San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 8 de marzo de 2023

San Juan de Dios

 


      

         Vida de santidad[1].

Nació y murió un 8 de marzo. Nace en Portugal en 1495 y muere en Granada, España, en 1550 a los 55 años de edad. Fundador de la Comunidad de Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. De familia pobre pero muy piadosa. Su madre murió cuando él era todavía joven. Su padre murió como religioso en un convento. En su juventud fue pastor, muy apreciado por el dueño de la finca donde trabajaba. Le propusieron que se casara con la hija del patrón y así quedaría como heredero de aquellas posesiones, pero él dispuso permanecer libre de compromisos económicos y caseros pues deseaba dedicarse a labores más espirituales. Estuvo de soldado bajo las órdenes del genio de la guerra, Carlos V en batallas muy famosas. La vida militar lo hizo fuerte, resistente y sufrido. La Santísima Virgen lo salvó de ser ahorcado, pues una vez lo pusieron en la guerra a cuidar un gran depósito y por no haber estado lo suficientemente alerta, los enemigos se llevaron todo. Su coronel dispuso mandarlo ahorcar, pero Juan se encomendó con toda fe a la Madre de Dios y logró que le perdonaran la vida. Y dejó la milicia, porque para eso no era muy adaptado. Salido del ejército, quiso hacer un poco de apostolado y se dedicó a hacer de vendedor ambulante de estampas y libros religiosos.

Cuando iba llegando a la ciudad de Granada vio a un niñito muy pobre y muy necesitado y se ofreció bondadosamente a ayudarlo. Aquel “pobrecito” era el Niño Jesús, el cual le dijo: “Granada será tu cruz”, y desapareció. Estando Juan en Granada de vendedor ambulante de libros religiosos, escuchó una prédica del Padre San Luis de Ávila, en la que hablaba contra la vida de pecado; el santo decidió confesarse, luego de lo cual repartió entre los pobres todo lo que tenía en su pequeña librería, y empezó a deambular por las calles de la ciudad pidiendo misericordia a Dios por todos sus pecados, lo cual era en realidad una penitencia que se impuso el santo a sí mismo. La gente lo creyó loco y empezaron a atacarlo a pedradas y golpes. Al fin lo llevaron al manicomio y los encargados le dieron fuertes palizas, pues ese era el medio que tenían en aquel tiempo para calmar a los locos: azotarlos fuertemente. Pero ellos notaban que Juan no se disgustaba por los azotes que le daban, sino que lo ofrecía todo a Dios. Pero al mismo tiempo corregía a los guardias y les llamaba la atención por el modo tan brutal que tenían de tratar a los pobres enfermos. Aquella estadía de Juan en ese manicomio, que era un verdadero infierno, fue verdaderamente providencial, porque se dio cuenta del gran error que es pretender curar las enfermedades mentales con métodos de tortura. Luego de su liberación fundará un hospital y la Orden de los Hospitalarios, cuyos religiosos atienden enfermos mentales en todos los continentes empleando obviamente los métodos de la bondad y de la comprensión, en vez del rigor de la tortura, como se hacía antes.

Cuando San Juan de Ávila volvió a la ciudad y supo que a su convertido lo tenían en un manicomio, fue y logró sacarlo y le aconsejó que ya no hiciera más la penitencia de hacerse el loco para ser martirizado por las gentes. A partir de entonces se dedicará a emplear todas sus energías en ayudar a los enfermos por amor a Cristo Jesús, a quien ellos representan.

Juan alquila una casa vieja y allí empieza a recibir a cualquier enfermo, mendigo, o personas con alteraciones mentales, y a todo desamparado que le pida su ayuda. Durante todo el día se ocupa de atender a cada uno, haciendo de enfermero, cocinero, barrendero, mandadero, padre, amigo y hermano de todos y por la noche se va por la calle pidiendo limosnas para sus pobres.

Pronto se hizo popular en toda Granada el grito de Juan en las noches por las calles. Él iba con unos morrales y unas ollas gritando: “¡Haced el bien hermanos, para vuestro bien!”. Las gentes salían a la puerta de sus casas y le regalaban cuanto les había sobrado de la comida del día. Al volver cerca de medianoche se dedicaba a hacer aseo en el hospital, y a la madrugada se echaba a dormir un rato debajo de una escalera.

