San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 5 de junio de 2017

San Bonifacio, obispo y mártir


         En una de sus cartas[1], escribe así San Bonifacio acerca de la Iglesia y su gobierno en tiempos difíciles: “La Iglesia, que como una gran nave surca los mares de este mundo, y que es azotada por las olas de las diversas pruebas de esta vida, no ha de ser abandonada a sí misma, sino gobernada”. Utiliza la imagen de la nave que surca los mares tempestuosos, para describir a la Santa Iglesia Católica, y afirma que, en medio de las pruebas y tribulaciones del mundo y de la historia, “debe ser gobernada”, y no “abandonada a sí misma”; es decir, la Iglesia no debe ser abandonada por los hombres, frente al ataque de sus enemigos –externos e internos-, sino que debe “ser gobernada”. Pero no se refiere al gobierno sobrenatural, porque este está a cargo de Dios, de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo; se refiere al gobierno de los hombres, que se dejan guiar por el Espíritu Santo, porque son dóciles a sus inspiraciones. San Bonifacio cita a grandes papas, santos y mártires, como ejemplo de hombres que deben guiar a la Iglesia, dóciles al Espíritu de Dios: “De ello nos dan ejemplo nuestros primeros padres Clemente y Cornelio y muchos otros en la ciudad de Roma, Cipriano en Cartago, Atanasio en Alejandría, los cuales, bajo el reinado de los emperadores paganos, gobernaban la nave de Cristo, su amada esposa, que es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus trabajos y sufrimientos hasta derramar su sangre”. Para San Bonifacio, los hombres que deben gobernar la Iglesia son guiados por el Espíritu Santo, porque en medio del reino de los paganos, guían a los bautizados con la luz de la Divina Sabiduría, ofrecen sus sacrificios a Nuestro Señor, y llegan incluso hasta “derramar su sangre” por amor a la Iglesia.
Cuando San Bonifacio piensa en los santos y mártires, “se estremece de terror y temor”, pues se compara con ellos y ve, en ellos, la santidad, y en él, “el pecado y las ganas de abandonar”, pero “encuentra ejemplo de eso en las Escrituras y los Padres, por lo que no lo sigue considerando: “Al pensar en éstos y otros semejantes, me estremezco y me asalta el temor y el terror, me cubre el espanto por mis pecados, y de buena gana abandonaría el gobierno de la Iglesia que me ha sido confiado, si para ello encontrara apoyo en el ejemplo de los Padres o en la sagrada Escritura”. San Bonifacio dice esto porque cree firmemente que los que deben guiar a la Iglesia son los santos y los mártires, es decir, los que “en todo momento y circunstancia siguen la voz del Espíritu Santo”, según la definición de Castellani: “(el santo es) aquél que en todo momento y en cualquier circunstancia sigue la voz del Espíritu Santo”[2].
El santo no debe confiar en sus propias fuerzas, sino en la santidad y la justicia de Dios, y apoyarse en su Nombre Tres veces Santo: “Mas, puesto que las cosas son así y la verdad puede ser impugnada, pero no vencida ni engañada, nuestra mente fatigada se refugia en aquellas palabras de Salomón: “Confía en el Señor con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos piensa en él, y él allanará tus sendas”. Y en otro lugar: “Torre fortísima es el nombre del Señor, en él espera el justo y es socorrido”.
Y así, fortalecido por el Nombre de Dios, se dispone “a la prueba”, por eso de que “el oro se prueba en el crisol” (cfr. Prov. 17, 3; 1 Pe 1, 7), ya que Dios envía tribulaciones para probar y fortalecer a los que confían en El, pero los que en Él confían salen siempre triunfantes: “Mantengámonos en la justicia y preparemos nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el tiempo que Dios quiera y digámosle: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación”.
Dice San Bonifacio que la carga que lleva el que gobierna la Iglesia, ha sido puesta por Dios mismo, pues se trata de su “yugo, que es suave” (cfr. Mt 11, 30), según sus propias palabras en el Evangelio: “Tengamos confianza en él, que es quien nos ha impuesto esta carga. Lo que no podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza de aquel que es todopoderoso y que ha dicho: Mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Quien es puesto al frente de la Iglesia por el Señor, porque se deja guiar por el Espíritu Santo al ser dócil a sus inspiraciones, debe enfrentar a “días de angustia y aflicción”, porque la Iglesia debe soportar los embates del Infierno, que ataca a la Esposa de Cristo por medio de agentes externos e internos –los enemigos más peligrosos de la Iglesia son los modernos Judas Iscariotes: “los falsos hombres de iglesia crucifican a los santos”[3]-, debiendo estar dispuestos, los que aman a la Iglesia, a “morir por las santas leyes y así conseguir la herencia eterna”: “Mantengámonos firmes en la lucha en el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros padres, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna”.
Por último, dice San Bonifacio que al vigilar sobre el rebaño de Cristo, “no debemos ser perros mudos” ni “centinelas silenciosos”, ni tampoco “mercenarios que huyen del lobo, sino “pastores solícitos que anuncien el Evangelio a todo hombre”, “a tiempo y destiempo”: “No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo, tal como lo escribió san Gregorio en su libro a los pastores de la Iglesia”. No seamos perros mudos, ni centinelas silenciosos, ni mercenarios, frente al gnosticismo neo-pagano, el relativismo, el naturalismo y el racionalismo que, negando los misterios sobrenaturales absolutos de Dios Uno y Trino y de la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, asolan a nuestra Santa Madre Iglesia en estos sombríos y aciagos días. No seamos perros mudos del rebaño del Señor, pues el Buen Pastor, el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, vigila Él mismo sobre su rebaño, y “vendrá pronto a dar a cada uno su salario, según hayan sido sus obras” (cfr. Ap 22, 12-14).



[1] Carta 78; MGH, Epistolae 3, 352. 354.
[2] Cfr. Daniel Giaquinta, en Javier Navascués, Leonardo Castellani, Defensor de la Tradición, https://adelantelafe.com/leonardo-castellani-defensor-la-tradicion/
[3] Cfr. Giaquinta, passim.

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