Cuando se reflexiona acerca de la vida de un santo o de un
mártir, como es el caso de Santa Catalina de Alejandría, se corre el riesgo, si
no se tiene fe, de creer que sus vidas –y muertes martiriales- son “leyendas”,
es decir, relatos ficticios, imaginarios, cuya validez y autenticidad dependen
de la imaginación de quienes escribieron sus biografías. Cuando no se tiene fe,
se corre el riesgo de reducir lo sobrenatural de los santos y mártires, a
hechos de fantasía y, por lo tanto, inexistentes; a lo sumo, se habla de ellos
como de “buenas personas”, llenas de virtudes, pero nada de hechos
sobrenaturales.
La vida de Santa Catalina de Alejandría –y sobre todo su
muerte martirial- no es –como la de todos los santos y mártires- una “historia
bonita” pero inventada por la imaginación de algunos, y sus méritos no se
reducen a los de ser personas virtuosas que se enfrentan –virtuosamente- a los
poderes de turno para defender su fe: los santos y mártires participan, de un
modo misterioso y sobrenatural, de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo; es Él
quien los anima con su Espíritu, el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, y es
el Espíritu Santo quien, poseyendo por completo al cuerpo y el alma del santo y
del mártir, actúa a través suyo, concediéndoles sabiduría y fortaleza
sobrenatural, iluminándolos de manera tal que puedan dar testimonio de Cristo
para que, cuando esto suceda, sus vidas sean efectivamente arrebatadas por sus
verdugos y así puedan ingresar directamente a la eterna bienaventuranza.
No hay otro fundamento, que la asistencia personal del
Espíritu Santo, que los hace participar a la cruz de Jesús, Rey de Santos y
Mártires, para explicar los hechos sobrenaturales que rodean ya sea a la vida
de los santos o a la muerte de los mártires.
En el caso de Santa Catalina de Alejandría, se sabe de ella
que era “una joven de extremada belleza e inteligencia, perteneciente a una
familia noble de Alejandría, versada en los conocimientos filosóficos de la
época y defensora incansable de la Verdad”[1]. Fue
esta defensa de la Verdad Encarnada, Jesucristo, frente al error pagano, lo que
le valió ser martirizada por el emperador Maximino Daia, quien, habiendo
fracasado en sus intentos de hacerle abandonar la fe en Cristo con sus
razonamientos falsos, convocó a los sabios del imperio para que la hicieran
abandonar la Verdad, es decir, Cristo, pero estos sabios no solo no la pudieron
vencer con sus sofismas gnósticos, sino que muchos de ellos, hombres de buena
voluntad, se convirtieron gracias a la sabiduría sobrenatural de Santa
Catalina. Así, Santa Catalina venció al error y la mentira –el “Padre de la
mentira es Satanás”-, por medio de la Sabiduría Encarnada, Jesucristo.
Frustrado
por haber sido vencido en el terreno de la razón, el emperador Maximino, un “hombre
semibárbaro, fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas
ciudades del Oriente”, según términos de Lactancio[2], ordenó
que Santa Catalina fuera ejecutada, primero por medio de una rueda dentada, la
cual inexplicablemente no le hizo nada, pero en cambio sí hirió a sus verdugos,
al saltar por el aire las cuchillas, y luego por la espada, ya que al fracasar
en su primer intento, el emperador ordenó que la santa fuera decapitada. Puesto
que ya había dado testimonio de Cristo, el Espíritu Santo, que inhabitaba en
ella, permitió que muriera por el golpe de la espada.
De esta manera, Santa Catalina de Alejandría nos da ejemplo
de amor a la Verdad, porque la buscó con toda pasión y cuando la encontró, no
solo no la abandonó, sino que dio su vida por ella, por la Verdad Encarnada,
Jesucristo, el Hombre-Dios.
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