San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 13 de diciembre de 2017

La consagración y el martirio de Santa Lucía, modelos de nuestra entrega cotidiana a Cristo


         El martirio de Santa Lucía no es otra cosa que la culminación de la entrega total de su vida a Jesucristo, por medio de la consagración de su cuerpo y su alma. El sentido de la consagración a Jesucristo es entregarle a Él todo su ser, su cuerpo y su alma, para que Jesucristo tome posesión de ella y haga de ella su morada. Pero para que esto suceda, el alma debe ser pura en cuerpo y alma, además de estar en estado de gracia santificante. Santa Lucía se consagró desde muy pequeña a Jesucristo, ofreciéndole su virginidad, lo cual quiere decir que ella quería que su cuerpo no solo no tuviera amores terrenos –aun cuando estos amores terrenos sean buenos y puros, como el verdadero amor esponsal-, sino que estuviera todo consagrado al amor esponsal celestial de Cristo Esposo. Santa Lucía consagra su virginidad a Jesucristo, pero no porque no tuviera posibilidad de contraer matrimonio –al contrario-, sino porque su amor espiritual, puro y sobrenatural por Jesucristo Esposo, era mucho más grande que el amor a cualquier esposo terreno. Por eso debía consagrar su cuerpo, su virginidad, para que le perteneciera, en su cuerpo, en su totalidad, a Jesucristo.
         Pero Santa Lucía no solo consagró el cuerpo, sino que también consagró su alma, para que esta fuera morada de la Trinidad y su corazón altar donde Jesús Eucaristía fuera amado y adorado. Para eso, Santa Lucía debió rechazar las impurezas del alma, así como debió rechazar las impurezas del cuerpo; la diferencia es que las impurezas del alma son la mentira, la falsedad, el cinismo, la hipocresía, y sobre todo, la apostasía de la Fe, es decir, abandonar a Jesucristo por los falsos ídolos del mundo. Es por esta razón que la apostasía se compara, con toda justicia, al adulterio: así como en el adulterio el cuerpo se entrega a quien no es el cónyuge, manchándolo con esta grave falta, así en la apostasía y en la idolatría el alma y el corazón se entregan a los ídolos, que no son otra cosa que demonios. Un católico idólatra, como por ejemplo, aquel que le prende velas y le reza al Gauchito Gil, a la Difunta Correa, a San La Muerte, o usa la cinta roja contra la envidia, o cree en supersticiones, como el árbol gnóstico de la vida, o cualquier otra superstición, es un adúltero espiritual, porque comete adulterio con los ídolos paganos, que no son otra cosa que demonios. Abandonan al Hijo de Dios, que dio por ellos su vida en la cruz y la continúa dando en la Eucaristía, por los demonios, que solo quieren su eterna condenación.
La consagración de su cuerpo y de su alma tuvo su coronación en Santa Lucía con el martirio, es decir, con el don de su vida de modo cruento, con derramamiento de sangre. Si a lo largo de su vida había entregado en secreto su cuerpo y su alma a Jesucristo, ahora, para gloria de Dios, Santa Lucía entrega su cuerpo y su alma de forma pública, eligiendo la muerte antes que dejar de poseer el Amor de Cristo. Por último, el fundamento tanto de su consagración por amor a Cristo, como de su martirio, no radica en ella, sino en Jesucristo, Rey de los mártires, quien muere mártir en la cruz porque consagró su vida a nuestra salvación, entregándose en su totalidad a Dios Padre en el ara de la cruz, para donarnos a Dios Espíritu Santo y así conducirnos al cielo. Es de esta consagración de su vida al Padre para salvarnos y de su muerte martirial en la cruz, que Jesús hace partícipes a los santos mártires como Santa Lucía. Esto último tiene mucha importancia para la vida espiritual: la consagración y el martirio de Santa Lucía nos enseñan entonces que quien desea consagrarse a Jesucristo y dar su vida por Él -en el testimonio cotidiano de su Evangelio y según el propio estado de vida-, es porque tiene en sí mismo al Espíritu Santo, donado por Jesucristo y que hace partícipe al alma de su consagración y amor. Acudamos por lo tanto a Santa Lucía para mantener siempre la pureza del cuerpo -la castidad-, y la pureza del alma -la integridad de la fe-, según nos aconseja la Didajé, las Enseñanzas de los Doce Apóstoles: “Buscarás cada día los rostros de los santos, para hallar descanso en sus palabras”[1]. Solo así perteneceremos totalmente a Cristo, en cuerpo y alma, en el tiempo y en la eternidad.



[1] 4, 2.

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