Vida de santidad[1].
Nació
y murió un 8 de marzo. Nace en Portugal en 1495 y muere en Granada, España, en
1550 a los 55 años de edad. Fundador de la Comunidad de Hermanos Hospitalarios de
San Juan de Dios. De familia pobre pero muy piadosa. Su madre murió cuando él
era todavía joven. Su padre murió como religioso en un convento. En su juventud
fue pastor, muy apreciado por el dueño de la finca donde trabajaba. Le
propusieron que se casara con la hija del patrón y así quedaría como heredero
de aquellas posesiones, pero él dispuso permanecer libre de compromisos
económicos y caseros pues deseaba dedicarse a labores más espirituales. Estuvo
de soldado bajo las órdenes del genio de la guerra, Carlos V en batallas muy
famosas. La vida militar lo hizo fuerte, resistente y sufrido. La Santísima
Virgen lo salvó de ser ahorcado, pues una vez lo pusieron en la guerra a cuidar
un gran depósito y por no haber estado lo suficientemente alerta, los enemigos
se llevaron todo. Su coronel dispuso mandarlo ahorcar, pero Juan se encomendó
con toda fe a la Madre de Dios y logró que le perdonaran la vida. Y dejó la
milicia, porque para eso no era muy adaptado. Salido del ejército, quiso hacer
un poco de apostolado y se dedicó a hacer de vendedor ambulante de estampas y
libros religiosos.
Cuando
iba llegando a la ciudad de Granada vio a un niñito muy pobre y muy necesitado
y se ofreció bondadosamente a ayudarlo. Aquel “pobrecito” era el Niño Jesús, el
cual le dijo: “Granada será tu cruz”, y desapareció. Estando Juan en Granada de
vendedor ambulante de libros religiosos, escuchó una prédica del Padre San Luis
de Ávila, en la que hablaba contra la vida de pecado; el santo decidió
confesarse, luego de lo cual repartió entre los pobres todo lo que tenía en su
pequeña librería, y empezó a deambular por las calles de la ciudad pidiendo
misericordia a Dios por todos sus pecados, lo cual era en realidad una
penitencia que se impuso el santo a sí mismo. La gente lo creyó loco y
empezaron a atacarlo a pedradas y golpes. Al fin lo llevaron al manicomio y los
encargados le dieron fuertes palizas, pues ese era el medio que tenían en aquel
tiempo para calmar a los locos: azotarlos fuertemente. Pero ellos notaban que
Juan no se disgustaba por los azotes que le daban, sino que lo ofrecía todo a
Dios. Pero al mismo tiempo corregía a los guardias y les llamaba la atención
por el modo tan brutal que tenían de tratar a los pobres enfermos. Aquella
estadía de Juan en ese manicomio, que era un verdadero infierno, fue
verdaderamente providencial, porque se dio cuenta del gran error que es
pretender curar las enfermedades mentales con métodos de tortura. Luego de su
liberación fundará un hospital y la Orden de los Hospitalarios, cuyos religiosos
atienden enfermos mentales en todos los continentes empleando obviamente los
métodos de la bondad y de la comprensión, en vez del rigor de la tortura, como
se hacía antes.
Cuando
San Juan de Ávila volvió a la ciudad y supo que a su convertido lo tenían en un
manicomio, fue y logró sacarlo y le aconsejó que ya no hiciera más la
penitencia de hacerse el loco para ser martirizado por las gentes. A partir de
entonces se dedicará a emplear todas sus energías en ayudar a los enfermos por
amor a Cristo Jesús, a quien ellos representan.
Juan
alquila una casa vieja y allí empieza a recibir a cualquier enfermo, mendigo, o
personas con alteraciones mentales, y a todo desamparado que le pida su ayuda.
Durante todo el día se ocupa de atender a cada uno, haciendo de enfermero,
cocinero, barrendero, mandadero, padre, amigo y hermano de todos y por la noche
se va por la calle pidiendo limosnas para sus pobres.
Pronto
se hizo popular en toda Granada el grito de Juan en las noches por las calles. Él
iba con unos morrales y unas ollas gritando: “¡Haced el bien hermanos, para
vuestro bien!”. Las gentes salían a la puerta de sus casas y le regalaban
cuanto les había sobrado de la comida del día. Al volver cerca de medianoche se
dedicaba a hacer aseo en el hospital, y a la madrugada se echaba a dormir un
rato debajo de una escalera.
