San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 21 de septiembre de 2014

San Padre Pío de Pietrelcina y el significado de sus estigmas


Además de su vida de santidad extraordinaria y de los asombrosos milagros de todo tipo realizados –tanto en vida terrena como luego de su muerte-, lo que más se destaca en el Padre Pío de Pietrelcina, son sus estigmas, es decir, las llagas visibles que llevó durante muchos años, hasta su muerte. El Padre Pío es el primer sacerdote estigmatizado de la historia, porque hasta él, solo había recibido los estigmas visiblemente San Francisco de Asís, pero San Francisco no era sacerdote, sino hermano religioso. Otros santos recibieron los estigmas, como Santa Gemma Galgani, aunque de un modo invisible y no visible, como el Padre Pío. El hecho de que fueran visibles, nos lleva a preguntarnos por su significado y el significado es el de la participación en la Pasión de Jesús. En efecto, si bien Jesús, el Hombre-Dios, ya cumplió su misterio pascual de Muerte y Resurrección, y por lo tanto, ascendió a los cielos y allí se encuentra, vivo, glorioso y resucitado, y ya no muere más, sin embargo, su Pasión continúa en su Cuerpo Místico, los bautizados en la Iglesia Católica, hasta el fin de los tiempos. Así lo afirma el Magisterio de la Iglesia por la voz del Papa Pío XI: “La pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia”[1] (…) “aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente ‘perdonó nuestros pecados’[2] (…) por (…) admirable disposición de la divina Sabiduría (…) ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia[3] (por lo tanto), a las oraciones y satisfacciones ‘que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores’ podemos y debemos añadir también las nuestras”[4].



Esto lo pide también la Iglesia en la Liturgia de las Horas, cuando en las preces reza para que “los fieles vean en sus enfermedades y tribulaciones una participación en la Pasión de Jesús”[5]. En la misma Misa del Padre Pío se pide, en la Oración Colecta, que los fieles nos asociemos "a los sufrimientos de Cristo", para luego participar de su Resurrección" (cfr. Misal Romano, pág. 757, Edición Típica Latina). Por eso, aun cuando no llevemos las llagas visiblemente, como el Padre Pío, ni tampoco invisiblemente, como Santa Gemma Galgani, todos los cristianos, todos los bautizados, estamos llamados a unirnos -con nuestras existencias cotidianas y comunes-, a la Pasión de Jesús, ofreciendo nuestras vidas de todos los días, nuestros sufrimientos, nuestras tribulaciones, nuestras enfermedades, nuestras derrotas y fracasos, pero también nuestras alegrías y nuestros triunfos, grandes o pequeños, y todo lo debemos ofrecer a Jesús, al pie de la cruz, por manos de la Virgen, porque la Virgen está de pie, al lado de la cruz de su Hijo Jesús. Y si lo debemos ofrecer al pie de la cruz, no hay otro momento y lugar más adecuado para hacerlo, que la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario. Es ahí entonces, en donde debemos, con toda la intensidad de la que es capaz nuestro amor, de elevar nuestras oblaciones y ofrecimientos a Jesús crucificado y a la Virgen que está al pie de la cruz, diciéndole a Jesús, por medio de la Virgen: “Señor, que seas carne en mi carne, alma en mi alma, para que todo aquel que me vea, te vea, me oiga, te oiga. Amén”.
La conmemoración del Padre Pío, entonces, nos debe recordar que, como miembros del Cuerpo Místico de Jesús, estamos llamados a participar de su Pasión y que, por lo tanto, debemos unirnos a Él en su cruz, en la Santa Misa, ofreciéndole en oblación toda nuestra vida y todo nuestro ser, en el tiempo, para la eternidad.





[1] Cfr. Miserentissimus Redemptor, n. 11.
[2] Col 2, 13.
[3] Col 2, 24.
[4] http://www.vatican.va/holy_father/pius_xi/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_08051928_miserentissimus-redemptor_sp.html
[5] Cfr. Liturgia de las Horas.

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