Santa Teresa tuvo una experiencia con Jesús resucitado -“esta
visión, aunque es imaginaria, nunca la vi con los ojos corporales, ni
ninguna, sino con los ojos del alma”-, en donde pudo comprobar, no solo la realidad
de la Resurrección de Jesús, sino sobre todo la increíble hermosura y alegría
que espera al alma que, por los méritos de Jesús y por sus buenas obras,
consiga entrar en el Reino de los cielos. Dice así la Santa: “Estando un día en
oración, quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura
que no lo podría yo encarecer… Desde (hace) pocos días, vi también aquel divino
rostro, que del todo me parece me dejó absorta. No podía yo entender por qué el
Señor se mostraba así poco a poco, pues después me había de hacer merced de que
yo le viese del todo, hasta después que he entendido que me iba Su Majestad
llevando conforme a mi flaqueza natural. ¡Sea bendito por siempre!, porque
tanta gloria junta, tan bajo y ruin sujeto no la pudiera sufrir. Y como quien
esto sabía, iba el piadoso Señor disponiendo…”.
Más adelante, Jesús se le aparece de Cuerpo entero, y dice
Santa Teresa que si no hubiera en el cielo otra cosa para ver, que no fueran
los cuerpos glorificados, eso sólo bastaría para quedar colmados de alegría y
dicha: “Son (tan hermosos) los cuerpos glorificados, que la gloria que traen
consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina … Un día de San Pablo,
estando en misa, se me representó toda esta Humanidad sacratísima como se pinta
resucitado, con tanta hermosura y majestad … Sólo digo que, cuando otra cosa no
hubiese para deleitar la vista en el cielo sino la gran hermosura de los
cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de
Jesucristo, Señor nuestro (...) De ver a Cristo me quedó imprimida su
grandísima hermosura (...)” (V 28, 1-3).
La hermosura de Jesucristo, que se irradia a través de su
Cuerpo glorificado, se origina en la hermosura incomprensible e indescriptible
del Ser trinitario del Hijo de Dios, y es esta visión lo que llena al alma de
gozo y alegría indescriptibles, tanto porque el Ser trinitario es hermosísimo
en sí mismo, cuanto porque el alma ha sido creada para gozarse y alegrarse en
este Ser trinitario. Esto es lo que explica la dicha de Santa Teresa al
contemplar la gloria de Cristo resucitado, cuya blancura y esplendor hacen
parecer opacas a toda luz conocida, incluida la del sol: “No es resplandor que
deslumbre, sino una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite
grandísimo a la vista y no la cansa, ni la claridad que se ve para ver esta
hermosura tan divina. Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una
cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella
claridad y luz que se representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos
después. Es como ver un agua clara, que corre sobre cristal y reverbera en ello
el sol, a una muy turbia y con gran nublado y corre por encima de la tierra. No
porque se representa el sol, ni la luz es como la del sol; parece, en fin, luz
natural y estotra cosa artificial. Es luz que no tiene noche, sino que, como
siempre es luz, no la turba nada. En fin, es de suerte que, por gran
entendimiento que una persona tuviese, en todos los días de su vida podría
imaginar cómo es. Y pónela Dios delante tan presto, que aun no hubiera lugar
para abrir los ojos, si fuera menester abrirlos; mas no hace más estar abiertos
que cerrados, cuando el Señor quiere; que, aunque no queramos, se ve”.
Santa Teresa nos dice aquello que sabemos por la fe: que
este Jesús que se le aparece así, resucitado, glorioso, resplandeciente de
gloria y luz divina, es el mismo Jesús que está en la Eucaristía: “Diré, pues,
lo que he visto por experiencia. Bien me parecía en algunas cosas que era
imagen lo que veía (...) Unas veces era tan en confuso, que me parecía imagen,
no como los dibujos de acá, por muy perfectos que sean, que hartos he visto
buenos; (...) No digo que es comparación, que nunca son tan cabales, sino
verdad, que hay la diferencia que de lo vivo a lo pintado, no más ni menos. Porque
si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a
entender que es Hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió
de él después de resucitado; y viene a veces con tan
grande majestad, que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en
especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice
la fe. Represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda
deshecha el alma se ve consumir en Cristo”.
Esta visión de Teresa provoca en ella un cambio interior,
quedando transformada por el encuentro con Cristo resucitado: “Queda el
alma otra, siempre embebida (...) y tan imprimida queda aquella majestad y
hermosura, que no hay poderlo olvidar, si no es cuando quiere el Señor que
padezca el alma una sequedad y soledad grande, que aun entonces de Dios parece
se olvida (...) porque con los ojos del alma vese la excelencia y hermosura y
gloria de la santísima Humanidad y se nos da a entender cómo es Dios y poderoso
y que todo lo puede y todo lo manda y todo lo gobierna y todo lo hinche su amor”
(V 28, 4-11). El cambio que provoca en Santa Teresa es el de provocarle la
contrición del corazón y el hacerla crecer en humildad, ante la visión de la
majestad infinita de Jesús resucitado: “Aquí es la verdadera humildad que deja
en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y
verdadero arrepentimiento de los pecados, que aun con verle que muestra amor,
no sabe adonde se meter, y así se deshace toda” (V 28,8-9).
Jesús se le aparece en visión y Santa Teresa experimenta un
profundísimo cambio interior, un cambio que consiste en poder percibir, a la
luz de Jesús resucitado, la miseria de su propia alma, por un lado, y la
inconmensurable majestad divina del Hombre-Dios Jesucristo, por otro. Por esto, la visión
no pasa sin dejar frutos en Santa Teresa: la hace más humilde y por lo tanto la
hace subir a cimas altísimas de santidad, encendiendo en su alma el deseo de
experimentar la soledad de Belén y la humillación del Calvario, todo por estar
junto a Jesús: "Parezcámonos en algo a Nuestro Rey, que no tuvo casa, sino
en el Portal de Belén, adonde nació y la Cruz adonde murió".
Esta maravillosa experiencia de Santa Teresa de Ávila debe
hacernos reflexionar porque a nosotros, mucho más que aparecérsenos Jesús en visión se nos da, todo Él -con su Cuerpo resucitado, con su Sangre Redentora, con su
Alma glorificada, con su Divinidad Inabarcable, con su Ser trinitario-, en cada
Eucaristía, sin reservas, para que sea posesión nuestra personal y para que pongamos todo nuestro gozo y contento en Él y sólo en Él. Deberíamos,
por lo tanto, reflexionar acerca de cómo son nuestras comuniones sacramentales
y preguntarnos: si Santa Teresa experimentó el dolor de sus pecados y el deseo
de humillarse para parecerse más a Cristo -escondido en el Portal de Belén y humillado en el
Calvario-, y esto por solo ver a Nuestro Señor resucitado, ¿qué deberíamos
experimentar nosotros, que por la Eucaristía recibimos al Señor todos los días,
en Persona, en nuestros corazones?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario