San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 14 de enero de 2011

San Blas


Cuenta la Tradición que el obispo mártir San Blas, camino del martirio, imponiendo las manos a un niño que estaba muriendo por habérsele atravesado una espina en la garganta, lo curó milagrosamente.

En esta curación milagrosa, efecto de la gracia, debemos detenernos. Es cierto que a San Blas podemos lícitamente pedirle que nos cure y nos prevenga de enfermedades graves, pero lo que San Blas puede darnos es infinitamente más grande que la mera salud corporal. Ante todo, su ejemplo de vida, su martirio que, como todo martirio, es una imitación y una continuación de la Pasión del Rey de los mártires, Jesucristo. Ya con su sola muerte martirial, San Blas se constituye en fuente de gracias para la comunidad eclesial, ya que el martirio es comunión en la muerte en cruz del Hombre-Dios, y la muerte en cruz del Hombre-Dios es la Puerta por donde se derrama el caudal inagotable de la vida divina.

Pero hay otra cosa que nos enseña San Blas, y es el poder de la gracia. Más allá de poder curar o prevenir alguna enfermedad grave, veamos no el efecto, la curación, sino la causa, la gracia. La gracia santificante, cuyo canal son los sacramentos y los santos, obra en la debilidad de nuestra naturaleza prodigios infinitamente superiores a la curación de cualquier enfermedad corporal, por graves que sean. Refiriéndose justamente a la acción de la gracia, dice Casiano: “(La gracia) convierte el endurecido corazón de un usurero en un corazón generoso (...); transforma su corazón incontinente en una persona suave, delicada, severa y penitente, que abraza con alegría la pobreza voluntaria y las mortificaciones. Éstas son las obras verdaderas de Dios; éstos son los verdaderos milagros, que convierten, en un momento, como en el caso de Mateo, a un publicano en un Apóstol, y como en San Pablo, a un perseguidor en el más celoso predicador del Evangelio. (...) ¿Quién no admira –continúa Casiano- el poder de la gracia, cuando alguien ve la glotonería y el amor por los placeres sensuales tan mortificados en sí mismo, que se contenta con la comida insípida y desabrida; cuando percibe que el fuego de la concupiscencia, que él consideraba inextinguible, se ha enfriado de tal manera que ya casi ni lo percibe; cuando, siendo una persona irritable e impaciente, que se sentía inclinado a la ira aún ante las muestras de ternura, verse tan manso y humilde que no sólo no lo inmutan los insultos, sino que, por el contrario, se goza de ellos? (Coll. 12, 12)[1]. Y San Agustín dice que el alma que se entrega con confianza a Dios, sobre todo en la oración, tiene en la asistencia de la divina gracia más poder para someter a la carne que el poder que tiene la carne para encender el fuego de la concupiscencia (Sermo 155, n. 2)[2].

La gracia de Jesucristo en el alma hace que el alma camine sin esfuerzos en el camino de la perfección, porque infunde una nueva vida que revitaliza en tal manera la debilidad del cuerpo y la flojera del alma, que el hombre se siente capaz no sólo de cumplir perfectamente las obras propias de la naturaleza, sino de hacer obras propias de Dios, porque está unido al Hombre-Dios.

Esto es lo que debemos pedir a San Blas, que como mártir adora con nosotros, en el sacrificio del altar, al Rey de los mártires, Jesucristo.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of divine grace, TAN Books and Publishers, Illinois 2000, 256-257.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 258.

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