La vida y muerte de estos santos nos muestra cómo la
tribulación y el dolor, sufridos no simplemente de modo paciente y estoico,
sino en unión con Jesucristo crucificado, constituyen un camino de santidad y un acceso
directo al cielo.
En efecto, los santos vietnamitas fueron apresados y
sufrieron mucho en la cárcel, antes de morir, pero en todo momento fueron
asistidos admirablemente por el Espíritu Santo, quien les dio clara conciencia
de ser partícipes de la Pasión del Señor y de estar, por lo tanto, a un paso
del cielo. Dice así en su carta Andrés Dung-Lac: “Yo, Pablo, encarcelado por el
nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido
cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor,
porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los
crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y
ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras
indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y,
finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los
tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas
tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”[1].
San Pablo sufre mucho, pero al mismo tiempo, el sufrimiento
se ve atemperado por la misteriosa Presencia de Cristo, que lo consuela, lo
conforta y lo “llena de gozo y alegría”: “En medio de estos tormentos, que
aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y
alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”[2].
La razón de la alegría de San Pablo Dung-Lac es que es el
mismo Jesús en Persona quien, a través suyo, sufre en él, tomando consigo la
casi totalidad del peso de la cruz, y dejándole para el mártir sólo una parte
de la cruz “pequeña e insignificante”: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el
peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante”[3].
Pero
además de llevar la cruz, Jesús vence en la lucha a favor del mártir y lo hace
partícipe de su victoria, de su corona de gloria, y es aquí en donde radica la
razón última de la felicidad del mártir, en que es Jesús el que vence y concede
la participación en su gloria: “Él, no sólo es espectador de mi combate, sino
que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en
su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus
miembros”[4].
La
entrega del mártir a Jesucristo, para que Él sufra y triunfe a través suyo, se
debe al Amor de Dios, porque el mártir no puede tolerar que el Nombre Santo de
Dios y su Cristo sean ultrajados: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada
día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo
nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es
pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero,
encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor”[5]. El
mártir muere no por defender los derechos de los hombres, sino por defender los
derechos de Dios: respetando los derechos de Dios, todo recto derecho humano es
a su vez respetado.
Esto
quiere decir varias cosas: por un lado, que el sufrimiento y la tribulación no
son vanos si se ofrecen a Jesucristo; Jesucristo sufre por el mártir, en el
mártir, para el mártir y para las almas; Jesucristo lleva la casi totalidad del
peso de la cruz, dejando una parte insignificante para el mártir que le ofreció
su cuerpo, su alma y su vida para que Él sufra a través suyo; Jesucristo vence
a través del mártir, o también, el mártir vence a través de Jesucristo, porque
es del triunfo de Jesucristo del que es hecho partícipe el mártir; el mártir es
hecho partícipe no solo del triunfo de Jesucristo, sino de su también de su
gloria eterna, es decir, por una pequeña tribulación en la tierra, al mártir se
le concede una felicidad y glorias eternas. Por último, a diferencia de otras
religiones, en las que los “mártires” son los que quitan la vida a sus
enemigos, en el caso del mártir católico, el mártir, porque participa de la
cruz de Jesús, da su propia vida por la salvación de sus enemigos, de aquellos
que le quitan la vida, cumpliendo así el mandato de la caridad de Jesús: “Amen
a sus enemigos y oren por los que los persiguen” (Mt 5, 44).
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