A San Martín de Tours se lo asocia con uno de sus episodios
más clamorosos, que es con el que se lo representa iconográficamente con más
frecuencia, y es el encuentro que él tiene, siendo oficial del ejército, con un
mendigo –quien luego resultó ser Jesús-, al que le termina dando la mitad de su
capa para que se resguardara del frío intenso que hacía en ese momento. Debido a
esto, San Martín de Tours es ejemplo de caridad y de misericordia para con los
más necesitados.
Sin embargo, hay otro episodio en la vida de San Martín de
Tours, también ejemplar, en este caso, en relación al deseo de cumplir en todo
la Voluntad de Dios y este episodio sucede en los instantes previos a su
muerte. El hecho sucedió en un monasterio, adonde San Martín de Tours fue para
pacificar los ánimos entre los monjes. Una vez restablecida la paz entre ellos
por la mediación de San Martín, éste decidió regresar a su propio convento,
pero fue en ese momento en que empezó a sentir que sus fuerzas lo abandonaban. Al
saber que iba a morir, los monjes le pidieron que se quedara; San Martín de
Tours, sabiendo que iba al cielo, con lo que eso supone, la felicidad eterna, y
en respuesta de caridad al pedido de los monjes, se dirigió a Dios pidiendo que
se cumpla su Voluntad: si era su voluntad divina, él se quedaría entre los
monjes; de lo contrario, iría al cielo. Finalmente, y luego de rechazar al
demonio que se le apareció en persona, San Martín de Tours fue llevado al
cielo. Este hecho es relatado así por Sulpicio Severo: “Una vez restablecida la
paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, de repente
empezaron a faltarle las fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó
que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, todos a una, empezaron a
entristecerse y a decirle entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién
nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién
nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas
estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu
premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”. Entonces él,
conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de
misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo
tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos: “Señor, si aún
soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. ¡Oh varón
digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la
tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte
ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo,
no cejaba en la oración; y como los presbíteros, que por entonces habían
acudido a él, le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición,
les dijo: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi
espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Dicho esto,
vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia feroz? Nada
hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de acogerme”. Con
estas palabras entregó su espíritu al cielo. Martín, lleno de alegría, fue
recibido en el seno de Abrahán; Martín, pobre y humilde, entró en el cielo,
cargado de riquezas”[1].
San Martín de Tours no elige la vida eterna, ni tampoco
elige quedarse para auxiliar a los hermanos que se lo pedían: no hace su
voluntad, sino que le pide a Dios que se haga su voluntad: “Hágase tu voluntad”.
Y esto, aun cuando la voluntad de Dios implicara el no ingresar todavía al
cielo, lo que significaba postergar su felicidad eterna para encima continuar
con las fatigas de esta vida terrena, y todo por socorrer misericordiosamente a
sus hermanos monjes que se sentían desolados por su partida. Aquí está,
entonces, el otro ejemplo de San Martín de Tours: hasta el último instante de
la vida, a punto de entrar en la vida eterna, de sus labios se desprende la
misma oración de Jesús en el Huerto de los Olivos: “Hágase tu voluntad”.
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