San Expedito era un oficial romano practicante del
paganismo; un día, Nuestro Señor Jesucristo le concedió la gracia de la
conversión, manifestándose a su alma y dándose a conocer. Debido a que la
gracia de la conversión necesita de una respuesta libre, era necesario que San
Expedito diera su consentimiento a esta gracia, la cual implicaba el
reconocimiento de Jesucristo como Redentor y el rechazo de su antigua vida de
pagano, vida dominada por el pecado. Antes de que San Expedito diera su
respuesta, apareció el Demonio bajo la forma de un cuervo que, comenzando a
revolotear por encima suyo, repetía a cada momento: “Cras!”, que significa: “mañana”.
Es decir, el Demonio tentaba a San Expedito con la postergación de su
conversión, dejándola “para mañana”; no le decía que no debía convertirse, sino
que la dejara “para mañana”: “No te conviertas hoy; continúa tranquilamente con
tu vida de pagano, con tus pecados; mañana tendrás tiempo de convertirte; no
tomes decisiones apresuradas, disfruta un poco más de tu vida pagana y alejada
de Dios, ya mañana tendrás tiempo de elegir, con más tranquilidad”. Es decir,
en un momento determinado, San Expedito se vio en la disyuntiva de elegir: o
Jesús y su gracia y el comienzo de una nueva vida cristiana, o el Demonio y el
pecado y la continuación de una vida pagana y pecaminosa. Aferrado a la Santa
Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, San Expedito no dudó un instante en
responder: “Hodie!”, es decir: “¡Hoy!”, “Hoy me convierto; hoy dirijo mi
corazón hacia Jesucristo, Sol de Justicia, hoy reconozco a Jesús como a mi
Dueño y Señor, como a mi Redentor y Salvador; hoy dejo para siempre mi antigua
vida pagana y pecaminosa y comienzo a vivir la vida nueva de la gracia, la vida
de los hijos de Dios”. De esta manera, por su veloz respuesta, es que San
Expedito es el “Patrono de las causas urgentes”, y aunque tengamos varias
causas urgentes por las cuales pedimos su intercesión, la primera causa urgente
es aquella en la que él nos da ejemplo y es la conversión. Y así es ejemplo
también de cómo, asistidos por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y
abrazados a su Cruz, podemos vencer en toda tentación, cuando el Demonio, el
Tentador, nos sugiera cometer algún pecado (el Demonio nos tienta generalmente a
través de pensamientos que parecen buenos pero que conducen a un fin malo, ya
que excepcionalmente se aparece de modo visible, como a San Expedito):
levantando la Santa Cruz de Jesús en lo alto, recibió de Él su fuerza
omnipotente y, con un velocísimo movimiento, aplastó al Demonio en forma de
cuervo, el cual, sin darse cuenta, se había acercado caminando hasta ponerse a
distancia del santo. Que San Expedito interceda para que respondamos
prontamente a la gracia, a toda gracia que nos conceda Nuestro Señor
Jesucristo.
Bienaventurados habitantes del cielo, Ángeles y Santos, vosotros que os alegráis en la contemplación y adoración de la Santísima Trinidad, interceded por nosotros, para que algún día seamos capaces de compartir vuestra infinita alegría.
San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
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"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".
jueves, 26 de noviembre de 2015
miércoles, 25 de noviembre de 2015
La vida de Santa Catalina de Alejandría no fue una leyenda
Cuando se reflexiona acerca de la vida de un santo o de un
mártir, como es el caso de Santa Catalina de Alejandría, se corre el riesgo, si
no se tiene fe, de creer que sus vidas –y muertes martiriales- son “leyendas”,
es decir, relatos ficticios, imaginarios, cuya validez y autenticidad dependen
de la imaginación de quienes escribieron sus biografías. Cuando no se tiene fe,
se corre el riesgo de reducir lo sobrenatural de los santos y mártires, a
hechos de fantasía y, por lo tanto, inexistentes; a lo sumo, se habla de ellos
como de “buenas personas”, llenas de virtudes, pero nada de hechos
sobrenaturales.
