San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 10 de junio de 2011

Súplica de Simeón el Nuevo Teólogo para Pentecostés



Para suplicar y esperar la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, es recomendable la oración de Simeón el Nuevo Teólogo: “Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio oculto. Ven, tesoro sin nombre. Ven, realidad inefable. Ven, Persona inconcebible. Ven, felicidad sin fin. Ven, luz sin ocaso. Ven, espera infalible de todos los que deben ser salvados. Ven, despertar de los que están acostados. Ven, resurrección de los muertos. Ven, oh poderoso, que haces siempre todo y rehaces y transformas por tu solo poder. Ven, oh invisible y totalmente intangible e impalpable. Ven, tú que siempre permaneces inmóvil y a cada instante te mueves todo entero y vienes a nosotros, tumbados en los infiernos, oh tú, por encima de todos los cielos. Ven, oh Nombre bien amado y respetado por doquier, del cual expresar el ser o conocer la naturaleza permanece prohibido. Ven, gozo eterno. Ven, corona imperecedera. Ven, púrpura del gran rey nuestro Dios. Ven, cintura cristalina y centelleante de joyas. Ven, sandalia inaccesible. Ven, púrpura real. Ven, derecha verdaderamente soberana. Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable. Ven tú, el Solo, al solo, ya que tú quieres que esté solo. Ven, tú que me has separado de todo y me has hecho solitario en este mundo. Ven, tú convertido en ti mismo en mi deseo, que has hecho que te deseara, tú, el absolutamente inaccesible. Ven, mi soplo y mi vida. Ven, consuelo de mi pobre alma. Ven, mi gozo, mi gloria, mis delicias sin fin”[1].

Y además de esta, la oración atribuida primero a San Agustín y luego a Juan de Fécamp, del año 1060: “Ven, pues; ven, oh consolador buenísimo del alma que sufre… Ven, tú que purificas las manchas, tú que curas las heridas. Ven, fuerza de los débiles, vencedor de los orgullosos. Ven, oh tierno padre de los huérfanos… Ven, esperanza de los pobres… Ven, estrella de los navegantes, puerto de los que naufragan. Ven, oh gloriosa insignia de los que viven. Ven, tú el más santo de los Espíritus, ven y ten compasión de mí. Hazme conforme a ti…”[2].

O también, la de un autor contemporáneo, anónimo: “Ven, Espíritu de Dios, tú que sobrevolaste en el Jordán, y sobrevuelas el altar, convirtiendo las ofrendas; Ven, Santo Espíritu divino, luz resplandeciente, brillo eternal, esplendor inenarrable de majestad; Ven, Amor Increado, por quien el amor verdadero es verdadero amor; Ven, tú que enciendes los corazones en el fuego del Amor divino; Ven, oh Amor llameante, que flameas comunicando tu ardor al Sagrado Corazón; Ven, tú, que te derramas en la Sangre del Corazón traspasado y te donas en el cáliz del Nuevo Vino; Ven, Santidad Increada; Ven, tú, que santificaste el seno virgen de María, y llenaste de luz y de gloria la Humanidad santísima del Verbo; Ven, y llénanos de tu santidad, y santifícanos; Ven, tú, que eres Bueno, con bondad infinita, quema nuestras maldades en el horno ardiente de tu caridad inmensa; oh Espíritu Purísimo, ven, y abrasa nuestras impurezas, así como el fuego acrisola el oro, y así podremos reflejar tu misma luz; Ven, luz inaccesible al ojo creado, e ilumina lo más profundo de nuestro ser, que habita en tinieblas y en sombra de muerte, y así resplandeceremos y viviremos por siempre; Ven, Tú, Espíritu inefable, desconocido a las criaturas, ven, y toma posesión de nuestro ser; Ven, oh Espíritu Santo, introdúcenos en el Corazón del Hombre-Dios, para así tener acceso al Padre en la eternidad; Ven, oh Espíritu Santo, ven.



[1] Oración que encabeza los himnos. Cit. Congar, Yves, El Espíritu Santo, Editorial Herder, Barcelona 1991, 317.

[2] En Arsène-Henry, Les plus beaux textes sur le Saint-Esprit, París 1968, 204; cit. Congar, o. c.

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