El
obispo, admirado por la gran obra de caridad que Juan estaba haciendo, le
añadió dos palabras a su nombre de pila y empezó a llamarlo “Juan de Dios”, y
así lo llamó toda la gente en adelante. Luego, como este hombre cambiaba
frecuentemente su vestido bueno por los harapos de los pobres que encontraba en
las calles, el prelado le dio una túnica negra como uniforme; así se vistió
hasta su muerte, y así han vestido sus religiosos por varios siglos.
Un
día su hospital se incendió y Juan de Dios entró varias veces por entre las
llamas a sacar a los enfermos y aunque pasaba por en medio de enormes
llamaradas no sufría quemaduras, y logró salvarles la vida a todos aquellos
pobres.
Otro
día el río bajaba enormemente crecido y arrastraba muchos troncos y palos. Juan
necesitaba abundante leña para el invierno, porque en Granada hace mucho frío y
a los ancianos les gustaba calentarse alrededor de la hoguera. Entonces se fue
al río a sacar troncos, pero uno de sus compañeros, muy joven, se adentró
imprudentemente entre las violentas aguas y se lo llevó la corriente. El santo
se lanzó al agua a tratar de salvarle la vida, y como el río bajaba
supremamente frío, esto le hizo daño para su enfermedad de artritis y a partir
de entonces, comenzó a sufrir grandes dolores.
Después
de tantísimos trabajos, ayunos y trasnochadas por hacer el bien para sus
enfermos, la salud de Juan de Dios se debilitó de manera sensible. Y aunque hacía
todo lo posible porque nadie se diera cuenta de los grandes dolores que la
artritis le provocaba y que lo atormentaban día y noche, llegó un momento en el
que ya no fue capaz de simular más. Entonces una venerable señora de la ciudad
obtuvo del obispo autorización para llevarlo a su casa y cuidarlo hasta su
muerte. El santo se fue ante el Santísimo Sacramento del altar y luego de rezar
por largo tiempo, se despidió de su hospital, dejando la dirección a sus
religiosos. Al llegar a la casa de la rica señora, exclamó Juan: “Estas
comodidades son demasiado lujo para mí que soy tan miserable pecador”. Allí
trataron de curarlo de su dolorosa enfermedad, pero ya era demasiado tarde.
El
8 de marzo de 1550, sintiendo que le llegaba la muerte, se arrodilló en el
suelo y exclamó: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”, y quedó muerto,
así de rodillas. Había trabajado incansablemente durante diez años dirigiendo
su hospital de pobres, con tantos problemas económicos que a veces ni se
atrevía a salir a la calle a causa de las muchísimas deudas que tenía; y con
tanta humildad, que siendo el más grande santo de la ciudad se creía el más
indigno pecador. El que había sido apedreado como loco, fue acompañado al
cementerio por el obispo, las autoridades y todo el pueblo, como un santo. Después
de muerto obtuvo de Dios muchos milagros en favor de sus devotos y el Papa lo
declaró santo en 1690. Es Patrono de los que trabajan en hospitales y de los
que propagan libros religiosos.
Mensaje de santidad.
Podemos decir que el mensaje de santidad de San Juan de Dios
es el siguiente:
Acepta
y lleva su cruz, dada por Jesús, con todo amor y piedad, sin quejarse nunca,
cuando el Niño Jesús le dice: “Granada será tu cruz”.
Obedece a la Palabra de Dios, reconociéndose pecador, acude
al Sacramento de la Penitencia para que la Sangre de Jesús limpie sus pecados.
Lo deja todo para seguir a Jesús mediante obras de
misericordia tanto corporales como espirituales: ve en el prójimo enfermo y
necesitado a Jesús misteriosamente presente en ellos y los socorre, a través de
la fundación de un hospital y de la Orden de los hospitalarios.
Como penitencia y desprecio de este mundo, a fin de
conseguir la vida eterna, finge haber perdido la razón, para hacer más
penitencia y para mortificar su ego por la humillación recibida.
Con los enfermos, practica tanto obras de misericordia,
tanto espirituales como corporales.
Soporta su enfermedad sin quejarse en lo más mínimo, pues lo
deja todo en manos de la Virgen.
Muere reconociendo a Jesús en la Eucaristía -muere de rodillas-
e imitando a Jesús en sus obras y palabras: “Jesús, encomiendo mi espíritu”.
Que San Juan de Dios interceda por nosotros para que seamos
capaces de obrar, por amor, la misericordia, tanto espiritual como corporal, sobre
el prójimo enfermo y necesitado, para que así recibamos misericordia el día de
nuestro juicio particular.
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