Jesús
ya había llamado interiormente a Santa Margarita a la vida religiosa, pero la
santa no se decidía aún y, por el contrario, comenzó a mirar al mundo y a
sentirse atraída por sus placeres y vanidades; comenzó a arreglarse para ser
del agrado de los que la buscaban, además de buscar la diversión mundana todo
lo que podía. Pero durante todo el tiempo en que estaba en estos juegos y
pasatiempos, continuamente el Señor no dejaba de llamarla a su Corazón. En un
momento determinado, Jesús se le apareció todo desfigurado, tal como estaba en
Su flagelación y le dijo: “¿Y bien querrás gozar de este placer? Yo no gocé
jamás de ninguno, y me entregué a todo género de amarguras por tu amor y por
ganar tu corazón. ¿Querrás ahora disputármelo?”[1]. Santa
Margarita comprendió que era su vanidad y su falta de amor a Jesús la que lo había
reducido a ese estado.
Este
episodio de la vida de Santa Margarita, en el que Jesús la llama a la vida
religiosa pero Santa Margarita, en vez de responder a su llamado, se vuelca al
mundo, es decir, a lo opuesto a la vocación a la que Jesús la llamaba, se puede
aplicar a todo bautizado, puesto que Jesús nos llama a todos, aunque si bien no
a todos a la vida religiosa, como a Santa Margarita, sí nos llama, en cambio, a
la vida de santidad y de esa vida de santidad –que implica, en primer lugar, el
rechazo al pecado, es decir, a la malicia del corazón- ninguno –seamos laicos o
religiosos- nos podemos excusar. Y cuando no respondemos al llamado de santidad
que Jesús nos hace, que significa además de detestar el pecado, vivir en gracia
y estar dispuesto a dar la vida antes que perderla, no hace falta que Jesús se
nos aparezca como a Santa Margarita, todo desfigurado a causa de los golpes, la
flagelación, la coronación de espinas: cada vez que rechazamos la santidad que
nos da la vida de la gracia, golpeamos a Jesús, lo flagelamos, lo coronamos de
espinas, lo crucificamos. No hace falta que Jesús se nos aparezca
sensiblemente, como a Santa Margarita, todo golpeado y flagelado, para que
sepamos que esos golpes, esos hematomas, esas heridas abiertas y sangrantes, y
esas lágrimas que corren de los ojos de Jesús, son provocadas por los pecados
que tanto placer de concupiscencia nos producen.
Ésta
es la enseñanza del Sagrado Corazón: si el pecado produce placer de concupiscencia
en el hombre, en Él se traduce en golpes, en hematomas, en heridas, en
crucifixión. También a nosotros nos dice Jesús, desde la Eucaristía: “¿Y bien
querrás gozar de este placer? Yo no gocé jamás de ninguno, y me entregué a todo
género de amarguras por tu amor y por ganar tu corazón. ¿Querrás ahora
disputármelo?”. Como dice Santa Teres de Ávila en su soneto, si no nos mueva a
pecar ni el temor del infierno, ni el deseo del cielo, al menos que nos mueva a
no pecar el amor y la compasión a Jesús, por nosotros flagelado, coronado de
espinas y crucificado.
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