Según narra el mismo San Francisco de Asís, el santo recibió
los estigmas un día de agosto de 1244, en un lugar denominado “Monte Avernia”.
Jesús se le apareció crucificado, con las alas de un querubín, y rodeado de
otros ángeles; en un momento determinado, salieron rayos luminosos de las manos
de Jesús, de su costado traspasado y de sus pies, y esos rayos fueron los que
formaron los estigmas en San Francisco.
San Buenaventura describe así la presencia de los estigmas
en San Francisco, presencia confirmada por numerosos testigos: “Al emigrar de
este mundo, el bienaventurado Francisco dejó impresas en su cuerpo las señales
de la pasión de Cristo. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de
su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan
connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento
sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza.
Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado, semejante a la
del costado herido del Salvador. El aspecto de los clavos era negro, parecido
al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción
de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa
bellísima. El resto de su cuerpo, que antes, tanto por la enfermedad como por
su modo natural de ser, era de color moreno, brillaba ahora con una blancura
extraordinaria. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y
flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia.
"Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y
se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió
en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara
toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor.
Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas
llagas. "Uno de ellos llamado Jerónimo, caballero culto y prudente además
de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo
como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos
tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y
de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales
auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de
todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió,
entre otros, en un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta
certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros
sagrados”[1].
El fenómeno místico de los estigmas es un hecho
sorprendente, que remite a la Pasión de Jesucristo, porque se trata de un don celestial por el cual el
santo que los lleva, hace realidad en su cuerpo y en su alma las palabras de
San Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1, 24), prolongando de esta manera la
Pasión redentora de Jesús. En otras palabras, los estigmas, que son las
lesiones visibles de la Pasión de Jesús, hacen presente y actual, no solo en la
memoria de los hombres, sino en la vida real, a Jesús que, a través de los
místicos, continúa sufriendo y ofreciendo sus sufrimientos por la salvación de
las almas.
Pero los estigmas también nos conducen a otra realidad,
invisible, pero no por eso menos real y asombrosa: si los estigmas visibles de
santos como San Francisco de Asís –y también Padre Pío- nos remiten a la Pasión
redentora de Jesús, también la Santa Misa nos conduce a la misma Pasión, porque
cuando el sacerdote impone las manos sobre las ofrendas del pan y del vino, no
es él, el sacerdote ministerial, en cuanto hombre –creado, limitado,
imperfecto-, quien consagra las ofrendas y las transubstancia, sino Jesús, Sumo
y Eterno Sacerdote, quien por medio de las manos del sacerdote ministerial, extiende
sus manos, que contienen las heridas de los clavos, para convertir el pan y el
vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y si en San Francisco de Asís la herida del
costado recordaba la herida del costado de Cristo, en la Misa, por la acción de
la consagración de las manos estigmatizadas de Cristo que obran por medio de
las manos del sacerdote ministerial, se hace presente en la patena, más que el
recuerdo de la herida de Cristo, el mismo Sagrado Corazón, que late con la
fuerza invencible del Amor Divino.
Al recordar entonces los estigmas de San Francisco de Asís,
recordemos que en la Santa Misa, Cristo Sacerdote, con sus manos con los estigmas
glorificados pero invisibles, a través de las manos del sacerdote ministerial,
convierte el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y nos deja
su Sagrado Corazón para que, consumiéndolo, seamos a la vez consumidos por el
Fuego del Amor Divino, el mismo que imprimió las llagas en San Francisco de Asís.
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