En una de sus cartas[1],
escribe así San Bonifacio acerca de la Iglesia y su gobierno en tiempos
difíciles: “La Iglesia, que como una gran nave surca los mares de este mundo, y
que es azotada por las olas de las diversas pruebas de esta vida, no ha de ser
abandonada a sí misma, sino gobernada”. Utiliza la imagen de la nave que surca
los mares tempestuosos, para describir a la Santa Iglesia Católica, y afirma
que, en medio de las pruebas y tribulaciones del mundo y de la historia, “debe
ser gobernada”, y no “abandonada a sí misma”; es decir, la Iglesia no debe ser
abandonada por los hombres, frente al ataque de sus enemigos –externos e
internos-, sino que debe “ser gobernada”. Pero no se refiere al gobierno
sobrenatural, porque este está a cargo de Dios, de la Tercera Persona de la
Trinidad, el Espíritu Santo; se refiere al gobierno de los hombres, que se
dejan guiar por el Espíritu Santo, porque son dóciles a sus inspiraciones. San
Bonifacio cita a grandes papas, santos y mártires, como ejemplo de hombres que
deben guiar a la Iglesia, dóciles al Espíritu de Dios: “De ello nos dan ejemplo
nuestros primeros padres Clemente y Cornelio y muchos otros en la ciudad de
Roma, Cipriano en Cartago, Atanasio en Alejandría, los cuales, bajo el reinado
de los emperadores paganos, gobernaban la nave de Cristo, su amada esposa, que
es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus trabajos y
sufrimientos hasta derramar su sangre”. Para San Bonifacio, los hombres que
deben gobernar la Iglesia son guiados por el Espíritu Santo, porque en medio
del reino de los paganos, guían a los bautizados con la luz de la Divina
Sabiduría, ofrecen sus sacrificios a Nuestro Señor, y llegan incluso hasta “derramar
su sangre” por amor a la Iglesia.
Cuando
San Bonifacio piensa en los santos y mártires, “se estremece de terror y temor”,
pues se compara con ellos y ve, en ellos, la santidad, y en él, “el pecado y
las ganas de abandonar”, pero “encuentra ejemplo de eso en las Escrituras y los
Padres, por lo que no lo sigue considerando: “Al pensar en éstos y otros
semejantes, me estremezco y me asalta el temor y el terror, me cubre el espanto
por mis pecados, y de buena gana abandonaría el gobierno de la Iglesia que me
ha sido confiado, si para ello encontrara apoyo en el ejemplo de los Padres o
en la sagrada Escritura”. San Bonifacio dice esto porque cree firmemente que los
que deben guiar a la Iglesia son los santos y los mártires, es decir, los que “en
todo momento y circunstancia siguen la voz del Espíritu Santo”, según la
definición de Castellani: “(el santo es) aquél que en todo momento y en
cualquier circunstancia sigue la voz del Espíritu Santo”[2].
El
santo no debe confiar en sus propias fuerzas, sino en la santidad y la justicia
de Dios, y apoyarse en su Nombre Tres veces Santo: “Mas, puesto que las cosas
son así y la verdad puede ser impugnada, pero no vencida ni engañada, nuestra
mente fatigada se refugia en aquellas palabras de Salomón: “Confía en el Señor
con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos
piensa en él, y él allanará tus sendas”. Y en otro lugar: “Torre fortísima es
el nombre del Señor, en él espera el justo y es socorrido”.
Y
así, fortalecido por el Nombre de Dios, se dispone “a la prueba”, por eso de que
“el oro se prueba en el crisol” (cfr. Prov.
17, 3; 1 Pe 1, 7), ya que Dios envía
tribulaciones para probar y fortalecer a los que confían en El, pero los que en
Él confían salen siempre triunfantes: “Mantengámonos en la justicia y preparemos
nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el tiempo que Dios quiera
y digámosle: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación”.
Dice
San Bonifacio que la carga que lleva el que gobierna la Iglesia, ha sido puesta
por Dios mismo, pues se trata de su “yugo, que es suave” (cfr. Mt 11, 30), según sus propias palabras
en el Evangelio: “Tengamos confianza en él, que es quien nos ha impuesto esta
carga. Lo que no podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza
de aquel que es todopoderoso y que ha dicho: Mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Quien
es puesto al frente de la Iglesia por el Señor, porque se deja guiar por el
Espíritu Santo al ser dócil a sus inspiraciones, debe enfrentar a “días de
angustia y aflicción”, porque la Iglesia debe soportar los embates del
Infierno, que ataca a la Esposa de Cristo por medio de agentes externos e
internos –los enemigos más peligrosos de la Iglesia son los modernos Judas
Iscariotes: “los falsos hombres de iglesia crucifican a los santos”[3]-,
debiendo estar dispuestos, los que aman a la Iglesia, a “morir por las santas
leyes y así conseguir la herencia eterna”: “Mantengámonos firmes en la lucha en
el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y
aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros
padres, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna”.
Por
último, dice San Bonifacio que al vigilar sobre el rebaño de Cristo, “no
debemos ser perros mudos” ni “centinelas silenciosos”, ni tampoco “mercenarios
que huyen del lobo, sino “pastores solícitos que anuncien el Evangelio a todo
hombre”, “a tiempo y destiempo”: “No seamos perros mudos, no seamos centinelas
silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos
que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los
grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda
condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a
destiempo, tal como lo escribió san Gregorio en su libro a los pastores de la
Iglesia”. No seamos perros mudos, ni centinelas silenciosos, ni mercenarios,
frente al gnosticismo neo-pagano, el relativismo, el naturalismo y el
racionalismo que, negando los misterios sobrenaturales absolutos de Dios Uno y
Trino y de la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, asolan a
nuestra Santa Madre Iglesia en estos sombríos y aciagos días. No seamos perros
mudos del rebaño del Señor, pues el Buen Pastor, el Sumo y Eterno Sacerdote,
Jesucristo, vigila Él mismo sobre su rebaño, y “vendrá pronto a dar a cada uno
su salario, según hayan sido sus obras” (cfr. Ap 22, 12-14).
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