La
alegría y el buen humor eran algo que caracterizaba a San Felipe Neri, además
de, por supuesto, su vida de santidad. Incluso el apostolado, todo lo hacía con
buen humor y alegría. Por ejemplo, se cuenta que a un joven lo encaminó en la
vida, solo con sus famosos “después”: pretendiendo hacerle ver la vanidad de la
vida y lo pasajero que es esta, entabla el siguiente diálogo con el joven: -Y
ahora muchacho, ¿qué piensas hacer, muchacho? -Pues, estudiar fuerte y sacar mi
carrera. -¿Y después?... -Después, buscarme un trabajo que me dé nombre y me dé
dinero. -¿Y después? -Después, me buscaré mi novia, naturalmente, y que sea
buena y bonita. -¿Y después? -Después, me casaré, y a ser feliz. -¿Y después?
-Después..., eso que he dicho, a ser feliz toda mi vida con mi mujer. -¿Y
después?... - Pues, como todos los hombres. Después, a morir, y ojalá sea de
viejo, ¿no le parece?... -¿Y después? -Después, después... -Ya te lo digo yo.
Después a presentarte en el tribunal de Dios, a darle cuenta de toda tu vida y
a recibir de Él la sentencia que durará para siempre”[1]. De
esta manera, sencilla y simple, además de simpática, orientó la vida de este
joven, haciéndole ver el destino de trascendencia eterna que le esperaba.
Una
vez ordenado sacerdote, San Felipe se dedica a hacer un enorme apostolado, por
medio de las obras de misericordia, sea corporales que espirituales, dedicando
especial atención a niños, jóvenes, enfermos y encarcelados. Pero no solo ellos
recibían su atención espiritual: por su fama de santidad, acudían a solicitar
sus sabios consejos cardenales, obispos, y grandes santos, como San Ignacio de
Loyola, de quien era amigo. Pasaba largas horas en el confesionario, además de
enseñar a rezar y a vivir cristianamente a los peregrinos. A los niños les
decía: “A jugar y a divertirse todo lo que se puedan! Lo único que os pido es
que no cometáis nunca un pecado mortal y que además se porten bien… ¡si pueden!”.
Por
sus grandes dotes y capacidades de todo tipo, el Papa de su tiempo quiso
hacerlo Cardenal, pero San Felipe rechazó el ofrecimiento, tomando su bonete y
lanzándolo por el aire haciendo piruetas, al tiempo que exclamaba: “¡Cielo,
cielo, que no cardenalatos quiero!”[2].
Incluso
hasta el día mismo de su muerte, conservó San Felipe intacto su buen humor, con
el que había vivido siempre. El 25 de Mayo de 1595, el día de su muerte, se
levantó, celebró la Santa Misa como de costumbre, se confesó, rezó, dio un
abrazo a sus discípulos del Oratorio un brazo y se acostó. En medio de la
noche, se despertó y preguntó: “-¿Qué hora es? -Las tres. -¿Las tres? Tres y
dos son cinco, tres y tres son seis, y a las seis la partida...”. A las seis,
efectivamente, partió al Cielo[3]. Pero
antes de partir, gastó una última broma santa: su médico lo vio tan extraordinariamente
contento que le dijo: “Padre, jamás lo había encontrado tan alegre”, y él le
respondió: “Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor”. A la
media noche le dio un ataque y levantando la mano para bendecir a sus
sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente, a los 80 años[4].
Ante
este ejemplo de santidad y alegría, nos preguntamos: ¿la alegría de San Felipe
Neri era sólo consecuencia de un carácter naturalmente bonachón y dado a las
bromas? ¿O había algo más? La respuesta es que su alegría no se originaba en
él, sino que era la alegría que le transmitía Jesucristo, que en cuanto Dios,
es la Alegría Increada en sí misma, como dice Santa Teresa de los Andes: “Dios
es Alegría infinita”. Su alegría no provenía entonces de sí mismo, ni de las
cosas del mundo, sino del Corazón mismo de Jesucristo, el Dios de la Alegría
infinita, Causa de nuestra paz. Al recordarlo en su día, le pedimos a San
Felipe que interceda ante Nuestro Señor, para que también nosotros seamos
capaces, en medio de las tribulaciones de la vida, reflejar la Alegría de
Cristo o, mejor, a Cristo, Alegría Increada.
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