La vida de Santa Catalina de Alejandría –y sobre todo su
muerte martirial- no es –como la de todos los santos y mártires- una “historia
bonita” pero inventada por la imaginación de algunos, y sus méritos no se
reducen a los de ser personas virtuosas que se enfrentan –virtuosamente- a los
poderes de turno para defender su fe: los santos y mártires participan, de un
modo misterioso y sobrenatural, de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo; es Él
quien los anima con su Espíritu, el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, y es
el Espíritu Santo quien, poseyendo por completo al cuerpo y el alma del santo y
del mártir, actúa a través suyo, concediéndoles sabiduría y fortaleza
sobrenatural, iluminándolos de manera tal que puedan dar testimonio de Cristo
para que, cuando esto suceda, sus vidas sean efectivamente arrebatadas por sus
verdugos y así puedan ingresar directamente a la eterna bienaventuranza.
No hay otro fundamento, que la asistencia personal del
Espíritu Santo, que los hace participar a la cruz de Jesús, Rey de Santos y
Mártires, para explicar los hechos sobrenaturales que rodean ya sea a la vida
de los santos o a la muerte de los mártires.
En el caso de Santa Catalina de Alejandría, se sabe de ella
que era “una joven de extremada belleza e inteligencia, perteneciente a una
familia noble de Alejandría, versada en los conocimientos filosóficos de la
época y defensora incansable de la Verdad”[1]. Fue
esta defensa de la Verdad Encarnada, Jesucristo, frente al error pagano, lo que
le valió ser martirizada por el emperador Maximino Daia, quien, habiendo
fracasado en sus intentos de hacerle abandonar la fe en Cristo con sus
razonamientos falsos, convocó a los sabios del imperio para que la hicieran
abandonar la Verdad, es decir, Cristo, pero estos sabios no solo no la pudieron
vencer con sus sofismas gnósticos, sino que muchos de ellos, hombres de buena
voluntad, se convirtieron gracias a la sabiduría sobrenatural de Santa
Catalina. Así, Santa Catalina venció al error y la mentira –el “Padre de la
mentira es Satanás”-, por medio de la Sabiduría Encarnada, Jesucristo.
Frustrado
por haber sido vencido en el terreno de la razón, el emperador Maximino, un “hombre
semibárbaro, fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas
ciudades del Oriente”, según términos de Lactancio[2], ordenó
que Santa Catalina fuera ejecutada, primero por medio de una rueda dentada, la
cual inexplicablemente no le hizo nada, pero en cambio sí hirió a sus verdugos,
al saltar por el aire las cuchillas, y luego por la espada, ya que al fracasar
en su primer intento, el emperador ordenó que la santa fuera decapitada. Puesto
que ya había dado testimonio de Cristo, el Espíritu Santo, que inhabitaba en
ella, permitió que muriera por el golpe de la espada.
De esta manera, Santa Catalina de Alejandría nos da ejemplo
de amor a la Verdad, porque la buscó con toda pasión y cuando la encontró, no
solo no la abandonó, sino que dio su vida por ella, por la Verdad Encarnada,
Jesucristo, el Hombre-Dios.
martes, 24 de noviembre de 2015
Santos Andrés Dung-Lac, presbítero y compañeros, mártires
La vida y muerte de estos santos nos muestra cómo la
tribulación y el dolor, sufridos no simplemente de modo paciente y estoico,
sino en unión con Jesucristo crucificado, constituyen un camino de santidad y un acceso
directo al cielo.
En efecto, los santos vietnamitas fueron apresados y
sufrieron mucho en la cárcel, antes de morir, pero en todo momento fueron
asistidos admirablemente por el Espíritu Santo, quien les dio clara conciencia
de ser partícipes de la Pasión del Señor y de estar, por lo tanto, a un paso
del cielo. Dice así en su carta Andrés Dung-Lac: “Yo, Pablo, encarcelado por el
nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido
cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor,
porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los
crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y
ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras
indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y,
finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los
tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas
tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”[1].
