San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 21 de junio de 2019

San Luis Gonzaga



         Estando San Luis Gonzaga en el noviciado, se desató una epidemia[1] en el año 1591, sobre toda la población de Roma. En algunos casos, la epidemia era mortal. San Luis, que era seminarista jesuita, se dedicaba a recorrer las calles para pedir víveres para los enfermos y luego se dedicó a curarlos él personalmente, además de prepararlos para la confesión, en el hospital que los jesuitas, por su cuenta, habían abierto  para atender a los enfermos graves y en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales. Al estar en contacto con los enfermos, como era una enfermedad contagiosa, San Luis se contagió y contrajo la enfermedad. Luego de tres meses de estar enfermo con fiebre, San Luis se dio cuenta que estaba llegando la hora de partir de este mundo, por lo que se dedicó, con sus pocas fuerzas, a escribirle una carta a su madre, en la que la llama “ilustrísima señora” y en la que le dice que no llore su muerte, pues él va al cielo, en donde están todos vivos con Dios y en Dios.
Quienes asistieron a sus últimos momentos, narran que no apartaba su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama y que en todas las ocasiones en que le era posible, se levantaba del lecho, por la noche, para besar las llagas de Jesús crucificado y para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación; también oraba mucho, arrodillado en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Le preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el Purgatorio; San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia, esto es, la de pasar directamente de esta vida al cielo, sin pasar por el Purgatorio.
En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el “Te Deum” como acción de gracias. Algunas veces se le oía repetir las palabras del Salmo 121, 1: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor!”. En una de esas ocasiones, agregó: “¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!”. Le decía a Jesús que tenía muchas ganas de ir al cielo con Él. Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo: “¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos...!”, “¿A dónde, Luis?”, le preguntó su superior y San Luis contestó: “¡Al Cielo!”.
Finalmente, San Luis Gonzaga murió a la edad de veintitrés años, con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios a la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio, repitiendo antes la misma oración de Jesús en la Cruz, antes de morir: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.
Fue canonizado en 1726; el Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes y el Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
El mensaje de santidad de San Luis Gonzaga, además de su propia vida, está plasmado en la carta que le escribe a su madre, a la cual le dice así, entre otras cosas: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Es decir, San Luis sabía que estaba por morir, pero estaba contento porque sabía que iba a seguir viviendo en el cielo, con Dios y de Dios. En la carta demuestra que ama a Dios por encima de todas las cosas, que tiene un gran deseo del cielo, que conserva la pureza de su cuerpo y de su alma para ir directamente al cielo y además demuestra un gran amor a sus padres, sobre todo a su madre a la cual, como dijimos, no la llama por su nombre, sino que le da el título de “ilustrísima señora”. Así, San Luis Gonzaga nos enseña el amor a Dios y al cielo y a conservar la pureza del cuerpo y alma para estar siempre en gracia y en estado de ir al cielo; además, San Luis nos enseña el Cuarto Mandamiento, el amor a los padres luego del amor a Dios.

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