Para conocer acerca de la vida de
santidad de Santa Mónica, es necesario recurrir a lo que de ella dice su propio
hijo, San Agustín, quien así escribe en sus Confesiones: "Ella
me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su
corazón, para que naciera a la luz de la eternidad". Según San Agustín, su
madre fue doblemente madre, ya que fue madre biológica, engendrándolo para la
vida terrena, pero también fue madre espiritual, porque por sus oraciones y
sacrificios le obtuvo el don de la fe, engendrándolo para la vida eterna.
Este doble oficio materno lo desempeñó
Santa Mónica toda su vida, pero particularmente al cumplir San Agustín los
diecinueve años, momento en el que comienza a transitar un inicia un camino de doble
perdición: llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea -error filosófico que, entre otras cosas, niega
la responsabilidad del hombre por los males cometidos, desde el momento en que consideran
erróneamente que no hay libre albedrío-, y
fue así que, movida por su amor materno, pero sobre todo movida por el Amor de
Dios, Santa Mónica, que desde muy pequeña vivía una vida de oración y
penitencia, la intensificó todavía más, agregándole sacrificios y ayunos y
derramando abundantes lágrimas ante el peligro de condenación eterna de su hijo.
Durante casi nueve años, Santa Mónica no
dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros
del clero para que lo persuadieran acerca de la verdadera doctrina de
salvación. Ante las lágrimas e insistencia de Santa Mónica, un obispo, que
había sido también maniqueo, pronunció las famosas palabras: "Estad
tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas".
La conversión de San Agustín, fruto de
las oraciones, sacrificios y lágrimas de Santa Mónica, se produjo en la Pascua
del año 387, recibiendo el santo el bautismo de parte de San Ambrosio.
Años después, poco antes de morir, y
con su hijo ya sacerdote, Santa Mónica revela las alegrías y las esperanzas de
su corazón, que ya no están en este mundo. Le dijo así a San Agustín:
"Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la
tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido
colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me
ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la
felicidad terrena y te has consagrado a su servicio". Hacia el final
de su vida, Santa Mónica ve, con satisfacción, que su hijo no solo se había
convertido, sino que se había consagrado a Dios con todo su corazón y con toda
su vida -con lo cual da por cumplida su segunda maternidad, la espiritual-, al
tiempo que se muestra ansiosa por dejar esta vida terrena e ingresar en la vida
eterna.
El mensaje de santidad de Santa Mónica
es sobre todo importante en nuestros días, en el que muchas madres, habiendo
perdido la fe y el sentido de la eternidad, solo se interesan por el progreso
material y la felicidad terrena de sus hijos, sin importarles la vida del más
allá. Con su doble amor maternal, Santa Mónica es ejemplo para las madres
cristianas, puesto que no se preocupa porque su hijo adquiera un título
profesional; tampoco le interesa que sea exitoso según el mundo, o que posea
abundantes bienes materiales; no le importa tampoco que consiga una buena
esposa que le de numerosos hijos: lo único que le importa a Santa Mónica es que
su hijo se convierta, es decir, que conozca y ame a Jesucristo, el Salvador,
para que así, conociéndolo y amándolo, lo siga por el Camino Real de la Cruz y
salve su alma. El mensaje que da Santa Mónica a las madres cristianas del siglo
XXI podría entonces resumirse así: "No te preocupes por las cosas del
mundo: ¡salva el alma de tus hijos!".
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