San Pablo sufre mucho, pero al mismo tiempo, el sufrimiento
se ve atemperado por la misteriosa Presencia de Cristo, que lo consuela, lo
conforta y lo “llena de gozo y alegría”: “En medio de estos tormentos, que
aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y
alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”[2].
La razón de la alegría de San Pablo Dung-Lac es que es el
mismo Jesús en Persona quien, a través suyo, sufre en él, tomando consigo la
casi totalidad del peso de la cruz, y dejándole para el mártir sólo una parte
de la cruz “pequeña e insignificante”: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el
peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante”[3].
Pero
además de llevar la cruz, Jesús vence en la lucha a favor del mártir y lo hace
partícipe de su victoria, de su corona de gloria, y es aquí en donde radica la
razón última de la felicidad del mártir, en que es Jesús el que vence y concede
la participación en su gloria: “Él, no sólo es espectador de mi combate, sino
que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en
su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus
miembros”[4].
La
entrega del mártir a Jesucristo, para que Él sufra y triunfe a través suyo, se
debe al Amor de Dios, porque el mártir no puede tolerar que el Nombre Santo de
Dios y su Cristo sean ultrajados: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada
día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo
nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es
pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero,
encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor”[5]. El
mártir muere no por defender los derechos de los hombres, sino por defender los
derechos de Dios: respetando los derechos de Dios, todo recto derecho humano es
a su vez respetado.
Esto
quiere decir varias cosas: por un lado, que el sufrimiento y la tribulación no
son vanos si se ofrecen a Jesucristo; Jesucristo sufre por el mártir, en el
mártir, para el mártir y para las almas; Jesucristo lleva la casi totalidad del
peso de la cruz, dejando una parte insignificante para el mártir que le ofreció
su cuerpo, su alma y su vida para que Él sufra a través suyo; Jesucristo vence
a través del mártir, o también, el mártir vence a través de Jesucristo, porque
es del triunfo de Jesucristo del que es hecho partícipe el mártir; el mártir es
hecho partícipe no solo del triunfo de Jesucristo, sino de su también de su
gloria eterna, es decir, por una pequeña tribulación en la tierra, al mártir se
le concede una felicidad y glorias eternas. Por último, a diferencia de otras
religiones, en las que los “mártires” son los que quitan la vida a sus
enemigos, en el caso del mártir católico, el mártir, porque participa de la
cruz de Jesús, da su propia vida por la salvación de sus enemigos, de aquellos
que le quitan la vida, cumpliendo así el mandato de la caridad de Jesús: “Amen
a sus enemigos y oren por los que los persiguen” (Mt 5, 44).
jueves, 19 de noviembre de 2015
Santa Isabel de Hungría y el voluntario despojo de bienes terrenos para alcanzar los bienes eternos
En la vida de Santa Isabel de Hungría se hacen realidad las
palabras de Jesús: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 20) y “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me
disteis de comer, estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 35-45). Santa Isabel de Hungría, siendo noble de cuna –era hija
del Rey de Hungría- y heredera de todo un reino con sus riquezas, a la muerte
de su esposo, el príncipe Luis VI de Turingia, abandonó la vida cortesana y
despreocupada de su condición de reina y se dedicó de lleno a servir a los más carenciados[1]. Según
se narra en su biografía, siendo todavía princesa, fue al templo vestida lujosamente,
pero al ver una imagen de Jesús crucificado pensó: “¿Jesús en la Cruz despojado
de todo y coronado de espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?”. Desde
entonces, nunca más volvió con vestidos lujosos al templo de Dios. También siendo
princesa, se cuenta que una vez se encontró un leproso abandonado en el camino,
y no teniendo otro sitio en dónde colocarlo por el momento, lo acostó en la
cama de su marido que estaba ausente. Llegó este inesperadamente, le contaron
el caso y se fue de inmediato a reclamarle por lo que había hecho, pero al
llegar a la habitación, vio en su cama, no el leproso sino un hermoso crucifijo
ensangrentado. Recordó entonces que Jesús premia nuestros actos de caridad para
con los pobres como hechos a Él mismo.
