimentar un gran amor por el Papa y a tener deseos de ofrecer
sacrificios por él. Dice así Jacinta: “Yo lo he visto en una casa muy grande,
arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha
gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas”. En
otra ocasión, mientras que en la cueva del monte rezaban la oración del Ángel,
Jacinta se levantó precipitadamente y llamó a su prima: “¡Mira! ¿No ves muchos
caminos, senderos y campos llenos de gente que llora de hambre y no tienen nada
para comer... Y al Santo Padre, en una iglesia al lado del Corazón de María,
rezando?”. Desde estos acontecimientos, los niños llevaban en sus corazones al
Santo Padre, y rezaban constantemente por él. Incluso, tomaron la costumbre de
ofrecer tres Ave Marías por él después de cada rosario que rezaban (es una
costumbre que perdura hasta hoy).
La
Virgen María no dejaba de escuchar las fervientes súplicas de estos niños,
respondiéndoles a menudo de manera visiblemente. Tanto Francisco como Jacinta
fueron testigos de hechos extraordinarios, como por ejemplo, los siguientes: en
un pueblo vecino, a una familia le había caído la desgracia del arresto de un
hijo por una denuncia que le llevaría a la cárcel si no demostrase su
inocencia. Sus padres, afligidísimos, mandaron a Teresa, la hermana mayor de
Lucia, para que le suplicara a los niños que les obtuvieran de la Virgen la
liberación de su hijo. Lucía, al ir a la escuela, contó a sus primos lo
sucedido. Dijo Francisco: “Vosotras vais a la escuela y yo me quedaré aquí con
Jesús para pedirle esta gracia”. En la tarde Francisco le dice a Lucía: “Puedes
decirle a Teresa que haga saber que dentro de pocos días el muchacho estará en
casa”. En efecto, el 13 del mes siguiente, el joven se encontraba de nuevo en
casa.
En
otra ocasión, había una familia cuyo hijo había desaparecido como prodigo sin
que nadie tuviera noticia de él. Su madre le rogó a Jacinta que lo recomendará
a la Virgen. Algunos días después, el joven regresó a casa, pidió perdón a sus
padres y les contó su trágica aventura. Después de haber gastado cuanto había
robado, había sido arrestado y metido en la cárcel. Logró evadirse y huyó a
unos bosques desconocidos, y, poco después, se halló completamente perdido. No
sabiendo a qué punto dirigirse, llorando se arrodilló y rezó. Vio entonces a
Jacinta que le tomó de una mano y le condujo hasta un camino, donde le dejo,
indicándole que lo siguiese. De esta forma, el joven pudo llegar hasta su casa.
Cuando después interrogaron a Jacinta si realmente había ido a encontrase con el
joven, repuso que no pero que si había rogado mucho a la Virgen por él. Pero ellos
no deseaban ser reconocidos, ni mucho menos.
Un
día que se dirigían tranquilamente hacia la carretera, vieron que se paraba un
gran auto delante de ellos con un grupo de señoras y señores, elegantemente
vestidos. “Mira, vendrán a visitarnos...”, dijo Francisco. “¿Nos vamos?”,
pregunta Jacinta. “Imposible sin que lo noten”, responde Lucía: “Sigamos
andando y veréis cómo no nos conocen”. Pero los visitantes los paran: “¿Sois de
Aljustrel?”. “Si, señores”, responde Lucia. “¿Conocéis a los tres pastores a
los cuales se les ha aparecido la Virgen?”. “Sí, los conocemos”. “¿Sabrías
decirnos dónde viven?”. “Tomen ustedes este camino y allí abajo tuerzan hacia
la izquierda”, les contesta Lucía, describiéndoles sus casas. Los visitantes
marcharon, dándoles las gracias y ellos contentos, corrieron a esconderse.
Francisco
y Jacinta fueron muy dóciles a los preceptos del Señor y a las palabras de la
Santísima Virgen María. Progresaron constantemente en el camino de la santidad
y, en breve tiempo, alcanzaron una gran y sólida perfección cristiana. Al saber
por la Virgen María que sus vidas iban a ser breves, pasaban los días con la
fervorosa expectativa de entrar en el cielo, lo cual sucedió al poco tiempo,
tal como la Virgen se los había anticipado.
El
23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta cayeron gravemente enfermos por la
terrible epidemia de bronco-neumonía. Pero a pesar de que se encontraban
enfermos, no disminuyeron en nada el fervor en hacer sacrificios; por el
contrario, ofrecieron todas las incomodidades, las tribulaciones y los dolores
que les sobrevinieron por esta enfermedad, que se complicó rápidamente, al no
existir en esa época los antibióticos para combatirla. Hacia el final de
febrero de 1919, Francisco desmejoró visiblemente y del lecho en que se vio
postrado no volvió a levantarse. Sufrió con íntima alegría su enfermedad y sus
grandísimos dolores, en sacrificio a Dios. Como Lucía le preguntaba si sufría.
Respondía: “Bastante, pero no me importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor y
en breve iré al cielo”. La alegría de ir al cielo le compensaba todos los
sufrimientos. El día 2 de abril, su estado era tal que se creyó conveniente
llamar al párroco. No había hecho todavía la Primera Comunión y temía no poder
recibir al Señor antes de morir. Habiéndose confesado en la tarde, quiso
guardar ayuno hasta recibir la comunión. El siguiente día, recibió la comunión
con gran lucidez de espíritu y piedad, y apenas hubo salido el sacerdote cuando
preguntó a su madre si no podía recibir al Señor nuevamente. Después de esto,
pidió perdón a todos por cualquier disgusto que les hubiese ocasionado. A Lucia
y Jacinta les añadió: “Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a
Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba”. Al día
siguiente, el 4 de abril, con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido,
expiró dulcemente. No tenía aún once años.
