San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 15 de julio de 2015

San Buenaventura y el itinerario de la mente hacia Dios


Nació alrededor del año 1218 en Bagnoregio, en la región toscana; estudió filosofía y teología en París y, habiendo obtenido el grado de maestro, enseñó estas mismas asignaturas a sus compañeros de la Orden franciscana. Fue elegido ministro general de su Orden, cargo que ejerció con prudencia y sabiduría. Fue nombrado cardenal obispo de la diócesis de Albano y murió en Lyon el año 1274. Escribió muchas obras filosóficas y teológicas[1].
Su nombre se debe a un milagro recibido de parte de San Francisco de Asís: siendo niño pequeño, se encontraba gravemente enfermo, por lo que su madre lo llevó ante la presencia de San Francisco de Asís y el santo, al verlo, exclamó: “¡Buena Ventura!”, y el niño se curó inmediatamente[2]. Más tarde, en agradecimiento a San Francisco, San Buenaventura ingresó en la orden franciscana.
Estudió en la universidad de París y llegó a ser uno de los más grandes sabios de su tiempo. Se le llama “Doctor seráfico”, porque “Serafín” significa “el que arde en amor por Dios” y este santo en sus sermones, escritos y actitudes demostró vivir lleno de un amor inmenso hacia Nuestro Señor. Su inocencia y santidad de vida eran tales que su maestro, Alejandro de Alex, exclamaba “Buenaventura parece que hubiera nacido sin pecado original”.
Sin embargo, él no veía en sí mismo sino faltas y miserias y por eso empezó a padecer la enfermedad de los escrúpulos, que consiste en considerar pecado lo que no es pecado por lo que, creyéndose totalmente indigno, empezó a dejar de comulgar. Pero los escrúpulos finalizaron cuando observó en visión que Jesucristo en la Santa Hostia se venía desde el copón en el cual el sacerdote estaba repartiendo la Sagrada Comunión, y llegaba hasta sus labios. Con esto reconoció que el dejar de comulgar por escrúpulos era un error[3] y que, estando en gracia, no debía privarse de la comunión sacramental.
Buenaventura, además de dedicarse a dar clases en la Universidad de París donde se formaban estudiantes de filosofía y teología de muchos países, escribió numerosos sermones y varias obras de piedad que por siglos han hecho inmenso bien a infinidad de lectores. Una de ellas se llama “Itinerario de la mente hacia Dios”. En esta obra enseña que la perfección cristiana consiste en hacer bien las acciones ordinarias y todo por amor de Dios.
En un extracto de esta obra, San Buenaventura sostiene que la contemplación de Cristo crucificado constituye la plenitud para el alma, pues en su contemplación, el alma realiza el “paso”, la “pascua”, de este mundo al otro, es decir, es unido por Cristo y su Espíritu, al Padre –dirá en un momento “pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”-, aun estando en esta vida, y esto, para San Buenaventura, constituye “el paraíso”; San Buenaventura compara la contemplación de Cristo con el paso del Mar Rojo, pero más que una comparación, la contemplación de Cristo crucificado equivale a un “paso” o “pascua” espiritual, real, mística, sobrenatural, para el alma que aún se encuentra en esta vida. Dice así el santo: “Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo, él, que es el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios y el misterio oculto desde los siglos. El que mira plenamente de cara este propiciatorio y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[4].
Para San Buenaventura, la contemplación de Cristo crucificado concede además al alma la Sabiduría divina, como don que el Espíritu Santo da a quien así lo desea, pero para ello, es necesario realizar un “abandono” de toda especulación intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestro ser, de nuestra existencia, de nuestras aspiraciones; es decir, para recibir el don de la Sabiduría del Espíritu en la contemplación de Cristo crucificado, se necesita no solo “olvidarse” de uno mismo, sino “desear a Dios y su Amor”, como condición necesaria para trascender hacia Cristo, para realizar el “paso”, la “pascua”, y esto implica ya una acción del Espíritu, porque el deseo o el amor de Dios, es ya obra del Espíritu Santo en el alma. Una mente llena de uno mismo y de sus planes, proyectos y preocupaciones existenciales, dificulta y hasta bloquea el don del Espíritu: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[5].
Ahora bien, la contemplación de Cristo crucificado, que ha sido puesta en el alma como deseo por el Espíritu, acrecienta el ardor de amor por Dios, y esto sucede sin que el alma sepa cómo sucede: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos. Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte”[6].
Esta contemplación de Cristo crucificado constituye la “pascua” para el alma, porque por Cristo, el alma recibe el Espíritu Santo, que lo lleva al Padre, y en eso consiste la “pascua” del cristiano, y quien esto hace, está muerto al mundo y a sus atractivos, porque vive solo del Amor de Dios, espirado por Cristo Jesús: “El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna. Bendito el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: ‘¡Amén!’”[7].
A pesar de sus grandes dotes intelectuales y de los altos cargo eclesiásticos con los que fue investido –llegó a ser nombrado Superior General de los franciscanos y Cardenal-, San Buenaventura nunca tuvo ni el más ligero asomo de soberbia. Tanto es así, que incluso lavaba los platos con los hermanos legos; de hecho, la noticia de su nombramiento como Cardenal le llegó mientras estaba un día lavando platos en la cocina.
Precisamente, es con un hermano lego con el cual San Buenaventura entabla un memorable diálogo, al término del cual el santo nos deja una gran enseñanza, consoladora para quienes no tenemos su altura intelectual; según esta enseñanza, en el cielo, estarán más cerca de Dios los que más amen a Dios, no los que sean más inteligentes. El diálogo, verdadero, fue así: Fray Gil, uno de los hermanos legos más humildes, le preguntó un día: “Padre Buenaventura, ¿un pobre ignorante como yo, podrá algún día estar tan cerca de Dios, como su Reverencia que es tan inmensamente sabio?” El santo le respondió: “Oh mi querido Fray Gil: si una pobre viejecita ignorante tiene más amor de Dios que Fray Buenaventura, estará más cerca de Dios en la eternidad que Fray Buenaventura”. Esto le produjo un gran consuelo al hermano lego, quien dijo lo siguiente: “Fray Gil, borriquillo de Dios, aunque seas más ignorante que la más pobre viejecita, si amas a Dios más que Fray Buenaventura, estarás en el cielo más cerca de Dios que el gran Fray Buenaventura”[8].
Entonces, esto quiere decir que estar más lejos o más cerca de Dios, en el cielo, depende de nosotros, de la medida de nuestro amor, no de la capacidad de nuestro intelecto. ¿Y dónde comenzamos a amar a Dios, para después seguir amándolo en el cielo? Nos lo dice San Buenaventura: comenzamos a amar a nuestro Dios crucificado, Jesús de Nazareth, que por nuestro amor, subió a la cruz y derramó su Sangre y con su Sangre, todo su Amor, sobre nuestras almas.

La simpatía de San Buenaventura



[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm
[3] Cfr. ibidem.
[4] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Del Opúsculo de San Buenaventura, obispo, Sobre el itinerario de la mente hacia Dios; Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.
[8] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm

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