San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 21 de febrero de 2012

Beato Álvaro de Córdoba



19 de febrero
         Vida y milagros del Beato Álvaro de Córdoba[1]
El Beato Álvaro de Córdoba nació a mediados del siglo XIV, en Zamora (1360?) y murió en Córdoba el 19 de febrero y fue sepultado en su convento en el año 1430. El Papa Benedicto XIV, aprobó su culto el 22 de septiembre de 1741. Perteneció a la noble familia Cardona. Entró en el convento dominico de San Pedro en Córdoba, en el año 1368. Fue un famoso y ardiente predicador, y con su ejemplo y sus obras, contribuyó a la reforma de la Orden, iniciada por el Beato Raimundo de Capúa y sus discípulos. Vivió en tiempos muy difíciles, tanto para la Iglesia como para la sociedad: la peste negra asoló Europa dejando los conventos vacíos, que luego intentaron llenarse con gente no preparada con lo que decayó la vida religiosa y, consecuentemente, sobrevino también la corrupción de costumbres. Hay, con ínfulas de legitimidad, tres tiaras; unos obedecen como legítimo al papa de Avignón, otros al de Roma y otros al que está en Pisa. A Álvaro le duele el alma; predica, observa, reza y hace penitencia por la unidad tan deseada.
Es nombrado confesor de la reina Catalina de Lancaster y de su hijo Juan II. Pero Álvaro deja pronto la corte porque anhela la reforma dominicana. Después de volver de una peregrinación a Tierra Santa, quedó impactado en el corazón por el doloroso Camino del Calvario, recorrido por nuestro Salvador. Deseoso de vivir una existencia en soledad y perfección, para meditar y unirse, por la oración, el sacrificio y el ayuno, a la Pasión del Salvador, y con el favor del rey D. Juan II de Castilla, del que era su confesor, pudo fundar a tres millas de Córdoba el famoso y observante convento de Santo Domingo Escalaceli (Escalera del Cielo), donde había varios oratorios que reproducían la “vía dolorosa”, por él venerada en Jerusalén. De noche, se retiraba a una gruta distante del convento donde, a imitación de su Santo Padre Domingo, oraba y se flagelaba. Con el tiempo, ésta se convirtió en meta de peregrinaciones para los fieles. Poseía el don de profecía y obró milagros.
Enamorado de la Pasión de Cristo -la que le llevó a Tierra Santa- planta pasos que recuerdan la Pasión de Jesús en la sierra de Córdoba desde Getsemaní hasta la cruz del Gólgota; piadosamente reza, medita y recorre una y otra vez los distintos momentos o pasos o estaciones del itinerario doloroso del Señor. Era para Álvaro y sus religiosos la “Vía dolorosa”.
Esta sagrada representación fue imitada en otros conventos, dando origen a la devoción tan bella del “Vía Crucis”, apreciadísima en la piedad cristiana. Luego, el holandés Adricomio y el P. Daza darán la forma y fijarán en catorce las estaciones al primer Via Crucis que Leonardo de Porto Mauricio popularizará más adelante también en Italia, importándolo de España.
Escalaceli es centro de peregrinaciones de las gentes que, cada vez desde sitios más distantes, pasan noches en vela, rezan, lloran sus pecados, piden perdón, expían y luego cantan. De ella recibió buen influjo y enseñanza la devoción del pueblo andaluz por sus Macarenas, sus Cristos crucificados y sus “pasos” de Semana Santa.