Jacinta
sufrió mucho por la muerte de su hermano. Poco después de esto, como resultado
de la bronconeumonía, se le declaró una pleuresía purulenta, acompañada por
otras complicaciones. Un día le declaró a Lucía: “La Virgen ha venido a verme y
me preguntó si quería seguir convirtiendo pecadores. Respondí que sí y Ella
añadió que iré pronto a un hospital y que sufriré mucho, pero que lo padezca
todo por la conversión de los pecadores, en reparación de las ofensas cometidas
contra Su Corazón y por amor de Jesús. Dijo que mamá me acompañará, pero que
luego me quedaré sola”. Y así fue. Jacinta y Francisco nos enseñan no sólo a no
quejarnos de nuestros dolores y enfermedades, sino a ofrecerlos con alegría,
por la conversión de los pecadores y el consuelo de los Sagrados Corazones de
Jesús y María.
Por
orden del médico fue llevada al hospital de Vila Nova donde fue sometida a un
tratamiento por dos meses. Al regresar a su casa, volvió como había partido
pero con una gran llaga en el pecho que necesitaba ser medicada diariamente.
Mas, por falta de higiene, le sobrevino a la llaga una infección progresiva –sepsis-
que le resultó a Jacinta un tormento. Era un martirio continuo, el cual sufría
siempre sin quejarse. Intentaba ocultar todos estos sufrimientos a los ojos de
su madre para no hacerla padecer más. Y aun le consolaba diciéndole que estaba
muy bien. Durante su enfermedad confió a su prima: “Sufro mucho; pero ofrezco
todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón
Inmaculado de María”. En enero de 1920, un doctor especialista le insiste a la
mamá de Jacinta a que la llevasen al Hospital de Lisboa, para atenderla. Esta
partida fue desgarradora para Jacinta, sobre todo el tener que separarse de
Lucía. Al despedirse de Lucía le hace estas recomendaciones: “Ya falta poco
para irme al cielo. Tú quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el
mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decirlo, no te
escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado
Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su
lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado
Corazón, que Dios la confió a Ella. Si yo pudiese meter en el corazón de toda
la gente la luz que tengo aquí dentro en el pecho, que me está abrazando y me
hace gustar tanto del Corazón de Jesús y del Corazón de María”.
Su
mamá pudo acompañarla al hospital, pero después de varios días tuvo ella que
regresar a casa y Jacinta se quedó sola. Se cumplía lo que la Virgen le había
dicho, que iba a quedar sola. Fue admitida en el hospital y el 10 de febrero
tuvo lugar la operación. Le quitaron dos costillas del lado izquierdo, donde
quedó una llaga ancha como una mano. Los dolores eran espantosos, sobre todo en
el momento de la cura. Pero la paciencia de Jacinta fue la de un mártir. Sus
únicas palabras eran para llamar a la Virgen y para ofrecer sus dolores por la
conversión de los pecadores. Tres días antes de morir le dice a la enfermera: “La
Santísima Virgen se me ha aparecido asegurándome que pronto vendría a buscarme,
y desde aquel momento me ha quitado los dolores. El 20 de febrero de 1920,
hacia las seis de la tarde ella declaró que se encontraba mal y pidió los
últimos Sacramentos. Esa noche hizo su última confesión y rogó que le llevaran
pronto el Viático porque moriría muy pronto. El sacerdote no vio la urgencia y
prometió llevársela al día siguiente. Pero poco después, murió. Tenía diez años”.
Antes de morir, Nuestra Señora se dignó aparecérsele varias veces. Estos son
los consejos espirituales, dictados a su madrina, que nos deja Santa Jacinta
Marto:
Sobre
los Pecados:
-Los
pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne.
-Si
los hombres supiesen lo que es la eternidad harían todo por cambiar de vida.
Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte, ni hacen penitencia.
Sobre
las Guerras:
-Las
guerras son consecuencia del pecado del mundo.
-Es
preciso hacer penitencia para que se detengan las guerras.
Sobre
las virtudes cristianas:
-No
debemos andar rodeados de lujos.
-Ser
amigos del silencio.
-No
hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
-Tener
mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al cielo.
-La
mortificación y el sacrificio agradan mucho al Señor.
Tanto
Jacinta como Francisco fueron trasladados al Santuario de Fátima. Los milagros
que fueron parte de sus vidas, también lo fueron de su muerte. Cuando abrieron
el sepulcro de Francisco, encontraron que el rosario que le habían colocado sobre su pecho, estaba
enredado entre los dedos de sus manos. Y a Jacinta, cuando 15 años después de
su muerte, la iban a trasladar hacia el Santuario, encontraron que su cuerpo
estaba incorrupto.
El
18 de abril de 1989, el Santo Padre, Juan Pablo II, declaró a Francisco y
Jacinta Venerables.
El
13 de Mayo del 2000, el Santo Padre JPII los declaró beatos en su visita a
Fátima, siendo los primeros niños no mártires en ser beatificados.
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