Vida y milagros de San Pablo Miki y compañeros mártires[1]
En el año 1597 eran varios
los miles de cristianos en Japón. En ese año llegó al gobierno un emperador
sumamente cruel y vicioso, el cual ordenó que todos los misioneros católicos
abandonaran Japón en el término de seis meses. Pero los misioneros, en vez de
huir del país, lo que hicieron fue esconderse, para poder seguir evangelizando.
Fueron descubiertos y martirizados brutalmente. Los que murieron en este día en
Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas, seis franciscanos y 16 laicos católicos
japoneses, que eran catequistas y se habían hecho terciarios franciscanos. La Iglesia Católica
los declaró santos en 1862.
La muerte no fue
instantánea. Lo primero que hicieron fue cortarles la oreja izquierda a los 26
católicos y llevarlos, así ensangrentados y sin ningún tipo de atención médica,
de pueblo en pueblo, en pleno invierno y de a pie, durante un mes, para que los
demás, viendo lo que les esperaba si se convertían al cristianismo, desistieran
de sus propósitos de hacerse cristianos.
Al llegar a Nagasaki les
permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos
a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero
con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia
de un metro y medio.
Testigos de su martirio y de
su muerte lo relatan de la siguiente manera: “Una vez crucificados, era
admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los
demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre
Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba
salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba
repitiendo aquella oración del salmo 30: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”. El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el
Avemaría”.
Al Padre Pablo Miki le
parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que
le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y
curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad
de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le
daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir
por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las
siguientes palabras: “Llegado a este momento final de mi existencia en la
tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a
decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir
la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi
Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a
los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio
la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro
martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa
religión y se hagan bautizar”.
Luego, vueltos los ojos
hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el
rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño
Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo
hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño
Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de
haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar
los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía
decir continuamente: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”.
Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que
permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron
sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que
en unos momentos pusieron fin a sus vidas.
El pueblo cristiano
horrorizado gritaba: ¡Jesús, José y María!”.
Mensaje
de santidad de San Pablo Miki y compañeros
Una de las cosas que
sorprende en el martirio de San Pablo Miki y compañeros, es la extrema crueldad
empleada por los verdugos, y esto es una muestra al mismo tiempo del origen
sobrenatural de la religión cristiana y de la asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, a cada uno de los mártires, ya que no se explica de otra manera que
26 personas, de diferentes condiciones y estados sociales, y de diferentes
edades y nacionalidades, sometidas a una tortura cruel e inhumana, no solo no
se quejen y soporten pacientemente las torturas, sino que se muestren alegres y
canten, llenas de esperanza en la vida eterna. En los mártires resplandecen, en medio de los tormentos, la fe en Cristo Dios, la esperanza de la vida eterna, y la caridad, el amor sobrenatural, que los lleva a dar la vida por amor a Dios Trino y a perdonar a sus verdugos. Nada de esto sucedería si los mártires no estuvieran inhabitados por el Espíritu Santo, quien no solo los conforta en el dolor, sino que les concede anticipadamente, antes de su entrada en el cielo, los gozos de la eternidad, y son estos gozos los que permiten a los mártires soportar y superar los tormentos crudelísimos que se les aplican. Si no estuvieran asistidos por el Espíritu Santo en Persona, los mártires se debatirían entre la desesperación, el dolor atroz y el odio a sus ejecutores; por este motivo, las palabras dichas por los mártires antes de morir, deben considerarse como inspiradas por el mismo Espíritu Santo.
En la muerte de los mártires
se ve también cómo el demonio, aún cuando cree haber ganado, lo único que hace
es morder el polvo de la derrota, porque si bien consigue la muerte física de
26 mártires de Cristo, y su consiguiente desaparición de este mundo, al mismo
tiempo, su ejemplo de fe enciende la fe en otros, lo cual se ve en este caso,
en el pueblo que contempla la ejecución de los mártires, que reciben la gracia
de invocar a Jesús, a José y a María. Es decir, el pueblo no se rebela en
protesta por la muerte de los mártires, sino que a su vez, se contagia de la fe
de ellos, con lo que el demonio consigue lo opuesto a lo que quería: si
pretendía hacerlos renegar de la fe en Cristo, no solo obtiene la confirmación
de la fe, sino que esa fe se propaga a los demás, no solo a los que contemplan
las torturas, sino también a muchas generaciones futuras.
Otro ejemplo que nos brindan
los mártires es el perdón a aquellos que los torturan y les dan muerte. Lejos
de todo rencor y resentimiento por el dolor y la muerte que reciben, los
mártires, desde la cruz, perdonan a sus verdugos, empezando por el emperador,
con lo cual imitan a Cristo quien, desde la Cruz , nos perdonó nuestro deicidio: “Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc
23, 34).
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