Luego
de morir su esposo, un Viernes Santo, hizo voto de renuncia de todos sus bienes
y voto de pobreza, como San Francisco de Asís,
y consagró su vida al servicio de los más pobres y desamparados. Cambió
sus costosos vestidos de princesa por un simple hábito de hermana franciscana,
de tela burda y ordinaria, y comenzó a recorrer calles y campos pidiendo
limosna para sus pobres. Además, vivía en una humilde choza junto al hospital,
tejía y hasta pescaba, con tal de obtener con qué compararles medicinas a los
enfermos.
En
su deseo por atender a pobres y enfermos como al mismo Cristo, vendió todas sus
posesiones materiales y con lo obtenido construyó un hospital, dedicándose a
atender con toda laboriosidad y caridad a los pobres y enfermos del hospital
que ella misma había fundado.
Con
su vida de santidad, Santa Isabel de Hungría nos deja muchas enseñanzas: nos
enseña, con su vida de desprendimiento, a poner el corazón en el cielo, en los
bienes eternos, según las palabras de Jesús: “Donde esté tu tesoro, allí estará
tu corazón” (Mt 6, 21); nos enseña a
imitar a Jesús crucificado, despojándonos tanto de los honores y glorias
mundanas, como de los bienes materiales y terrenos; nos enseña a obrar la
misericordia para con los más necesitados, porque en ellos está misteriosamente
Presente Jesucristo, según Él mismo lo dice: “Lo que habéis hecho con uno de
estos mis pobres hermanos, Conmigo lo habéis hecho”. A Santa Isabel le decimos:
“Santa Isabel de Hungría, intercede ante Nuestro Señor, para que, al igual que
tú, seamos capaces de desapegarnos de las riquezas terrenas y de los honores
mundanos y de consolar a Cristo que sufre en los pobres y enfermos, para así
ganar un día el Reino de los cielos. Amén”.
martes, 17 de noviembre de 2015
Santos Mártires Rioplatenses
Los santos mártires rioplatenses, presbíteros Roque González,
Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo[1],
dieron sus vidas por Cristo en el año 1628 en América del Sur. Los tres
sacerdotes estaban a cargo de una de las denominadas “reducciones jesuíticas”,
que consistían en colonias de indios gobernadas por los jesuitas. En dichas
reducciones lo que se buscaba era la evangelización y cristianización de los
pueblos paganos de América, es decir, lo que se buscaba no era “conducirlos a
la civilización”, sino anunciarles la Buena Noticia de Jesucristo, convertirlos
en hijos adoptivos de Dios e iniciarlos en la vida de la gracia, vida que
habría de llevarlos, algún día, al Reino de los cielos. En este sentido, las
reducciones constituyeron un instrumento del que se valió el Cielo en la tarea
de conquistar almas para Cristo, puesto que los sacerdotes jesuitas a cargo de
dichas reducciones no consideraban a los indios como algo de su propiedad, sino
que los veían como lo que eran: almas que debían ser salvadas por la Sangre de
Jesús. El martirio de los tres sacerdotes –Roque González, Alonso Rodríguez y
Juan del Castillo- se produjo en dos reducciones distintas: en la primera,
fundada en las proximidades del río Ijuhi, ubicada en el actual Paraguay –a la
cual consagraron a la Asunción de María[2]- y
en una segunda reducción, llamada “Todos los Santos”. El encargado de la primera
reducción era el P. Castillo, en tanto que los otros dos misioneros partieron a
Caaró, donde fundaron la reducción de Todos los Santos. Fue en esa reducción en
donde el 15 de noviembre de 1628 los santos sufrieron el martirio siendo
asesinados cruelmente por los indios, por instigación de brujo, practicante de
la magia negra[3].
