Nuestro Señor Jesucristo, cuando se le apareció a Santa
Margarita María de Alacquoque, le hizo la promesa de que todo aquel que comulgara
–obviamente, en estado de gracia- los nueve primeros viernes de mes, recibiría
una recompensa que le valdría la vida eterna: no morirían sin los auxilios
divinos, lo cual significa que habrían de ganar el Cielo eterno. Además, Jesús hizo
otras hermosas promesas, pero podemos decir que la más grandiosa de todas es esta:
por comulgar nueve meses seguidos, ¡nos ganamos el Cielo!
Cuando observamos las promesas del Sagrado Corazón, tenemos
la tentación de decir: ¡Qué fácil es ganarse el cielo! Y de verdad que es
fácil: lo único que debemos hacer, es comulgar nueve meses seguidos, en estado
de gracia, además de, por supuesto, amar y adorar al Sagrado Corazón que late
en la Eucaristía.
Pero como somos humanos, siempre tenemos tendencia a
quedarnos en la superficie y no ver un poco más allá: es verdad que, para
hacernos merecedores de la promesa de Jesús, debemos comulgar nueve meses
seguidos, pero también es verdad que, aparte de hacerlo en gracia, debemos
hacer cada comunión con todo el amor, con todo el fervor, con toda la piedad de
la que seamos capaces y la gracia nos capacite. En efecto, comulgar, para el
devoto del Sagrado Corazón, no es ingerir un poco de pan: es recibir, al mismo
Sagrado Corazón de Jesús en Persona, a ese Corazón que está envuelto en las
llamas del Divino Amor y que enciende en el Divino Amor a todo aquel a quien a
Él se le acerca. Recordemos las comuniones que hacían los santos y cómo los
santos utilizaban imágenes, tomadas de la vida cotidiana, para graficar qué es
lo que sucedía en la comunión. Por ejemplo, San Vicente Ferrer, decía que en quien
comulgaba, su corazón comenzaba a hervir, así como el agua comienza a hervir
bajo la acción del fuego y esto es así, literalmente hablando, aun cuando no
seamos conscientes de esto y aun cuando no sintamos nada: nuestros corazones
son inmersos en ese horno ardentísimo del Divino Amor, que es el Corazón
Eucarístico de Jesús y es por eso que, al contacto con él, deben –o al menos,
deberían- encenderse en el fuego del Divino Amor.
Quienes somos devotos del Sagrado Corazón y queremos
ganarnos el Cielo, no comulguemos, entonces, distraídamente, como quien ingiere
un poco de pan: quien ingresa en el alma es el mismo y único Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús y, aunque no sintamos nada sensiblemente, dejemos que sus
llamas incendien, en fuego del Divino Amor, a nuestros pobres corazones.
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