San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Memoria de los Santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros mártires


Retrato de los bienaventurados santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros mártires.

         Vida de santidad.

Como afirmara el Papa Juan Pablo II, la Iglesia en Corea fue fundada por valientes laicos, que hicieron frente a sus perseguidores y no vacilaron en proclamar la fe en Jesucristo hasta la muerte. En efecto, a principios del siglo XVII, la fe católica entró por primera vez en Corea gracias a la actividad de unos laicos. Estos formaron una fervorosa grey –a pesar de que no contaba con sacerdotes- que fue perseguida en los años 1839, 1846 y 1866. Como consecuencia de estas persecuciones sangrientas, hubo 103 santos mártires, entre los cuales destacan el primer presbítero y fervoroso pastor de almas Andrés Kim Taegon y el insigne apóstol laico Pablo Chong Hasang; los demás eran principalmente laicos, hombres y mujeres, casados o solteros, ancianos, jóvenes y niños, todos los cuales, con sus sufrimientos, consagraron las primicias de la Iglesia coreana, regándola generosamente con la sangre preciosa de su martirio[1].
San Andrés Kim Taegon era hijo de nobles coreanos conversos, es el primer sacerdote nacido en Corea. Su padre, Ignacio Kim, fue martirizado en la persecución del año 1839 (fue beatificado en 1925 con su hijo)[2]. Andrés fue bautizado a los 15 años de edad, luego de lo cual realizó un viaje de 1,300 millas para asistir al seminario más cercano en Macao, China. Seis años después fue ordenado sacerdote en Shangai. Regresó a Corea y se le asignó la tarea de preparar el camino para la entrada de misioneros por el mar, para evitar los guardias de la frontera. El 5 de junio de 1846 fue arrestado en la isla Yonpyong mientras trataba con los pescadores la forma de llevar a Corea a los misioneros franceses que estaban en China. Inmediatamente fue enviado a la prisión central de Seúl. El rey y algunos de ministros no lo querían condenar por sus vastos conocimientos y dominar varios idiomas. Otros ministros insistieron en que se le aplicara la pena de muerte. Después de tres meses de cárcel y de torturas continuas, fue decapitado junto al río Han, cerca de Seúl, Corea, el 16 de septiembre de 1846, a la edad de veintiséis años. Antes de morir dijo: “¡Ahora comienza la eternidad!”.

Mensaje de santidad[3].