Este curandero, por medio de engaños de toda clase, logró que los naturales del
lugar atacaran y dieran muerte a los misioneros. El P. Roque González fue
asesinado a golpes de maza mientras estaba en la tarea de colocar la campana de
la iglesia; el P. Rodríguez a su vez fue ultimado cuando se dirigía a averiguar
qué era lo que sucedía: al salir a la puerta de su choza, se encontró con los
indios, que tenían las manos ensangrentadas, siendo derribado en el momento y
ultimado a golpes. Una vez asesinados los dos sacerdotes, incendiaron la
capilla, que era de madera y arrojaron los dos cadáveres a las llamas. Dos días
más tarde, los indios atacaron la misión de Ijuhi, se apoderaron del P.
Castillo, lo golpearon salvajemente y lo asesinaron a pedradas. A instancias de
un brujo, entonces, murieron tres sacerdotes y en consecuencia, el brujo logró
lo que se había propuesto: que no se celebrara más la Santa Misa, que no se
administraran sacramentos y que no se propagara el Evangelio. Sin embargo, a
pesar del esfuerzo del brujo –seguidor de Satanás- por impedir que se
proclamara el Evangelio a las almas, no sirvió de nada, porque las misiones
continuaron y cuando las misiones cesaron, la Iglesia continuó su misión
evangelizadora y de salvación de las almas.
Por lo tanto, la vida y muerte de los Santos Mártires
Rioplatenses nos enseña que el mal nunca triunfa, porque si bien fue por odio a
la fe en Cristo que los mataron, quitándoles la vida terrena y logrando así que
desaparecieran de la tierra, los santos continúan viviendo eternamente, en el
Reino de los cielos, porque Cristo, por quien los mártires dieron sus vidas, les
concedió como premio una vida infinitamente superior, la vida gloriosa de los
bienaventurados.
miércoles, 11 de noviembre de 2015
San Martín de Tours y su perfecto cumplimiento de la Voluntad de Dios
A San Martín de Tours se lo asocia con uno de sus episodios
más clamorosos, que es con el que se lo representa iconográficamente con más
frecuencia, y es el encuentro que él tiene, siendo oficial del ejército, con un
mendigo –quien luego resultó ser Jesús-, al que le termina dando la mitad de su
capa para que se resguardara del frío intenso que hacía en ese momento. Debido a
esto, San Martín de Tours es ejemplo de caridad y de misericordia para con los
más necesitados.
Sin embargo, hay otro episodio en la vida de San Martín de
Tours, también ejemplar, en este caso, en relación al deseo de cumplir en todo
la Voluntad de Dios y este episodio sucede en los instantes previos a su
muerte. El hecho sucedió en un monasterio, adonde San Martín de Tours fue para
pacificar los ánimos entre los monjes. Una vez restablecida la paz entre ellos
por la mediación de San Martín, éste decidió regresar a su propio convento,
pero fue en ese momento en que empezó a sentir que sus fuerzas lo abandonaban. Al
saber que iba a morir, los monjes le pidieron que se quedara; San Martín de
Tours, sabiendo que iba al cielo, con lo que eso supone, la felicidad eterna, y
en respuesta de caridad al pedido de los monjes, se dirigió a Dios pidiendo que
se cumpla su Voluntad: si era su voluntad divina, él se quedaría entre los
monjes; de lo contrario, iría al cielo. Finalmente, y luego de rechazar al
demonio que se le apareció en persona, San Martín de Tours fue llevado al
cielo. Este hecho es relatado así por Sulpicio Severo: “Una vez restablecida la
paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, de repente
empezaron a faltarle las fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó
que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, todos a una, empezaron a
entristecerse y a decirle entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién
nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién
nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas
estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu
premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”. Entonces él,
conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de
misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo
tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos: “Señor, si aún
soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. ¡Oh varón
digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la
tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte
ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo,
no cejaba en la oración; y como los presbíteros, que por entonces habían
acudido a él, le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición,
les dijo: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi
espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Dicho esto,
vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia feroz? Nada
hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de acogerme”. Con
estas palabras entregó su espíritu al cielo. Martín, lleno de alegría, fue
recibido en el seno de Abrahán; Martín, pobre y humilde, entró en el cielo,
cargado de riquezas”[1].
San Martín de Tours no elige la vida eterna, ni tampoco
elige quedarse para auxiliar a los hermanos que se lo pedían: no hace su
voluntad, sino que le pide a Dios que se haga su voluntad: “Hágase tu voluntad”.
Y esto, aun cuando la voluntad de Dios implicara el no ingresar todavía al
cielo, lo que significaba postergar su felicidad eterna para encima continuar
con las fatigas de esta vida terrena, y todo por socorrer misericordiosamente a
sus hermanos monjes que se sentían desolados por su partida. Aquí está,
entonces, el otro ejemplo de San Martín de Tours: hasta el último instante de
la vida, a punto de entrar en la vida eterna, de sus labios se desprende la
misma oración de Jesús en el Huerto de los Olivos: “Hágase tu voluntad”.
martes, 10 de noviembre de 2015
San León Magno y el ofrecimiento del sacrificio espiritual
El
Papa León Magno, hablando de su ministerio petrino, hace una consideración acerca
de la naturaleza de los bautizados en la Iglesia y su función: con respecto a
la naturaleza, dice que son “sacerdotes” –bautismales, no ministeriales- y con
respecto a su función, afirma, citando a San Pedro, que es la de “ofrecer
sacrificios espirituales”. Dice así el Papa San León Magno: “La señal de la
cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu
Santo los consagra sacerdotes; y así (…)
todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes
del linaje regio y del oficio sacerdotal”[1]. Con
respecto a la función cita, como dijimos, a Pedro: “(…) nuestra unidad de fe y
de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que todos
gozan de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de
consideración: “También Vosotros, como piedras vivas, entráis en la
construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para
ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; y más
adelante: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios””[2].
Según
las palabras del Papa San León Magno, los bautizados tienen entonces una
dignidad y una función altísimas, la de ser “sacerdotes” que ofrecen “sacrificios
espirituales”. Ahora bien, si todos los cristianos son sacerdotes –bautismales,
no ministeriales- y la función en cuanto sacerdotes es la de “ofrecer
sacrificios espirituales”, ¿en qué lugar ejercen esta función y de qué manera? En
la Santa Misa, porque allí participan del sacrificio que el Sumo Sacerdote
Jesucristo realiza, a través del sacerdote ministerial, la inmolación de Sí
mismo como Víctima Pura y Santa por la salvación de los hombres. Es en la Santa
Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, en
donde los bautizados ejercen en su máxima plenitud y perfección su sacerdocio,
porque uniéndose espiritualmente al sacerdote ministerial, que obra in Persona Christi, ofrecen a Dios Trino
el sacrificio espiritual perfectísimo y agradabilísimo, la Carne Purísima,
embebida en el Espíritu Santo, del Cordero de Dios, Jesucristo. Es en la Santa
Misa en donde los bautizados ofrecen el sacrificio espiritual perfectísimo, el
Cordero inmolado en la cruz que renueva sacramentalmente su sacrificio en el
altar eucarístico, bajo las especies de pan y vino.
De
esta manera vemos cómo la Santa Misa no es, de ninguna manera, algo “aburrido”,
tal como algunos cristianos, impíamente, la catalogan, sino el acto de amor más
grande que un bautizado pueda hacer a Dios Uno y Trino.
