San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 6 de mayo de 2016

El Sagrado Corazón de Jesús y la necesidad de nuestra adoración y reparación


         En las apariciones del Sagrado Corazón, Jesús le revela a Santa Margarita los secretos de su Corazón: el infinito y eterno Amor que en él inhabita y que concede a los hombres de modo gratuito e inagotable. Sin embargo, Jesús revela también cómo, de parte de los hombres, sólo encuentra desprecio, ingratitud e indiferencia, frente al Amor de un Dios que se dona sin medida en el don de su Sagrado Corazón. Dice así Santa Margarita en la Tercera Revelación: “Una vez, estando expuesto el Santísimo Sacramento, se presentó Jesucristo resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas que se presentaban como otro tanto soles, saliendo llamaradas de todas partes de Su Sagrada Humanidad, pero sobre todo de su adorable pecho que, parecía un horno encendido. Habiéndose abierto, me descubrió su amabilísimo y amante Corazón, que era el vivo manantial de las llamas. Entonces fue cuando me descubrió las inexplicables maravillas de su puro amor con que había amado hasta el exceso a los hombres, recibiendo solamente de ellos ingratitudes y desconocimiento. “Eso”, le dice Jesús a Margarita, “fue lo que más me dolió de todo cuanto sufrí en mi Pasión, mientras que si me correspondiesen con algo de amor, tendría por poco todo lo que hice por ellos y, de poder ser, aún habría querido hacer más. Mas sólo frialdades y desaires tienen para todo mi afán en procurarles el bien. Al menos dame tú el gusto de suplir su ingratitud de todo cuanto te sea dado conforme a tus posibilidades”.
Esta indiferencia, ingratitud y desprecio de los hombres es tanto más incomprensible, cuanto que son los hombres los que tienen necesidad del Amor de Dios, y no Dios del amor de los hombres. Si Jesús dona su Amor misericordioso a través de su Sagrado Corazón, es para que los hombres se salven de la eterna condenación en el infierno, tal como lo dice Jesús en la Primera Revelación: “Es menester que las derrame valiéndose de ti y se manifieste a ellos para enriquecerlos con los preciosos dones que te estoy descubriendo los cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición”. En la Segunda Revelación, dice así Santa Margarita: “(…) El ardiente deseo que tenía de ser amado por los hombres y apartarlos del camino de la perdición, en el que los precipita Satanás en gran número, le había hecho formar el designio de manifestar su Corazón a los hombres”. Es decir, si Jesús se nos manifiesta como el Sagrado Corazón –y continúa su manifestación de manera oculta e invisibles, en la Eucaristía, como Sagrado Corazón Eucarístico-, es para apartarnos del peligro de la eterna condenación, hacia la cual quiere arrastrarnos Satanás, y no porque Él tenga necesidad de nuestro pobre y mísero amor; al menos por esto, deberíamos responder a su llamado de adoración y reparación. Si alguien nos avisara acerca de la inminencia de un terremoto devastador, el más grande que jamás haya tenido lugar, ¿seguiríamos con nuestras ocupaciones cotidianas, sin más preocupaciones? ¿No correríamos a ponernos al amparo más seguro que podamos encontrar, hasta que pase la calamidad? Y si esto, como es obvio, no hacemos con los peligros de la naturaleza, ¿por qué entonces no corremos a adorar al Sagrado Corazón de Jesús, que late en la Eucaristía, para así salvar nuestras almas?
La respuesta a estos interrogantes es que los hombres se comportan como si Dios fuera deudor de ellos y no ellos deudores de Dios; los hombres se comportan en relación a Dios de un modo distante, hostil, frío, indiferente, con una indiferencia que raya en el sacrilegio y en la blasfemia. Y, peor aún, los pocos cristianos que responden a su llamada, lo hacen de un modo tan débil y tenue, que provoca en Jesús más bien dolor que gozo, suscitando sus palabras en el Apocalipsis: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca” (3, 15-16). La actitud de los cristianos de hoy, con relación al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, es similar a la de los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan en el Huerto de los Olivos: llamados por Dios Encarnado para que sean testigos privilegiados del misterio de su dolorosa y pavorosa agonía, los Apóstoles, llevados por el desamor, la indiferencia, el desgano por las cosas de Dios, la apatía y la tibieza espiritual, en vez de rezar junto al Hombre-Dios, para confortarlo en su dura lucha contra las potencias del infierno desencadenadas contra Él, duermen profundamente, al punto de merecer el reproche de Jesús: “¿No habéis podido velar conmigo ni siquiera una hora?” (Mt 26, 40). Y mientras los Apóstoles duermen, dejando solo a Jesús, los enemigos de Jesús, por el contrario, se muestran bien despiertos y activos, maquinando frenéticamente, amparados por las tinieblas, la muerte de Nuestro Señor. También en nuestros días, mientras los agentes de las tinieblas se mueven de manera frenética para destruir a la Iglesia, los cristianos, adormecidos por su tibieza espiritual, no son capaces de hacer adoración eucarística o, si la hacen, la hacen como por la fuerza, de mala gana y como por obligación, pocas veces movidos por un auténtico y sobrenatural amor al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y sólo recibe de ellos desprecio, ingratitud e indiferencia”. Lo mismo que Jesús le dijo a Santa Margarita, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, y si Santa Margarita, siendo “un abismo de indignidad e ignorancia” pudo reparar, nosotros, que superamos indeciblemente a Santa Margarita en ignorancia e indignidad, hacemos el propósito de aliviar el la soledad, la amargura y el dolor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, adorando en la Eucaristía a su Sagrado Corazón de carne, oculto a los ojos del cuerpo, visible a los ojos de la fe, y para llevar a cabo este propósito, le pedimos a María Santísima, Nuestra Señora de la Eucaristía, que nos dé de su Amor, el Amor que inhabita en su Inmaculado Corazón, para que amemos al Corazón de Jesús con el mismo Amor con el que Ella lo ama.

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