San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 11 de agosto de 2015

Santa Clara y la contemplación de Cristo en la Eucaristía, en el Pesebre y en la Cruz




         Santa Clara, en una carta[1] a Santa Inés de Praga, le recomienda que “atienda a la pobreza, humildad y caridad de Cristo”, para obtener la felicidad. Ahora bien, esta contemplación de Jesucristo debe ser realizada, según Santa Clara, en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz del Calvario.
En su carta, Santa Clara, despegándose de las cosas terrenas y elevando su alma a la contemplación de Jesús en la Eucaristía, afirma que la dicha está en Él, en la unión con su Sagrado Corazón, por medio del banquete escatológico, la Santa Misa, y la razón de esto es que Jesús Eucaristía, a quien adoran los ángeles en el cielo, sacia el alma con la bondad divina; Jesús en la Eucaristía es Aquél que resucitará a los muertos a la vida de Dios y hará felices a quien lo contemplen en la visión beatífica: “Dichoso, en verdad, aquel a quien le es dado alimentarse en el sagrado banquete y unirse en lo íntimo de su corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar las multitudes celestiales, cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo ilumina suavemente, cuya fragancia retornará los muertos a la vida y cuya visión gloriosa hará felices a los ciudadanos de la Jerusalén celestial: él es el brillo de la gloria eterna”[2].
Luego Clara compara a Jesús, “reflejo de la luz eterna”, con un “espejo”, en el que el alma debe reflejarse cada hora de todos los días, porque al contemplar su Santa Faz, el alma queda adornada con las virtudes de Cristo, siendo convertida en una imagen de Cristo; es decir, Jesús es un espejo que, a la inversa de los espejos de la tierra, que reflejan la imagen propia, sin cambiar para nada el aspecto, Jesús por el contrario, es un espejo en el que el alma debe ver reflejada su rostro en el Rostro de Jesús, pero puesto que es un espejo vivo, que refleja en el alma la imagen de Jesús, y no solo la refleja, sino que la transforma en aquello que refleja, convirtiendo al alma en una prolongación de este espejo, es decir, en una prolongación del mismo Jesús, al infundirle al alma sus virtudes: “(Jesús es) un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha, el espejo que debes mirar cada día, oh reina, esposa de Jesucristo, y observar en él reflejada tu faz, para que así te vistas y adornes por dentro y por fuera con toda la variedad de flores de las diversas virtudes, que son las que han de constituir tu vestido y tu adorno, como conviene a una hija y esposa castísima del Rey supremo”[3].
Ahora bien, en este divino espejo que es Cristo, brillan de un modo particular la pobreza de la cruz, la humildad del Cordero y la caridad de la Divina Misericordia: “En este espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como puedes observar si, con la gracia de Dios, vas recorriendo sus diversas partes”[4].
Lo primero que destaca en este espejo que es Jesús, es la pobreza, que no es otra que la pobreza del Pesebre de Belén, porque siendo Dios, Jesús elige nacer en un pobre pesebre de Belén, en donde comenzó su dolorosa redención de la humanidad; la contemplar la pobreza voluntaria –y las penalidades que se siguen de esta pobreza-, el alma elige para sí misma esta pobreza del pesebre de Belén: “Atiende al principio de este espejo, quiero decir a la pobreza de aquel que fue puesto en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh pasmosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es reclinado en un pesebre”[5].
Junto a la pobreza, destaca en este espejo la humildad, que es la base de las virtudes de Dios Encarnado, y la humildad que Él pide que imitemos de su Sagrado Corazón –“Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”[6]-; la pobreza y la humildad van juntas en el Hijo de Dios, y por eso mismo, deben ir juntas en el alma que lo contempla: “En el medio del espejo considera la humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que sufrió por la redención del género humano”[7].
Por último, lo que el alma debe contemplar en este espejo que es Cristo, es la caridad, el Amor Divino, la Divina Misericordia, que se encarnan en Cristo Jesús y en Él se manifiestan visiblemente, sobre todo, en su sacrificio en cruz: “Al final de este mismo espejo contempla la inefable caridad por la que quiso sufrir en la cruz y morir en ella con la clase de muerte más infamante”[8].
Y quien contemple el dolor de Cristo en la cruz, será revestido de la divina caridad, del Divino Amor: “Este mismo espejo, clavado en la cruz, invitaba a los que pasaban a estas consideraciones, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! Respondamos nosotros, a sus clamores y gemidos, con una sola voz y un solo espíritu: Mi alma lo recuerda y se derrite de tristeza dentro de mí. De este modo, tu caridad arderá con una fuerza siempre renovada, oh reina del Rey celestial”[9].
Quien contemple a Cristo en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz, se sentirá atraído por el “buen olor de Cristo”, y nada deseará, ni en esta vida ni en la otra, que no sea el Amor del Hombre-Dios, Cristo Jesús: “Contemplando además sus inefables delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando por el intenso deseo de tu corazón, proclamarás: ‘Arrástrame tras de ti, y correremos atraídos por el aroma de tus perfumes, esposo celestial. Correré sin desfallecer, hasta que me introduzcas en la sala del festín, hasta que tu mano izquierda esté bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente y me beses con los besos deliciosos de tu boca’”[10].
Santa Clara, entonces, nos propone contemplar a Jesucristo -en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz-, como si fuera un espejo en el que debemos ver reflejadas nuestras almas, para quedar no solo revestidos de sus virtudes, sino para amarlo más que a cualquier otra cosa, en esta vida y en la eternidad.



[1] De la Carta de santa Clara, virgen, a la santa Inés de Praga, “scritos de santa Clara, edición Ignacio Omaechevarría. Madrid 1970, pp. 339-341.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. Mt 11, 29.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. ibidem.
[9] Cfr. ibidem.
[10] Cfr. ibidem.

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