San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 3 de mayo de 2019

El Sagrado Corazón se nos da en la Eucaristía



         En una de las apariciones a Santa Margarita María de Alacquoque –más precisamente, el 27 de diciembre de 1673, día de San Juan el Apóstol, en lo que se conoce como “Primera revelación”[1]-, Jesús, que se le aparecía como el Sagrado Corazón, le pidió su corazón, el corazón de la santa, y lo introdujo en el suyo, devolviéndoselo luego convertido en una llama flameante en forma de corazón. Así lo relata la propia Margarita: “(…) me pidió el corazón, el cual yo le suplicaba tomara y lo cual hizo, poniéndome entonces en el suyo adorable, desde el cual me lo hizo ver como un pequeño átomo que se consumía en el horno encendido del suyo, de donde lo sacó como llama encendida en forma de corazón, poniéndolo a continuación en el lugar de donde lo había tomado”[2].
         Ahora bien, nosotros podemos considerar a Santa Margarita como una santa afortunada, porque Jesús se le aparece como el Sagrado Corazón y además, convierte su corazón humano en un corazón que posee el mismo fuego de Amor que el suyo, ya que se lo devuelve convertido en una llama en forma de corazón. Sin embargo, nosotros podemos decir que no somos menos afortunados que la santa; todavía más, podemos decir que, por la comunión eucarística recibida en la Santa Misa, somos infinitamente más dichosos que la santa. ¿Por qué? Porque en la Santa Misa, Jesús no se nos aparece visiblemente, como a la santa, pero sí se nos aparece invisiblemente, oculto en la apariencia de pan; por otro lado, en vez de pedirnos nuestros corazones para introducirlos en el suyo, como hizo con la santa, Jesús Eucaristía nos dona, por la Eucaristía, su Sagrado Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, para convertir a nuestros corazones, por el contacto con este fuego, en otros tantos corazones similares al suyo. Con la Eucaristía sucede como con el fuego y la leña o el pasto seco: cuanto más secos están estos, al contacto con las llamas, se incendian inmediatamente, convirtiéndose en brasas incandescentes y a tal punto que se puede decir que la leña, convertida en brasa y el pasto seco, convertido en llama, son una sola cosa con el fuego. Entonces, cuanto más secos de amor sean nuestros corazones, tanto más arderán en el fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, cuando entren en contacto con el mismo por medio de la comunión eucarística. Ésta es entonces la razón por la cual nos podemos considerar infinitamente más dichosos que la santa: Jesús no nos pide nuestros corazones, sino que introduce su Sagrado Corazón Eucarístico en nuestros corazones, para convertirlos en corazones semejantes al suyo, que arden en el fuego del Divino Amor.

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