En sus escritos, San Ignacio nos ilumina acerca de tres
grandes dogmas y verdades de nuestra fe católica, que a causa de la mentalidad
relativista y agnóstica, se encuentran en grave crisis en los días en que
vivimos: Cristo, la Eucaristía y el día Domingo.
Acerca
de Jesucristo, San Ignacio afirma su condición de Hombre-Dios, es decir, Jesús
es la Persona divina del Hijo de Dios en quien se unen sin confundirse las
naturalezas humana y divina. Al igual que el Evangelista San Juan, y al igual
que la doctrina bimilenaria de la Iglesia, San Ignacio nos describe un
Jesucristo que no es mero hombre, sino Dios hecho hombre, sin dejar de ser
Dios: “Hijo de María e hijo de Dios, primero pasible, después impasible,
Jesucristo Nuestro Señor”[1]. De
esta manera, su doctrina es una defensa contra dos graves errores de la época:
por un lado algunos de los judaizantes negaban la encarnación y creían en un
Jesús solo humano, lo cual es un error, porque la Persona de Jesús es la Segunda
Persona de la Trinidad, el Hijo; por otro lado, los docetistas, quienes negaban
la humanidad de Cristo, frente a lo cual San Ignacio afirma la humanidad real y
perfecta de Jesús que es la que le permite ofrecer un holocausto perfecto a
Dios Trino, porque es la humanidad que se ofrece en holocausto en el altar de
la cruz y es la humanidad que es glorificada el Domingo de Resurrección; a su
vez, es la humanidad que, habiendo pasado ya por el misterio pascual de Muerte
y Resurrección, se ofrece en la renovación del Santo Sacrificio de la cruz, la
Santa Misa, y que se dona gloriosa en el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.
Con
respecto a la Eucaristía -San Ignacio de Antioquía es el primero en usar la
palabra “Eucaristía” para referirse al Santísimo Sacramento[2]-, el
santo utiliza términos como “la carne de Cristo”, “Don de Dios”, “la medicina
de inmortalidad”. Con estos términos, nos hace ver cómo la Eucaristía no es un trocito
de pan bendecido, sino “algo” que se relaciona estrechamente con Jesucristo,
como lo deja entrever uno de sus términos: “carne de Cristo”. No puede ser de
otra manera, desde el momento en que la doctrina eucarística, de capital
importancia para la fe católica, está estrechamente relacionada con la
Cristología, de manera tal que podemos decir que una cristología errada
conduce, invariablemente, a una doctrina eucarística errada, lejana a la fe de la
Iglesia. También llama a Jesús “Pan de Dios” que ha de ser comido en el altar, dentro
de “una única Iglesia”: de la única manera en que Jesús pueda ser “Pan de Dios”
es que se entregue, todo Él, sin reservas, oculto en el Pan Eucarístico. Otro concepto
importante en el que se relacionan la Cristología y la Eucaristía es que, para San
Ignacio, en la Eucaristía están contenidos, literalmente, “todos los deleites”,
de manera que ya no desea ningún alimento corruptible, sino la Eucaristía, y la
razón es que la Eucaristía contiene al Ser trinitario divino, Fuente de la
Alegría Increada: “No hallo placer en la comida de corrupción ni en los
deleites de la presente vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de
Jesucristo, de la semilla de David; su sangre quiero por bebida, que es amor
incorruptible”. El Pan del altar es la Carne de Jesucristo, y el Vino del cáliz
eucarístico, la Sangre del Cordero, contiene al Amor de Dios –el “amor incorruptible”
de Dios-, y esto es todo lo que San Ignacio desea como alimento. La fe en la
Eucaristía, que es la fe en Jesucristo, concede al alma la inmortalidad, la
vida eterna: “Reuníos en una sola fe y en Jesucristo. Rompiendo un solo pan,
que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir por
siempre en Jesucristo”.
A
su vez, San Ignacio denuncia a quienes rechazan la fe católica sobre la
Eucaristía, es decir, los herejes: “No confiesan que la Eucaristía es la carne
de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en
su amorosa bondad el Padre resucitó”. Los herejes, puesto que no creen que
Jesús sea Hombre-Dios –o no creen en Jesús como verdadero hombre, o no creen en
Jesús como verdadero Dios, y por lo tanto no creen en Jesús como Hombre-Dios-
no creen en Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, que se entrega en la
Santa Misa, por el misterio de la liturgia eucarística, renovando su Sacrificio
en Cruz de modo sacramental e incruento y donándose en el Pan Eucarístico con
su Cuerpo glorioso y resucitado.
Por
último, acerca del día del Señor, el Domingo, afirma que los cristianos no se
quedan en el pasado, observando el sábado, sino que celebran el Domingo, “el
día del Señor”, llamado así porque todo Domingo participa del Domingo de
Resurrección, día-símbolo de la eternidad, en el que el Hombre-Dios venció a la
muerte y nos concedió la vida eterna: “Los que vivían según el orden de cosas
antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el
día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por El y por su muerte”[3].
Un
santo –San Ignacio de Antioquía- que vivió en el siglo I d.C. nos habla,
superando el espacio y el tiempo, desde la eternidad de Dios, para vivamos la
verdadera fe en tres columnas esenciales de la Iglesia Católica, atacadas por
el secularismo y la apostasía: la Persona divina de Jesucristo, el Hombre-Dios;
la Eucaristía, Cuerpo y Sangre de Jesús; el Domingo, Día-símbolo de la
eternidad, día de la Resurrección del Hombre-Dios y, por lo tanto, el día más
importante de todos.
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