En una de sus apariciones, Jesús le pidió a Santa Margarita
su corazón; la santa se lo entregó y Jesús, luego de colocarlo en su pecho, lo
sacó de allí convertido en una llama de fuego. Así lo relata Santa Margarita: “Me
pidió el corazón, el cual yo le suplicaba tomara y lo cual hizo, poniéndome entonces
en el suyo adorable, desde el cual me lo hizo ver como un pequeño átomo que se
consumía en el horno encendido del suyo, de donde lo sacó como llama encendida
en forma de corazón, poniéndolo a continuación en el lugar de donde lo había
tomado, diciéndome al propio tiempo: “He ahí, mi bien amada, una preciosa
prenda de mi amor, que encierra en tu costado una chispa de sus más vivas
llamas, para que te sirva de corazón y te consumas hasta el último instante y
cuyo ardor no se extinguirá ni enfriará”[1]. Jesús
le concede una gracia extraordinaria a Santa Margarita, porque transforma su
corazón –“pequeño como un átomo”, tal como lo describe ella misma-, humano, en
una “llama encendida en forma de corazón”, es decir, ese mismo corazón humano
de Santa Margarita, pero formado por una “chispa” de sus “más vivas llamas”, la
cual habría de funcionar como corazón: “para que te sirva de corazón”, de
modo de poder así amar a Jesús con un amor inextinguible: “cuyo ardor nunca se
extinguirá”.
Si esto se puede considerar –y lo es- como una gracia
especialísima, concedida por Jesús a quienes más ama, sin embargo, con todo, es
una gracia ínfima, en comparación con el don que Jesús nos hace a cada uno de
nosotros, en cada comunión eucarística, porque en la comunión, más que
convertir nuestros pobres corazones en “llamas” de su Amor, nos da ese “horno
encendido” que es el suyo; es decir, en vez de tomar nuestros corazones e
introducirlos en el suyo, para devolvérnoslos convertidos en llamas de Amor,
nos da en cada Eucaristía su propio Corazón, la totalidad de su Sagrado Corazón
Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, para encender nuestros corazones
en el Amor de Dios, para que nuestros pobres corazones se fundan -así como el
hierro se funde por el fuego y se convierte en el mismo fuego, cuando se pone
incandescente-, en su Sagrado Corazón, que arde con las llamas del Amor Divino.
Vivimos tan lejos del Amor de Dios, que este don suyo de su
Sagrado Corazón Eucarístico, en cada comunión eucarística, o nos pasa desapercibido, o nos tiene
sin cuidado.
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