Un verdadero mensaje celestial y de santidad inefable, de parte de los mártires coreanos, además del martirio en sí mismo, es la última exhortación pronunciada por San Andrés Kim Taegon, antes de ser ejecutado. Puesto que en los mártires inhabita el Espíritu Santo –no se explica de otro modo su fortaleza sobrenatural, su sabiduría sobrenatural, su fe, su esperanza, su caridad, porque ofrecen sus vidas incluso por sus verdugos-, lo que dicen los mártires tiene el valor de dicho o, al menos, insinuado por el Espíritu Santo. Por esa razón, meditaremos brevemente en sus últimas palabras, según las cuales, entre otras cosas, se nos dice que la Fe en Nuestro Señor Jesucristo es coronada por el amor y la perseverancia.
Dice así San Andrés Kim Taegon: “Hermanos y amigos muy queridos: Consideradlo una y otra vez: Dios, al principio de los tiempos, dispuso el cielo y la tierra y todo lo que existe, meditad luego por qué y con qué finalidad creó de modo especial al hombre a su imagen y semejanza”. Comienza diciendo que contemplemos el mundo y que meditemos la razón por la cual creó, en este mundo, a una creatura tan especial, como el hombre, creado “a su imagen y semejanza”.
Una vez hecha esta consideración, San Andrés profundiza en la misma dirección: hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero además, hemos recibido la gracia de la filiación divina, el haber sido adoptados como hijos de Dios por el bautismo, por el sacrificio en cruz de Jesús. Sin embargo, de nada vale este don, y de nada vale siquiera el haber nacido, si no nos comportamos como lo que somos, es decir, como hijos de Dios, como hijos de la luz. Si no vivimos en gracia, única forma de corresponder a la dignidad de hijos de Dios recibida en el Bautismo, eso equivale a traicionar el amor de Nuestro Señor Jesucristo, porque solo por el Amor infinito de su Sagrado Corazón nos adoptó como hijos suyos por la gracia: “Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no reconociéramos al Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni continuar aún vivos. Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y también por la gracia de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en la Iglesia, y, convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre glorioso, ¿de qué nos serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la realidad? Si así fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar parte de la Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su gracia. Mejor sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar contra él”.
Luego utiliza el ejemplo del agricultor que, después de sembrar con gran fatiga, al momento de la cosecha encuentra espigas llenas, pero también puede encontrar solo espigas vacías, y esto último es para advertirnos de la falta de obras de misericordia hacia el final de nuestros días terrenos, cuando debamos presentarnos ante Nuestro Señor, en el Juicio Particular: “Considerad al agricultor cuando siembra en su campo: a su debido tiempo ara la tierra, luego la abona con estiércol y, sometiéndose de buen grado al trabajo y al calor, cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el tiempo de la siega, si las espigas están bien llenas, su corazón se alegra y salta de felicidad, olvidándose del trabajo y del sudor. Pero si las espigas resultan vacías y no encuentra en ellas más que paja y cáscara, el agricultor se acuerda del duro trabajo y del sudor y abandona aquel campo en el que tanto había trabajado”.
Como las plantaciones de arroz son características del sur de Asia, San Andrés toma esta figura agrícola para graficar la relación que existe entre Jesucristo, el Hombre-Dios, el Verbo Encarnado, y nosotros; en la figura, el arroz somos los hombres, el abono la gracia y la encarnación del Verbo y su sacrificio redentor en cruz, por el cual nos derrama su Sangre, el riego benéfico que reciben las plantaciones de arroz: “De manera semejante el Señor hace de la tierra su campo, de nosotros, los hombres, el arroz, de la gracia el abono, y por la encarnación y la redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y llegar a la madurez”.
Al llegar el momento de la siega, esto es, el día del Juicio –tanto el Particular como el Final-, se alegrarán quienes hayan lavado sus almas con la Sangre del Cordero, esto es, quienes hayan custodiado el tesoro de la gracia aun al precio de su propia vida; pero quienes despreciaron la Sangre del Cordero, pasará a ser enemigo de Dios por la eternidad, lo que equivale a decir, un condenado en el Infierno, aun cuando en vida terrena hubiera recibido el don inapreciable de ser hijo de Dios por el Bautismo: “Cuando en el día del juicio llegue el momento de la siega, el que haya madurado por la gracia se alegrará en el reino de los cielos como hijo adoptivo de Dios, pero el que no haya madurado se convertirá en enemigo, a pesar de que él también ya había sido hijo adoptivo de Dios, y sufrirá el castigo eterno merecido”.
Luego nos lleva a contemplar el modo como Jesús fundó su Iglesia, que es por su Sangre derramada en la cruz, y que es el modo con el cual la Iglesia crece a lo largo de la historia, porque los enemigos de la Iglesia pretenden destruirla y para lograr su objetivo, persiguen y matan a los cristianos, así como la Sinagoga persiguió y mató a Nuestro Señor Jesucristo, aunque jamás podrán derrotarla, así como Satanás, creyendo haber vencido al matar a Jesús, fue en ese mismo instante derrotado para siempre: “Hermanos muy amados, tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó innumerables padecimientos, con su Pasión fundó la santa Iglesia y la hace crecer con los sufrimientos de los fieles. Por más que los poderes del mundo la opriman y la ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de la ascensión de Jesús, desde el tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia santa va creciendo por todas partes en medio de tribulaciones”.
Pasa luego a considerar la situación que vivía en ese momento la Iglesia Católica en Corea, una situación de sangrienta persecución contra los cristianos, persecución que al mismo tiempo se convierte en la semilla de los nuevos cristianos y en la fuerza celestial que hace reverdecer a la Iglesia en tiempos futuros, y si la persecución es causa de dolor y tristeza, lo cual forma parte de los planes de Dios, que permite un mal para sacar un bien infinitamente más grande: “También ahora, durante cincuenta o sesenta años, desde que la santa Iglesia penetró en nuestra Corea, los fieles han sufrido persecución, y aun hoy mismo la persecución se recrudece, de tal manera que muchos compañeros en la fe, entre los cuales yo mismo, están encarcelados, como también vosotros os halláis en plena tribulación. Si todos formamos un solo cuerpo, ¿cómo no sentiremos una profunda tristeza? ¿Cómo dejaremos de experimentar el dolor, tan humano, de la separación? No obstante, como dice la Escritura, Dios se preocupa del más pequeño cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo por tanto, esta gran persecución podría ser considerada de otro modo que como una decisión del Señor, o como un premio o castigo suyo?”.
El cristiano debe, en todo, buscar la voluntad de Dios e imitar a Jesucristo, para así participar de su victoria en la Cruz: “Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha sido ya vencido por Cristo”.
La persecución, la tribulación, el dolor, no debe hacer olvidar la caridad fraterna, y el cristiano debe orar para perseverar en la caridad, el verdadero amor sobrenatural a Dios y al prójimo, hasta que Dios haga cesar la tribulación: “Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la tribulación”.
Por último, se refiere a ellos mismos, los mártires que están a punto de ser ejecutados y están por ser ejecutados porque han recibido la gracia de perseverar hasta el fin en la fe y en el amor y puesto que ya comienza a vislumbrar la eternidad, San Andrés da por finalizada la carta, ya que la realidad de la eterna felicidad que comienza a intuir, supera ampliamente lo que se pueda expresar con palabras humanas. Ofrece su vida a Jesucristo por amor, y deja su “beso de amor” a quienes quedan en la tierra, con la esperanza de que quienes estamos aun en la tierra, nos encontremos con los bienaventurados en el cielo: “Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia. Me quedan muchas cosas por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por escrito? Doy fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en el cielo. Recibid el beso de mi amor”.
Al recordar a los santos mártires coreanos, pidamos que intercedan ante el Rey de los mártires, Jesucristo para que, así como ellos “proclamaron la fe hasta derramar su sangre”, seamos nosotros capaces de conservar la integridad y la pureza de la Santa Fe católica hasta el fin, hasta el último suspiro.



[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] https://www.pildorasdefe.net/santos/celebraciones/santoral-catolico-san-andres-kim-pablo-chong-martires-coreanos-20-septiembre
[3] De la última exhortación de San Andrés Kim Taegon, presbítero y mártir, Pro Corea Documenta, Ed. Mission Catholique Séoul, Seul/París 1938, vol. I, 74- 75.

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