Ya en su vejez, y por el espacio de
quince años, San Agustín escribió una de sus obras más importantes, titulada
"La Ciudad de Dios". El título original en latín refleja con más
precisión el carácter general de la obra: "De Civitate Dei contra
paganos", es decir, "La Ciudad de Dios contra los paganos". Se
trata de una apología del cristianismo, en la que se confrontan dos ciudades:
por un lado, la Ciudad Celestial; por otro lado, la Ciudad Pagana. Ambas
ciudades tienen orígenes distintos, y por lo tanto, también su desarrollo y su
final son diferentes: la Ciudad de Dios se construye sobre la Verdad absoluta
de Dios, revelada por Jesucristo, y su gracia santificante, mientras que la
Ciudad Pagana representa el falso edificio espiritual construido sobre el
pecado del hombre y la falsedad del Príncipe de la mentira, Satanás. Ambas
ciudades, dice San Agustín, "se encuentran mezcladas y confundidas en esta
vida terrestre, hasta que las separe el Juicio Final".
Si bien escribe esta obra a causa de
la conmoción que le provocó la caída de Roma a manos del rey bárbaro Alarico I,
con lo cual la entera civilización cristiana se encontraba en un grave peligro,
desde el momento en que se veía amenazada no solo la capital del Imperio
Romano, sino ante todo el Papa, Vicario de Cristo, el fin de la obra no es
tanto político como espiritual. En otras palabras, para San Agustín, las
Ciudades -tanto la de Dios como la Pagana-, están formadas por personas, porque
es en las personas en donde reside la gracia santificante, y es en las personas
en donde la Verdad absoluta de Dios, revelada por Jesucristo, se encarna, al
ser aceptada en su plenitud. Cuando esto sucede, la Ciudad de Dios se alza en
la persona, y esta resplandece con la Verdad y la gracia de Cristo. Por el
contrario, cuando esto no sucede, es decir, cuando la Verdad de Cristo y su
gracia son rechazadas por la persona humana, entonces se levanta en el alma la
Ciudad Pagana, la ciudad construida sobre "arena y no sobre la roca"
(cfr. Mt 7, 26), la Ciudad del mal, de la mentira, del engaño y de la
falsedad, la Ciudad de la oscuridad, de las tinieblas, del horror y del
espanto, en la que se erige como siniestro rey el Ángel caído, el Príncipe de
las tinieblas.
Podemos decir entonces que cada uno de
nosotros puede elegir, libremente, cuál de las dos Ciudades construir en el
alma: si la de Dios, construida sobre la Roca que es Cristo, cimentada en la
aceptación de la Verdad revelada y en la gracia santificante que concede al
alma la participación en la vida divina, o la del Paganismo, construida sobre
el error y el pecado. Quien elija construir para sí la Ciudad Pagana, tendrá como Rey al Príncipe de las tinieblas, y en el Día del Juicio Final será precipitado en las tinieblas sin fin, en donde no hay amor ni redención. Quien elija construir para sí la Ciudad de Dios, tendrá
como Rey a Jesucristo y como Reina a la Virgen María, y en el Día del Juicio
Final formará parte de la Jerusalén celestial, en donde reinan, para siempre,
la alegría, la paz y el amor divinos.
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