Toda la vida de San Luis Gonzaga, pero sobre todo su muerte,
es un ejemplo para el cristiano, y mucho más en nuestros días, en donde se
banaliza el paso a la otra vida, al elaborarse las más peregrinas ideas acerca
de ellas. La muerte de los santos es un preciosísimo testimonio, valga la
paradoja, de vida eterna, de la existencia de la vida eterna, porque los
santos, en la instancia de la muerte, ven con toda claridad el destino de
eternidad en los cielos al cual están próximos a ingresar.
A diferencia de la muerte de quien no cree en la vida
eterna, la muerte del santo es ya un anticipo de la vida eterna, y por eso su
muerte nunca es, paradójicamente, signo de mera muerte, sino signo de la vida
divina, eterna y celestial, la vida que Jesús nos consiguió al precio de su
Sangre derramada en la Cruz.
Es por este motivo que vale la pena detenernos en los últimos
momentos de la vida terrena de San Luis Gonzaga, porque nos hablan de la
existencia de los cielos eternos, cielos a los cuales ingresa un alma que muere
en estado de gracia. Es tan preclara la muerte de los santos, que más que
muerte, puede llamársele: “atravesar el umbral que conduce a la vida eterna”. La
muerte de los santos se convierte en una verdadera catequesis acerca de la
muerte y de la vida eterna.
La muerte cristiana y ejemplar de San Luis Gonzaga fue así:
en el año 1591, se desencadenó en Roma una epidemia mortal que acabó con gran
parte de la población. Los jesuitas, orden a la que pertenecía San Luis Gonzaga,
abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre
general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis
iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos;
luego, se encargó del cuidado de los moribundos, tarea a la que se entregó de
lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos
para la confesión. Ejerciendo esta obra de misericordia corporal –una de las
que pide la Iglesia, socorrer a los enfermos, necesaria para entrar en los
cielos-, era muy probable que contrajese la enfermedad que diezmaba a la
población, cosa que efectivamente sucedió en muy poco tiempo. Su estado se
agravó de tal manera, que Luis supo que su vida terrena estaba por finalizar, y
para comunicar esta noticia a su madre, le escribió una carta, a modo de
despedida, en la que, entre otras cosas, le decía así: “Alegraos, insigne
señora, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que
vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas
misericordias”.
Le
dice: “Dios me llama después de una tan breve lucha: la “breve lucha” es esta
vida, este paso por la vida terrena, la cual es siempre lucha: “lucha es la
vida del hombre en la tierra”; es una lucha contra enemigos mortales, el
demonio, el mundo y la carne, y es una lucha que solo puede vencerse con las
armas del cielo: la Santa Cruz, el Rosario, la Eucaristía, la Confesión
sacramental. Los santos, como San Luis Gonzaga, han usado estas armas con
eficacia, constancia, perseverancia y amor, y por eso han vencido en la lucha,
han vencido, han merecido la corona de la victoria, y luego de la muerte, Dios
les concede el premio a su triunfo, que es el triunfo de Cristo, y este premio
es la vida eterna.
En
la carta a su madre, le habla ya de la eternidad en la que está por ingresar: “no
lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios”. Quien muere en
gracia, pasa a la vida, y la vida eterna, porque es la vida de Dios mismo y,
como dice la Escritura, “Dios es un Dios de vivos, y no de muertos”, y por eso,
el que muere en Dios, recibe de Dios su vida, que es eterna, feliz, pacífica,
agradable y amorosa. Aunque muera la vida terrena, “no se puede llorar como
muerto al que vivirá la vida del mismo Dios”, porque está vivo en Dios, y vive
para siempre con la vida misma de Dios. Aunque la muerte del justo provoque
dolor y llanto, está vivo en Dios y de Dios recibe, para siempre, su vida, su
Amor, su dicha, su paz y su felicidad.
Finalmente,
San Luis endulza la separación que provoca la muerte recordándole que también
ella habrá de morir y que, por la misericordia de Dios, se reencontrarán en el
cielo: “Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Para el
cristiano, para el que muere esperando en la Misericordia Divina, la muerte no
es nunca una separación final, sino temporaria; la separación durará el tiempo que
durará la vida terrena de aquel que todavía no ha muerto, y cuando este muera,
se producirá el reencuentro en Cristo.
En
sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado
ante su cama, y esta fijación de su vista en el crucifijo se hizo más intensa a
medida que se acercaba su final, de manera tal que murió con los ojos clavados
en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, alrededor de la medianoche,
entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años
y ocho meses.
Así
nos enseña San Luis Gonzaga a morir: con los ojos clavados en el crucifijo –muy
similar a la muerte de Santa Juana de Arco-, porque quien contempla a Cristo
crucificado, recibe de Él la curación del alma, esto es, la conversión, aun
cuando no reciba la curación corporal –esta curación estuvo prefigurada en la
serpiente de bronce levantada en alto por Moisés en el desierto-; quien así
muere, contemplando a Cristo crucificado, al cerrar los ojos corporales por la
muerte física, abre sus ojos espirituales en la vida eterna, y comienza así la
alegría inimaginable que significa contemplar cara a cara a Dios Uno y Trino.
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