San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 20 de marzo de 2023

Santo Toribio de Mogrovejo

 



        

Vida de santidad[1][1].

Nació en Mayorga, España, en 1538; murió en Lima en 1606. Toribio era graduado en derecho, y había sido nombrado Presidente del Tribunal de Granada (España) cuando el emperador Felipe II al conocer sus grandes cualidades le propuso al Sumo Pontífice para que lo nombrara Arzobispo de Lima. Roma aceptó y envió en nombramiento. En 1581 llegó Toribio a Lima como arzobispo: su arquidiócesis tenía dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y parte de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella había toda clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de kilómetros cuadrados. Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42 años y se dedicó a lograr el progreso espiritual de sus súbditos. La ciudad estaba en una grave situación de decadencia espiritual. A los pecadores públicos los reprendía fuertemente, aunque estuvieran en altísimos puestos. Las medidas enérgicas que tomó contra los abusos que se cometían, le atrajeron muchos persecuciones y atroces calumnias. El callaba y ofrecía todo por amor a Dios, exclamando: “Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor”. Tres veces visitó completamente su inmensa arquidiócesis de Lima. La mayor parte del recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos casi intransitables, pasando de climas terriblemente fríos a climas ardientes. Muchísimas noches tuvo que pasar a la intemperie o en ranchos miserabilísimos, durmiendo en el puro suelo. Logró la conversión de un enorme número de indios. Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre rezando. Al llegar a cualquier sitio su primera visita era al templo. Reunía a los indios y les hablaba por horas y horas en el idioma de ellos que se había preocupado por aprender muy bien. Aunque en la mayor parte de los sitios que visitaba no había ni siquiera las más elementales comodidades, en cada pueblo se quedaba varios días instruyendo a los nativos, bautizando y confirmando. Celebraba la misa con gran fervor, y varias veces vieron los acompañantes que mientras rezaba se le llenaba el rostro de resplandores.

Santo Toribio recorrió unos 40.000 kilómetros visitando y ayudando a sus fieles. Pasó por caminos jamás transitados, llegando hasta tribus que nunca habían visto un hombre blanco. Al final de su vida envió una relación al rey contándole que había administrado el sacramento de la confirmación a más de 800.000 personas. Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla, pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que les daba.

Santo Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y obispos de América en Sínodos o reuniones generales para dar leyes acerca del comportamiento que deben tener los católicos. Cada dos años reunía a todo el clero de la diócesis para un Sínodo y cada siete años a los de las diócesis vecinas. Y en estas reuniones se daban leyes severas y a diferencia de otras veces en que se hacían leyes, pero no se cumplían, en los Sínodos dirigidos por Santo Toribio, las leyes se hacían y se cumplían, porque él estaba siempre vigilante para hacerlas cumplir. Nuestro santo era un gran trabajador. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: “Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”.

Fundó el primer seminario de América y casi duplicó el número de parroquias o centros de evangelización en su arquidiócesis. Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le recomendó: “Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme”.

Cuando llegó una terrible epidemia gastó sus bienes en socorrer a los enfermos, y él mismo recorrió las calles acompañado de una gran multitud llevando en sus manos un gran crucifijo y rezándole con los ojos fijos en la cruz, pidiendo a Dios misericordia y salud para todos.

El 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en una capillita de los indios, en una lejana región, donde estaba predicando y confirmando a los indígenas. Estaba a 440 kilómetros de Lima. Cuando se sintió enfermo prometió a sus acompañantes que le daría un premio al primero que le trajera la noticia de que ya se iba a morir. Y repetía aquellas palabras de San Pablo: “Deseo verme libre de las ataduras de este cuerpo y quedar en libertad para ir a encontrarme con Jesucristo”. Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que entonaran el salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón cuando escuché una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Las últimas palabras que dijo antes de morir fueron las del salmo 30, las mismas palabras rezadas por Jesús antes de morir: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Después de su muerte se consiguieron muchos milagros por su intercesión. Santo Toribio tuvo el gusto de administrarle el sacramento de la confirmación a tres santos: Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano y San Martín de Porres. El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726. Y toda América del Sur espera que este gran santo e infatigable apóstol, quizás el más grande obispo que ha vivido en este continente, siga rogando para que nuestra santa religión se mantenga fervorosa y creciente en todos estos países.

Mensaje de santidad.

Parte de su mensaje de santidad se puede obtener, además de su inmensa obra apostólica y evangelizadora, de sus frases: “Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor”. Dejar de lado los respetos humanos: cuando alguien falta a la caridad cristiana, a la justicia cristiana, a la misericordia, es deber del cristiano corregirlo, sin importar el puesto que este ocupe en la sociedad de los hombres o incluso dentro de la misma Iglesia. Jesús lo dice en el Evangelio: “Si alguien se avergüenza de Mí ante los hombres, Yo me avergonzaré de él delante de mi Padre en el Día del Juicio Final”. No debemos temer a los hombres, por más poderosos que sean; al Único al que debemos temer es al Supremo Juez de los hombres, Nuestro Señor Jesucristo y prepararnos en consecuencia para el Día del Juicio Final.

“Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”. Vivir el tiempo terreno pensando en la eternidad, en el Reino de los cielos y obrar la misericordia para ganar el Reino de Dios. Quien vive esta vida pensando que es la única o sin importarle ganar o no ganar el Reino de Dios, terminará por perder su alma para siempre en el Reino de las tinieblas. Cada segundo de tiempo terreno que pasa en nuestras vidas, es un segundo menos que nos separa de la vida eterna; aprovechemos entonces el tiempo para ganar el Reino de Dios.

“Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme”. Nos enseña que debemos obrar la misericordia, tanto espiritual como corporal y que debemos ver en el prójimo más necesitado a Nuestro Señor Jesucristo. Ni un vaso de agua dado en Nombre de Cristo en esta vida, quedará sin recompensa en la vida eterna.

Fundó el primer seminario y esto nos enseña que alentar y sostener, espiritual y materialmente, a las vocaciones sacerdotales, es la obra más grande entre las obras de misericordia, porque del seminario salen los sacerdotes y a través del sacerdote ministerial Dios Hijo viene a la tierra, en Persona en la Eucaristía y con su gracia en el Sacramento de la Penitencia. Sin sacerdotes, no habría Presencia de Dios en la tierra.

La muerte terrena, cuando se ha vivido de cara a la eternidad, no es motivo de dolor, sino de gran alegría espiritual, porque la muerte en el tiempo significa, para el que ha vivido y muerto en gracia, el ingreso a la alegre eternidad en el Reino de los cielos: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. Mientras estamos en esta vida, somos peregrinos que nos dirigimos a la Jerusalén celestial; sólo finalizaremos nuestro peregrinar cuando por la Misericordia Divina logremos entrar en el Reino de Dios, entregando nuestras almas a las manos crucificadas de Cristo en la cruz: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

 

 

 

 

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