El obispo, admirado por la gran obra de caridad que Juan estaba haciendo, le añadió dos palabras a su nombre de pila y empezó a llamarlo “Juan de Dios”, y así lo llamó toda la gente en adelante. Luego, como este hombre cambiaba frecuentemente su vestido bueno por los harapos de los pobres que encontraba en las calles, el prelado le dio una túnica negra como uniforme; así se vistió hasta su muerte, y así han vestido sus religiosos por varios siglos.

Un día su hospital se incendió y Juan de Dios entró varias veces por entre las llamas a sacar a los enfermos y aunque pasaba por en medio de enormes llamaradas no sufría quemaduras, y logró salvarles la vida a todos aquellos pobres.

Otro día el río bajaba enormemente crecido y arrastraba muchos troncos y palos. Juan necesitaba abundante leña para el invierno, porque en Granada hace mucho frío y a los ancianos les gustaba calentarse alrededor de la hoguera. Entonces se fue al río a sacar troncos, pero uno de sus compañeros, muy joven, se adentró imprudentemente entre las violentas aguas y se lo llevó la corriente. El santo se lanzó al agua a tratar de salvarle la vida, y como el río bajaba supremamente frío, esto le hizo daño para su enfermedad de artritis y a partir de entonces, comenzó a sufrir grandes dolores.

Después de tantísimos trabajos, ayunos y trasnochadas por hacer el bien para sus enfermos, la salud de Juan de Dios se debilitó de manera sensible. Y aunque hacía todo lo posible porque nadie se diera cuenta de los grandes dolores que la artritis le provocaba y que lo atormentaban día y noche, llegó un momento en el que ya no fue capaz de simular más. Entonces una venerable señora de la ciudad obtuvo del obispo autorización para llevarlo a su casa y cuidarlo hasta su muerte. El santo se fue ante el Santísimo Sacramento del altar y luego de rezar por largo tiempo, se despidió de su hospital, dejando la dirección a sus religiosos. Al llegar a la casa de la rica señora, exclamó Juan: “Estas comodidades son demasiado lujo para mí que soy tan miserable pecador”. Allí trataron de curarlo de su dolorosa enfermedad, pero ya era demasiado tarde.

El 8 de marzo de 1550, sintiendo que le llegaba la muerte, se arrodilló en el suelo y exclamó: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”, y quedó muerto, así de rodillas. Había trabajado incansablemente durante diez años dirigiendo su hospital de pobres, con tantos problemas económicos que a veces ni se atrevía a salir a la calle a causa de las muchísimas deudas que tenía; y con tanta humildad, que siendo el más grande santo de la ciudad se creía el más indigno pecador. El que había sido apedreado como loco, fue acompañado al cementerio por el obispo, las autoridades y todo el pueblo, como un santo. Después de muerto obtuvo de Dios muchos milagros en favor de sus devotos y el Papa lo declaró santo en 1690. Es Patrono de los que trabajan en hospitales y de los que propagan libros religiosos.

         Mensaje de santidad.

         Podemos decir que el mensaje de santidad de San Juan de Dios es el siguiente:

Acepta y lleva su cruz, dada por Jesús, con todo amor y piedad, sin quejarse nunca, cuando el Niño Jesús le dice: “Granada será tu cruz”.

         Obedece a la Palabra de Dios, reconociéndose pecador, acude al Sacramento de la Penitencia para que la Sangre de Jesús limpie sus pecados.

         Lo deja todo para seguir a Jesús mediante obras de misericordia tanto corporales como espirituales: ve en el prójimo enfermo y necesitado a Jesús misteriosamente presente en ellos y los socorre, a través de la fundación de un hospital y de la Orden de los hospitalarios.

         Como penitencia y desprecio de este mundo, a fin de conseguir la vida eterna, finge haber perdido la razón, para hacer más penitencia y para mortificar su ego por la humillación recibida.

         Con los enfermos, practica tanto obras de misericordia, tanto espirituales como corporales.

         Soporta su enfermedad sin quejarse en lo más mínimo, pues lo deja todo en manos de la Virgen.

         Muere reconociendo a Jesús en la Eucaristía -muere de rodillas- e imitando a Jesús en sus obras y palabras: “Jesús, encomiendo mi espíritu”.

         Que San Juan de Dios interceda por nosotros para que seamos capaces de obrar, por amor, la misericordia, tanto espiritual como corporal, sobre el prójimo enfermo y necesitado, para que así recibamos misericordia el día de nuestro juicio particular.

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