En las apariciones del Sagrado Corazón, Jesús le revela a
Santa Margarita los secretos de su Corazón: el infinito y eterno Amor que en él
inhabita y que concede a los hombres de modo gratuito e inagotable. Sin embargo,
Jesús revela también cómo, de parte de los hombres, sólo encuentra desprecio,
ingratitud e indiferencia, frente al Amor de un Dios que se dona sin medida en
el don de su Sagrado Corazón. Dice así Santa Margarita en la Tercera Revelación:
“Una vez, estando expuesto el Santísimo Sacramento, se presentó Jesucristo
resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas que se presentaban como otro
tanto soles, saliendo llamaradas de todas partes de Su Sagrada Humanidad, pero
sobre todo de su adorable pecho que, parecía un horno encendido. Habiéndose
abierto, me descubrió su amabilísimo y amante Corazón, que era el vivo
manantial de las llamas. Entonces fue cuando me descubrió las inexplicables
maravillas de su puro amor con que había amado hasta el exceso a los hombres,
recibiendo solamente de ellos ingratitudes y desconocimiento. “Eso”, le dice
Jesús a Margarita, “fue lo que más me dolió de todo cuanto sufrí en mi Pasión,
mientras que si me correspondiesen con algo de amor, tendría por poco todo lo
que hice por ellos y, de poder ser, aún habría querido hacer más. Mas sólo
frialdades y desaires tienen para todo mi afán en procurarles el bien. Al menos
dame tú el gusto de suplir su ingratitud de todo cuanto te sea dado conforme a
tus posibilidades”.
Esta
indiferencia, ingratitud y desprecio de los hombres es tanto más
incomprensible, cuanto que son los hombres los que tienen necesidad del Amor de
Dios, y no Dios del amor de los hombres. Si Jesús dona su Amor misericordioso a
través de su Sagrado Corazón, es para que los hombres se salven de la eterna
condenación en el infierno, tal como lo dice Jesús en la Primera Revelación: “Es
menester que las derrame valiéndose de ti y se manifieste a ellos para
enriquecerlos con los preciosos dones que te estoy descubriendo los cuales
contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del
abismo de perdición”. En la Segunda Revelación, dice así Santa Margarita: “(…) El
ardiente deseo que tenía de ser amado por los hombres y apartarlos del camino
de la perdición, en el que los precipita Satanás en gran número, le había hecho
formar el designio de manifestar su Corazón a los hombres”. Es decir, si Jesús
se nos manifiesta como el Sagrado Corazón –y continúa su manifestación de
manera oculta e invisibles, en la Eucaristía, como Sagrado Corazón Eucarístico-,
es para apartarnos del peligro de la eterna condenación, hacia la cual quiere
arrastrarnos Satanás, y no porque Él tenga necesidad de nuestro pobre y mísero
amor; al menos por esto, deberíamos responder a su llamado de adoración y
reparación. Si alguien nos avisara acerca de la inminencia de un terremoto devastador, el más grande que jamás haya tenido lugar, ¿seguiríamos con nuestras ocupaciones cotidianas, sin más preocupaciones? ¿No correríamos a ponernos al amparo más seguro que podamos encontrar, hasta que pase la calamidad? Y si esto, como es obvio, no hacemos con los peligros de la naturaleza, ¿por qué entonces no corremos a adorar al Sagrado Corazón de Jesús, que late en la Eucaristía, para así salvar nuestras almas?
La respuesta a estos interrogantes es que los hombres se comportan como si Dios fuera deudor de ellos y no ellos deudores
de Dios; los hombres se comportan en relación a Dios de un modo distante,
hostil, frío, indiferente, con una indiferencia que raya en el sacrilegio y en
la blasfemia. Y, peor aún, los pocos cristianos que responden a su llamada, lo
hacen de un modo tan débil y tenue, que provoca en Jesús más bien dolor que
gozo, suscitando sus palabras en el Apocalipsis: “¡Ojalá fueras frío o
caliente! Pero porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de
mi boca” (3, 15-16). La actitud de los cristianos de hoy, con relación al Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, es similar a la de los Apóstoles Pedro, Santiago
y Juan en el Huerto de los Olivos: llamados por Dios Encarnado para que sean
testigos privilegiados del misterio de su dolorosa y pavorosa agonía, los
Apóstoles, llevados por el desamor, la indiferencia, el desgano por las cosas
de Dios, la apatía y la tibieza espiritual, en vez de rezar junto al
Hombre-Dios, para confortarlo en su dura lucha contra las potencias del
infierno desencadenadas contra Él, duermen profundamente, al punto de merecer
el reproche de Jesús: “¿No habéis podido velar conmigo ni siquiera una hora?” (Mt 26, 40). Y mientras los Apóstoles
duermen, dejando solo a Jesús, los enemigos de Jesús, por el contrario, se
muestran bien despiertos y activos, maquinando frenéticamente, amparados por
las tinieblas, la muerte de Nuestro Señor. También en nuestros días, mientras los
agentes de las tinieblas se mueven de manera frenética para destruir a la
Iglesia, los cristianos, adormecidos por su tibieza espiritual, no son capaces
de hacer adoración eucarística o, si la hacen, la hacen como por la fuerza, de
mala gana y como por obligación, pocas veces movidos por un auténtico y
sobrenatural amor al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
“He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y sólo recibe de ellos
desprecio, ingratitud e indiferencia”. Lo mismo que Jesús le dijo a Santa
Margarita, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, y si Santa Margarita,
siendo “un abismo de indignidad e ignorancia” pudo reparar, nosotros, que
superamos indeciblemente a Santa Margarita en ignorancia e indignidad, hacemos
el propósito de aliviar el la soledad, la amargura y el dolor del Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, adorando en la Eucaristía a su Sagrado Corazón de
carne, oculto a los ojos del cuerpo, visible a los ojos de la fe, y para llevar
a cabo este propósito, le pedimos a María Santísima, Nuestra Señora de la
Eucaristía, que nos dé de su Amor, el Amor que inhabita en su Inmaculado
Corazón, para que amemos al Corazón de Jesús con el mismo Amor con el que Ella
lo ama.
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