Cuando nos detenemos a reflexionar acerca de las apariciones
del Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alacquoque, algo que nos
sorprende –más allá del contenido de las apariciones y sus mensajes,
obviamente- es el hecho de la aparición en sí misma. Una aparición es un evento
sobrenatural, un
suceso extraordinario que viene del cielo; es una manifestación que Dios ha deseado y aprobado, por lo que el alma destinataria puede considerarse
sumamente afortunada, en el sentido de haber sido elegida por la Trinidad, de
entre cientos de miles e incluso hasta millones de almas. Se puede considerar como elegida por el amor de Dios el alma a la que se le aparece un santo, un ángel, o la Madre de Dios, María Santísima. Y también se puede considerar afortunada el alma a la que se le aparece el mismo Dios Encarnado en Persona, Nuestro Señor Jesucristo, tal como le
sucedió a Santa Margarita María de Alacquoque, a quien Nuestro Señor eligió,
podríamos decir, con amor de predilección, de entre todas las almas que forman
parte de su Cuerpo Místico, la Iglesia. Pero la predilección divina no se basa en criterios humanos, por cuanto Jesús no elige a Santa Margarita a
causa de sus dones, inteligencia, sabiduría, virtudes, sino
precisamente por la falta de estos dones, tal como Él mismo se lo dice, al decirle
explícitamente que la elige a ella por ser “abismo de indignidad e ignorancia”[1].
Ser el destinatario de una aparición como la del Sagrado Corazón es, por lo tanto, un signo de predilección de parte de Dios y al alma esa se la puede llamar "afortunada". Sin embargo, quienes asistimos a la Santa Misa, y no hemos recibido estas manifestaciones divinas y sensibles personalmente, no podemos por eso dejar de
considerarnos afortunados, e incluso muchísimo más afortunados que santos como Santa
Margarita. ¿Por qué? La razón es que nosotros recibimos, en la Eucaristía, una muestra de amor, por parte de Dios, infinitamente más grande que la que recibió Santa Margarita. En efecto, en las
apariciones, Jesús le muestra su Sagrado Corazón, pero no se lo da a Santa
Margarita para que comulgue con él; en la Santa Misa en cambio, nos dona, a
cada uno de nosotros, su Sagrado Corazón Eucarístico, vivo, palpitante,
glorioso, resucitado, latiendo con el ritmo del Divino Amor, para que uniéndonos a Él por la Comunión eucarística, pueda el Sagrado Corazón derramar en
nuestras almas el Espíritu Santo, el Fuego del Amor Divino que lo inhabita y
envuelve. En las apariciones, Jesús toma el corazón de Santa Margarita, lo
introduce en el suyo y se lo devuelve en forma de fuego[2];
en la Comunión eucarística, Jesús no toma nuestro corazón, sino que nos da el
suyo, envuelto en las llamas del Fuego del Espíritu Santo, para incendiar
nuestros corazones al contacto con las llamas del Amor de Dios.
Como podemos ver, este don de su Corazón Eucarístico y de su Divino Amor es algo infinitamente más grandioso que si se nos apareciera el Sagrado Corazón visiblemente, sensiblemente. Y así como Santa Margarita no fue elegida por sus dones, sino por la falta de ellos –a pesar de ser Margarita una santa-, mucho más nos elige Jesús a nosotros, para donarnos su Sagrado Corazón Eucarístico, desde el momento en que somos muchos más indignos e ignorantes que Santa Margarita.
Como podemos ver, este don de su Corazón Eucarístico y de su Divino Amor es algo infinitamente más grandioso que si se nos apareciera el Sagrado Corazón visiblemente, sensiblemente. Y así como Santa Margarita no fue elegida por sus dones, sino por la falta de ellos –a pesar de ser Margarita una santa-, mucho más nos elige Jesús a nosotros, para donarnos su Sagrado Corazón Eucarístico, desde el momento en que somos muchos más indignos e ignorantes que Santa Margarita.
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