         Mensaje de santidad del Beato Álvaro de Córdoba
         Es el precursor del Via Crucis, al que llamó “Scala Coeli” (Escalera al cielo), porque la Cruz de Jesús es el único camino que conduce al Reino de Dios. Para apreciar mejor el mensaje de santidad del Beato Álvaro de Córdoba, meditemos en el pasaje del Evangelio en donde Jesús les habla a los discípulos acerca del camino al cielo, la Cruz.
         El camino al cielo, beber del cáliz y subir a la cruz (Mt 20, 17-28)
         De camino a Jerusalén, Jesús va con sus discípulos, y durante la marcha, se vuelve y les habla a solas, anunciándoles su misterio pascual de muerte y resurrección[2]. La madre de Santiago y Juan se postra delante de Él para pedirle los primeros puestos en su reino para sus hijos. Jesús corrige con delicadeza y caridad la mirada un poco estrecha y egoísta de sus discípulos y de la madre de estos, haciéndoles ver que que su reino es ante todo espiritual, que no es como los reinos de la tierra, que recompensan a los que triunfan con honores mundanos. Jesús no sólo da una lección de humildad: “el que quiera ser grande, debe ser servidor (...), así como el Hijo del hombre, que no vino a ser servido, sino a servir”. Les está diciendo que para entrar en el reino deberán compartir su destino, y su destino es la cruz: Cristo es nuestro camino, pero como Cristo y la cruz son una misma cosa, la cruz de Cristo es nuestro camino[3], no sólo de salvación, sino de nuestra filiación divina y de nuestra comunión con la Trinidad. Por la Pasión se llega a la Resurrección, por la cruz se entra en el reino de su Padre. Su reino es un reino espiritual, y lo conquistan quienes puedan beber el cáliz amargo de la Pasión, junto a Él, y quienes sean capaces de entregar sus vidas libremente en la cruz, como Él, como sacrificio en honor al Padre y por amor a los hombres. El primer puesto en los cielos se consigue aquí en la tierra, imitándolo a Él y participando de su cruz: quienes estén más dispuestos a seguirlo en la humillación de la cruz y en la amargura de la Pasión, quienes sean capaces de beber el cáliz amargo de la Pasión, de los dolores y de las afrentas, ése, porque lo imita a Él, entrará con Él en el Reino de los cielos. Jesús no tolera la ambición desmedida, al modo de los reinos mundanos; quien quiera tener un puesto en el reino, deberá ser servidor, como Él se llama a sí mismo –el Hijo del hombre es servidor, a venido a servir-; deberá ser esclavo, así como Él, siendo Señor y Dios omnipotente, tomando la forma de esclavo, encarnándose, dió su vida en rescate por muchos, del mismo modo a como un esclavo se vende para adquirir otras cosas[4]. Jesús en la cruz es ejemplo de entrega y de donación libre por amor a Dios y a los hombres; quien quiera entrar en el reino, deberá seguirlo en el camino de la cruz, que es el camino de la humillación y del oprobio. La corona de luz y de gloria está precedida por otra corona, la corona de espinas; sin corona de espinas, no hay corona de luz. “He aquí el que estuvo suspendido en la cruz, reina ahora como Dios sobre todas las cosas”[5].
         También va Jesús con nosotros, que nos dirigimos, en el camino de esta vida, a la Jerusalén celestial. También a nosotros nos corrige nuestra ambición humana, de pretender siempre los primeros puestos. Y al igual que para con los discípulos, a quienes les muestra que el camino a la resurrección pasa por beber del cáliz de la Pasión y por subir a la cruz, también a nosotros nos hace la misma invitación: nos inivita a beber del cáliz de su Sangre, y nos invita a unirnos a su sacrificio en cruz, renovado sacramentalmente en el altar. La oportunidad para beber del cáliz de la Pasión y seguir a Jesús en la cruz se nos presenta en cada misa, ya que en cada misa, en el misterio de la liturgia, asistimos a su sacrificio en cruz, el mismo del Calvario, y bebemos del cáliz, bebemos de su Sangre, que de la cruz cae en el cáliz. Sólo si bebemos del cáliz de su Sangre, que contiene el Espíritu Santo, sólo si nos unimos interiormente a Él que renueva su sacrificio en la cruz delante nuestro, sobre el altar, seremos capaces de ocupar no los primeros puestos, sino los puestos que el Padre tenga designados para nosotros en el cielo.
         “¿Podéis beber del cáliz?” “Podemos, y también queremos subir a la cruz”.



[1] http://santopedia.com
[2] Cfr. B. Orchard et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1954, 432.
[3] Cfr. Odo Casel, Misterio de la cruz, Los libros del monograma, Madrid2 1964, 175.
[4] Cfr. Orchard, ibidem, 433.
[5] Himno pascual de San Venancio Fortunato, en A. S. Walpole, Early Latin Hymns, 1992, 185.

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