viernes, 6 de noviembre de 2015
El Sagrado Corazón y la causa de su dolor
Jesús
ya había llamado interiormente a Santa Margarita a la vida religiosa, pero la
santa no se decidía aún y, por el contrario, comenzó a mirar al mundo y a
sentirse atraída por sus placeres y vanidades; comenzó a arreglarse para ser
del agrado de los que la buscaban, además de buscar la diversión mundana todo
lo que podía. Pero durante todo el tiempo en que estaba en estos juegos y
pasatiempos, continuamente el Señor no dejaba de llamarla a su Corazón. En un
momento determinado, Jesús se le apareció todo desfigurado, tal como estaba en
Su flagelación y le dijo: “¿Y bien querrás gozar de este placer? Yo no gocé
jamás de ninguno, y me entregué a todo género de amarguras por tu amor y por
ganar tu corazón. ¿Querrás ahora disputármelo?”[1]. Santa
Margarita comprendió que era su vanidad y su falta de amor a Jesús la que lo había
reducido a ese estado.
Este
episodio de la vida de Santa Margarita, en el que Jesús la llama a la vida
religiosa pero Santa Margarita, en vez de responder a su llamado, se vuelca al
mundo, es decir, a lo opuesto a la vocación a la que Jesús la llamaba, se puede
aplicar a todo bautizado, puesto que Jesús nos llama a todos, aunque si bien no
a todos a la vida religiosa, como a Santa Margarita, sí nos llama, en cambio, a
la vida de santidad y de esa vida de santidad –que implica, en primer lugar, el
rechazo al pecado, es decir, a la malicia del corazón- ninguno –seamos laicos o
religiosos- nos podemos excusar. Y cuando no respondemos al llamado de santidad
que Jesús nos hace, que significa además de detestar el pecado, vivir en gracia
y estar dispuesto a dar la vida antes que perderla, no hace falta que Jesús se
nos aparezca como a Santa Margarita, todo desfigurado a causa de los golpes, la
flagelación, la coronación de espinas: cada vez que rechazamos la santidad que
nos da la vida de la gracia, golpeamos a Jesús, lo flagelamos, lo coronamos de
espinas, lo crucificamos. No hace falta que Jesús se nos aparezca
sensiblemente, como a Santa Margarita, todo golpeado y flagelado, para que
sepamos que esos golpes, esos hematomas, esas heridas abiertas y sangrantes, y
esas lágrimas que corren de los ojos de Jesús, son provocadas por los pecados
que tanto placer de concupiscencia nos producen.
Ésta
es la enseñanza del Sagrado Corazón: si el pecado produce placer de concupiscencia
en el hombre, en Él se traduce en golpes, en hematomas, en heridas, en
crucifixión. También a nosotros nos dice Jesús, desde la Eucaristía: “¿Y bien
querrás gozar de este placer? Yo no gocé jamás de ninguno, y me entregué a todo
género de amarguras por tu amor y por ganar tu corazón. ¿Querrás ahora
disputármelo?”. Como dice Santa Teres de Ávila en su soneto, si no nos mueva a
pecar ni el temor del infierno, ni el deseo del cielo, al menos que nos mueva a
no pecar el amor y la compasión a Jesús, por nosotros flagelado, coronado de
espinas y crucificado.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
San Carlos Borromeo y la fórmula para asistir a Misa con provecho
En
uno de sus escritos, San Carlos Borromeo nos da la fórmula para asistir a Misa
con provecho. Hablando de los sacerdotes y de su preparación para la Santa Misa,
como así también para rezar la Liturgia de las Horas, el santo afirma que, para
no perder la concentración en lo que se está por hacer, hay que prepararse
previamente, rechazando los pensamientos que nos distraen. Si no hacemos así,
dice San Carlos, el “fuego de amor divino” que se ha encendido en nuestros
corazones, corre el riesgo de enfriarse o de apagarse. Dice así: “Algún otro (sacerdote)
se queja de que, cuando va a salmodiar o a celebrar la misa, al momento le
acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero éste, antes de ir al
coro o a celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía, cómo se ha preparado,
qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención? ¿Quieres que te
enseñe cómo irás progresando en la virtud y, si ya estuviste atento en el coro,
cómo la próxima vez lo estarás más aún y tu culto será más agradable a Dios?
Oye lo que voy a decirte. Si ya arde en ti el fuego del amor divino, por
pequeño que éste sea, no lo saques fuera en seguida, no lo expongas al viento,
mantén el fogón protegido para que no se enfríe y pierda el calor; esto es,
aparta cuanto puedas las distracciones, conserva el recogimiento, evita las
conversaciones inútiles”[1].
Esta
recomendación es especialmente válida para muchos cristianos –niños, jóvenes,
adultos- que afirman que no asisten a la Santa Misa –principalmente la
dominical- porque es “aburrida”. Además de que esto es un grave error, porque
la Misa no es ni “aburrida” ni “divertida” y por lo tanto no hay que asistir a
la misma como si se tratara de un entretenimiento, si se piensa bien en lo que
es la Santa Misa, no hay lugar para el “aburrimiento”. En efecto: ante todo,
hay que recordar que la Santa Misa no solo no es un entretenimiento –por eso es
decimos que es equivocado plantearla en términos de “aburrimiento” o “diversión”-,
sino que es un gran misterio sobrenatural, el misterio más grande de todos los
grandes misterios de Dios, porque se trata de la renovación incruenta y
sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, en donde Jesús hace en el altar lo
mismo que hace en el Calvario, esto es, entregar su Cuerpo en la Eucaristía
como lo entregó en la Cruz y derramar su Sangre en el cáliz como lo derramó en
la Cruz; además, tenemos que considerar que no están sólo las personas que
vemos con los ojos del cuerpo: también están los ángeles de luz, la Virgen, los
santos, las almas del Purgatorio, que esperan nuestras oraciones y el
ofrecimiento que para ellas hagamos de la Santa Misa, y también están los
demonios, todo lo cual es algo que supera infinitamente nuestra capacidad de
entendimiento y de razonamiento.
Ahora
bien, lo que nos dice San Carlos Borromeo es que, para participar con fruto de
lo que hacemos –en este caso, la Santa Misa-, rechacemos los pensamientos que
nos distraen, pero esto quiere decir al mismo tiempo, que debemos concentrarnos
en los pensamientos que nos acercan al misterio de la Santa Misa, y para eso,
es conveniente utilizar la imaginación, iluminada con la luz de la fe. Es
decir, si utilizamos la imaginación para tantas cosas que son del mundo,
entonces, pidamos a la Virgen, antes de venir a Misa, que ilumine nuestra
mente, nuestro corazón y también nuestra imaginación, para que recreemos las
escenas de la Pasión del Señor sobre el altar eucarístico, sobre todo la
crucifixión, porque de eso se trata la Santa Misa. Esto es lo que nos aconseja
San Borromeo: “poner los medios” para “mantener la atención”, lo cual quiere
decir no solo no dejarnos distraer por pensamientos mundanos e inútiles, si
estamos por asistir al Calvario de Jesús, sino concentrarnos, con la mente, el
corazón y la imaginación, en la Pasión y en el Calvario, pidiendo al mismo
tiempo la luz del Espíritu Santo, para disponernos a participar dignamente de
tan grande misterio. Para esto, es conveniente reflexionar de la siguiente
manera: si estuviéramos el Viernes Santo, a los pies de la cruz de Jesús,
arrodillados ante Jesús en la cruz, al lado de la Virgen, que está de pie, al
lado de la cruz, mientras su Hijo agoniza y muere por nosotros, ¿estaríamos así
de distraídos? ¿Estaríamos pensando todas las cosas vanas e inútiles que
pensamos cuando venimos a Misa, en vez de concentrarnos en el Santo Sacrificio
del Altar?
Al
recordar a San Borromeo, consideremos sus enseñanzas acerca de rechazar los
pensamientos inútiles y de concentrarnos, para así poder participar con máximo provecho
en el evento más importante que podamos asistir en toda nuestra vida, el gran
misterio de la Santa Misa, la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la
Cruz.
[1] Del sermón pronunciado por san
Carlos Borromeo en el último sínodo; Acta
Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1599, 1177-1178.
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