San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 5 de junio de 2013

San Bonifacio, obispo y mártir


         “No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo”[1].
         Si bien se trata de una carta con indicaciones acerca de la actuación de los presbíteros, los consejos de San Bonifacio son válidos para todo cristiano, sea laico, sacerdote o religioso, por lo que analizaremos, a la luz de la fe, su contenido.
         “No seamos perros mudos”: un perro se caracteriza por su fidelidad a su patrón y la mejor forma que tiene de demostrar su fidelidad es el advertir, co sus ladridos, la inminencia de un peligro. De esta manera el dueño, que está descansando o haciendo alguna tarea en el hogar, al ser alertado por los ladridos del perro, se pone en guardia para repeler el ataque del ladrón. En nuestro caso, se trata del ataque del Perro infernal, que pretende ingresar en las casas, es decir, en los corazones de los hombres, para destruirlos con sus dentelladas rabiosas y así quitarle la vida de la gracia. Un cristiano debe “ladrar” con todas sus fuerzas, es decir, debe advertir a sus hermanos acerca de la Presencia del Perro del Infierno, Satanás, que busca descargar su rabia y su odio contra Dios, en los hombres, creados a su imagen y semejanza. El cristiano actúa como un perro mudo toda vez que mira para otro lado cuando se comete una injusticia, o cuando calla ante el mal, o cuando no dice una palabra en defensa de la Iglesia, del Papa, de los sacerdotes, o cuando incluso dentro de la misma Iglesia permite el mal, la mentira, la corrupción en todas sus formas. “No seamos perros mudos”, nos advierte San Bonifacio, por eso debemos “ladrar”, denunciando la inmoralidad reinante y defendiendo los derechos de Dios a ser conocido, respetado, amado y adorado por toda la humanidad.
         “No seamos centinelas silenciosos”. Un centinela está ubicado en una posición de altura, de privilegio, para precisamente poder alertar a la plaza fuerte sobre la incursión de los enemigos, para lo cual debe gritar, con todas sus fuerzas, alertando a los demás, para que se preparen a repeler el artero ataque enemigo. Si un centinela ve venir al enemigo, y calla, comete el pecado de traición, porque todos aquellos que debían ser alertados, quedan desprevenidos y a la merced de sus enemigos. Hoy, cuando las huestes enemigas buscan penetrar en la fortaleza de las almas para incendiarlo y destruirlo todo, el cristiano, en su estado de vida, cualquiera sea, debe ser como un centinela, que alerte los inminentes peligros que se abaten sobre las almas, el más insidioso de todos, el gnosticismo de la Nueva Era o New Age, gravísimo error según el cual no se necesita de la gracia de Cristo Dios para la salvación. El cristiano debe combatir, con los medios espirituales a su alcance –oración, sacramentos, penitencia, sacrificios, misericordia- el error gnóstico que amenaza la vida eterna de cientos de miles de almas.
         “No seamos mercenarios que huyen del lobo”. Al mercenario no le interesan las ovejas, sino su salario, el dinero, y por eso cuando ve venir el lobo, huye, sin importarle la suerte del rebaño. El mercenario trabaja por el dinero y no por Dios; de ahí la advertencia de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero”. El buen pastor, el buen cristiano, por el contrario, ama a Dios y por Dios y en Dios, ama a las almas, sin importarle el dinero y cuando viene el lobo, le hace frente, porque ama a las almas en Dios y las ama con el Amor de Dios, y por eso arriesga su vida para salvarlas. Hoy en día el Lobo infernal, del demonio, ronda el rebaño haciendo estragos en él, destrozando las almas por medio de las sectas, el ocultismo, la brujería, la magia, la religión wiccana, el tarot, el yoga, el reiki y cientos de prácticas gnósticas más.
         Dice San Bonifacio que debemos “anunciar los designios de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas a tiempo y a destiempo”: a todos debemos anunciar que Cristo Dios es nuestro Salvador y que sólo a Él debemos adorar y servir en esta vida, y a nadie más, y este anuncio es tanto más perentorio cuanto que en nuestro tiempo la secta luciferina de Acuario, la Nueva Era, pretende conseguir la iniciación luciferina y la consagración de Satanás a la humanidad, para lo cual elabora, promociona, difunde, apoya, por todos los medios posibles, la exaltación del ocultismo, de la magia, de la brujería y de toda abominación similar, disfrazándola de libros, revistas, publicaciones, películas o series “familiares”, como Harry Potter, Los hechiceros de Waverly Place, Sabrina, la bruja adolescente, Crepúsculo, Avatar, etc. Si el cristiano no denuncia esta situación, en el medio en el que se desempeña, la familia, el estudio, el trabajo, el barrio, etc., se convierte en un perro mudo, en un centinela silencioso, en un mercenario que huye ante el Lobo infernal, asociándose a este en su tarea de acechar y capturar almas para su reino de tinieblas.
         Finalmente, San Bonifacio murió a manos de los paganos, según el relato que de su muerte hace Alan Butler: “San Bonifacio hizo los arreglos para una confirmación en masa, en la víspera de Pentecostés, en un campamento levantado sobre la planicie de Dokkun, en la ribera del riachuelo Borne (Alemania). En el día señalado, el santo estaba leyendo dentro de su tienda, en espera de los nuevos convertidos, cuando una horda de hostiles paganos apareció de repente con evidente intención de atacar el campamento. Los pocos cristianos que se encontraban ahí rodearon a san Bonifacio para defenderle, pero éste no se los permitió. Les pidió que permanecieran a su lado, los exhortó a confiar en Dios y a recibir con alegría la posibilidad de morir por la fe. En eso estaba, cuando el grupo fue atacado brutalmente por la horda furiosa. San Bonifacio fue uno de los primeros en caer, y todos sus compañeros sufrieron la misma suerte. El cuerpo del santo fue trasladado finalmente al monasterio de Fulda, donde aún reposa. También se atesora ahí el libro que estaba leyendo el santo en el momento del ataque. Se afirma que el mártir levantó en alto aquel libro, para que no sufriera tanto daño como él mismo y, en efecto, las pastas de madera del pequeño volumen tienen muescas causadas por los cuchillos y algunas manchas que se supone sean las de la sangre del mártir”[2].
         Hoy nos enfrentamos a un paganismo inmensamente más peligroso y dañino, el neo-paganismo de la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario y su peligrosidad radica en que, a diferencia del paganismo pre-cristiano, este nuevo paganismo ha conocido y rechazado a Cristo, con lo cual ha cerrado definitivamente las puertas de la salvación para aquellos que se inscriben en sus filas. Las almas de nuestros prójimos están en grave peligro y ese es el motivo por el cual las palabras, el mensaje y la vida de santos como San Bonifacio, son una ayuda del cielo para nuestro ser y obrar: debemos ser y obrar como perros que alerten con sus ladridos la presencia del Lobo infernal; debemos ser y obrar como centinelas atentos a las incursiones de las huestes enemigas, las numerosísimas sectas de la Nueva Era; debemos ser y obrar como pastores solícitos que alerten a las ovejas sobre el demonio, que anda “como león rugiente buscando devorar las almas” (cfr. 1 Pe 5, 8), y esto, como dice San Bonifacio, con la fuerza de la gracia santificante de Jesucristo, y en todo momento, a tiempo y a destiempo.

        






[1] San Bonifacio, Cartas de San Bonifacio; Carta 78: MGH, Epistolae 3, 352, 354.
[2] Cfr. Vidas de los Santos de Butler; cfr. http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=1907

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