Si
bien San José fue un padre y esposo terreno y experimentó, como todo padre y
esposo de esta tierra, gozos y dolores en los distintos sucesos de su familia,
estos adquirieron una dimensión sobrenatural, desde el momento en que San José
era Esposo casto y puro, meramente legal, de la Madre de Dios, y era Padre pero
no biológico, sino adoptivo, de su Hijo, Quien era desde la eternidad el Hijo
de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad. Sus gozos y dolores se comprenden
entonces al interno de la historia de la salvación y en ella adquieren su
trascendencia sobrenatural. Su recuerdo no es un mero traer a la memoria, sino
una participación, por el misterio del Cuerpo Místico de Jesús, a la vida de San
José y al misterio salvífico de su Hijo adoptivo, Jesucristo, el Hombre-Dios.
Según una tradición, los Siete Dolores y Gozos de San José se realizan en siete
Domingos sucesivos. Ofrecemos, en honor de San José y en su Novena, las
siguientes meditaciones, con la intención de participar, con fe y con amor, de
los misterios de su paternidad, prolongación en la tierra y por un instrumento
humano, de la Paternidad divina de Dios Padre.
Tercer
Dolor: San José experimenta el
Tercer Dolor cuando, cumpliendo con los preceptos, lleva con María a su Niño para
ser circuncidado. San José se estremece de dolor, pensando que esta primera
sangre es sólo el anticipo de la Sangre que derramará su Hijo en la Pasión, cuando
sea flagelado, coronado de espinas y finalmente crucificado. Pronto advierte
San José que ser el Padre Adoptivo de Dios Hijo le dará amarguras y dolores
desde temprano, porque ese Hijo suyo al que ama tanto, está destinado a
derramar su Sangre para salvar a los hombres, siendo la Sangre de su Hijo la
fuente divina de gracia y amor de Dios que lavará los pecados de la humanidad,
los pecados de todo tipo: ira, soberbia, envidia, gula, pereza, lujuria,
avaricia. Será la Sangre del Cordero, inmolado en el altar de la cruz, la que
limpiará los corazones de los hombres, el lugar de “donde nacen toda clase de
cosas malas” y la sangre derramada en la circuncisión y el dolor experimentado
por el Niño, son sólo un anticipo del manantial de Sangre que brotará del
Cordero de Dios, de la Cabeza coronada de espinas, del Cuerpo flagelado, de las
manos y pies crucificados y de su Costado traspasado. Al igual que la Virgen,
San José experimenta cómo “una espada de dolor” atraviesa su alma, y calla y
ofrece este dolor al Padre Eterno, por nuestra salvación, y junto a María
ofrece el dolor y la Sangre de su Hijo, como nuestra protección contra el primer
pecado mortal de los más pequeños.
Tercer
gozo: El Tercer Gozo lo
experimenta San José cuando dan a su Niño el Nombre elegido por Dios mismo:
Jesús. San José se alegra, porque es el Nombre sobre todo nombre, el Nombre
cuyo otro no hay bajo la tierra para la salvación de los hombres; el Nombre de
su Hijo es nombre de salvación eterna para las almas y todo el que lo invoque
no quedará defraudado; es el Nombre que Dios Padre sugiere al alma, por medio
del Espíritu Santo, para que se convierta de sus pecados y comience a vivir la
vida de la gracia en esta tierra, que es la vida de la gloria en el Reino de
los cielos. Que alguien pronuncie el Santo Nombre de Jesús, es ya una señal de
que Dios Padre en persona obra sobre esa alma al enviarle el Espíritu Santo,
porque nadie pronuncia el Nombre Sagrado de Jesús sino es movido por el
Espíritu Santo y el Espíritu Santo no actúa en un alma si Dios Padre no lo
desea. Porque el Nombre de Jesús, su Hijo Adoptivo, es signo de redención y
salvación, San José experimenta un gozo inefable, porque bastará que un pobre
pecador pronuncie con fe y con amor su Santo Nombre, para que Jesús acuda
inmediatamente a su alma, para concederle los tesoros inagotables de su Sagrado
Corazón, su Divina Misericordia.
Oh glorioso San José, por el dolor
que experimentaste en la circuncisión de Jesús y por la alegría que inundó tu
corazón al dar a tu Hijo el Dulce Nombre de Jesús, te suplicamos que intercedas
ante el trono de la Divina Majestad para que viviendo alejados de todo pecado pronunciemos,
durante toda nuestra vida terrena, pero sobre todo en la hora de nuestra
muerte, desde lo más profundo del corazón y con todo el amor del que seamos
capaces, el Nombre Santo de Jesús, para seguir luego pronunciándolo, en
compañía de María Santísima y de los ángeles y santos, por toda la eternidad,
en el Reino de los cielos. Amén.
Padrenuestro, Ave María, Gloria.
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