San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 10 de agosto de 2018

Santo Domingo de Guzmán



         Vida de santidad[1].

Nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, que ha sido declarada beata, era una mujer admirable en virtudes cristianas y fue quien lo educó y le transmitió la fe cristiana. A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en cuya casa trabajaba y estudiaba. Leía con asiduidad libros religiosos, además de dedicarse a hacer caridad a la gente. Una vez entrado en la religión, Santo Domingo se destacó por ser un hombre de asidua oración, de duros sacrificios, pero también de gran alegría y buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: “De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación”. Pasaba noches enteras en oración.   Cuando se trataba de temas mundanos era parco, pero cuando había que hablar de Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo.  Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria. A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo Testamento o del Antiguo.
Al acompañar en un viaje apostólico por el sur de Francia a su obispo, se dio cuenta de una peligrosa y gravísima situación para la Iglesia: los herejes –llamados cátaros y albigenses- habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas, provocando la apostasía de innumerables católicos. Esta secta enseña que existen dos dioses, uno del bien y otro del mal: el bueno creó todo lo espiritual mientras que el dios malo, el mundo material. En consecuencia, todo lo material, incluido el cuerpo, es malo para los albigenses, contrariando así una de las enseñanzas de la Iglesia Católica, que enseña que la materia es buena porque fue creada por Dios Trino y nada de lo que hace Dios es malo. Como los albigenses sostenían que todo lo material era malo, también afirmaban en consecuencia y erróneamente que Jesús no es Dios, puesto que tiene un cuerpo material, humano, como todos los hombres –aunque Él es el Hombre-Dios, porque en realidad no es una persona humana, sino la Persona Segunda de la Trinidad-. Así, los albigenses negaban la divinidad de Jesucristo, como muchas otras verdades católicas: la existencia de los sacramentos y la condición de la Virgen de ser la Madre de Dios. También rechazaban la autoridad del Papa y de la jerarquía de la Iglesia, estableciendo sus propias normas y creencias, erradas desde el principio al fin. Para combatir a tan peligrosa secta, los Papas habían enviado, hasta Santo Domingo, a numerosos y santos sacerdotes que trataron de convertirlos, aunque con muy poco éxito.
Frente a esta situación, se había demostrado el método empleado por los misioneros católicos se demostraba absolutamente inadecuado e ineficiente.
Santo Domingo se decidió a emprender la misión de convertir a los herejes y para ello reunió un buen grupo de compañeros y junto con ellos decidió que llevarían una vida de absoluta pobreza, además de buscar vivir la santidad día a día. En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia. El gran fundador le dieron a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos. Además, numerosísimos cátaros y albigenses se convirtieron a la fe católica, al punto que la secta prácticamente desapareció.
Ahora bien, en realidad, lo que les dio la santidad a los dominicos que recién comenzaban y el éxito apostólico en la conversión de almas no fue el empeño ni el propio esfuerzo –que sí hay que ponerlo-, sino una poderosísima arma espiritual que la mismísima Virgen María entregó en manos de Santo Domingo: el Santo Rosario. En efecto, fue la Madre de Dios quien, en una aparición a Santo Domingo, le enseñó a rezar el rosario, en el año 1208, que en realidad es una contemplación rezada de la vida de los misterios de Jesucristo. Además, la Virgen le dijo que propagara esta devoción y que la misma sería un arma poderosa para utilizar contra de los enemigos de la Fe.
Ahora bien, la situación entre albigenses y católicos se tensó cada vez más hasta desembocar en una guerra. Simón De Montfort, jefe del ejército cristiano y a la vez amigo de Domingo, le pidió que les enseñara a las tropas a rezar el rosario, el cual, una vez aprendido, lo rezaron con gran devoción antes de su batalla más importante en la localidad de Muret. De Montfort consideró que su victoria había sido un verdadero milagro y el resultado del rosario y como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del Rosario.
Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía. Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le decían: “Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte”, dijo: “¡Qué hermoso, qué hermoso!” y expiró. A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: “De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo”.

Mensaje de santidad.

Es notorio el antes y el después de la aparición de la Virgen con su don, el Rosario: antes de la aparición de la Virgen, Santo Domingo trabajó incansablemente por la propagación del Evangelio entre los sectarios; hizo continuos ayunos, ofreció oraciones y sacrificios, y sin embargo, logró convertir solo a unos cuantos. Estando en la capilla de las novicias benedictinas, Santo Domingo le suplicó a la Virgen que lo ayudara, pues estaba desanimado, luego de que las conversiones fueran tan escasas y el trabajo tan arduo.
Respondiendo a su pedido, la Virgen se le apareció en la capilla de las religiosas benedictinas. Sostenía un Rosario en su mano y le enseñó a Santo Domingo cómo recitarlo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían por su rezo. Luego de que Santo Domingo implementara el Santo Rosario en su orden, las conversiones, de mínimas que eran, pasaron a ser masivas, por eso decimos que hubo un claro antes y después de la aparición de la Virgen con el Rosario. Podemos decir que fue la Virgen quien, con su Rosario, derrotó a la secta de los cátaros y albigenses que asolaban el sur de Francia. En nuestros días, nos enfrentamos a una secta inmensamente más peligrosa que la de los albigenses y cátaros y es la secta luciferina llamada “Nueva Era”, cuyo objetivo declarado es consagrar la humanidad a Lucifer, el Ángel caído: como en tiempos de Santo Domingo, el Santo Rosario es el arma potentísima con la cual la Iglesia soportará los embates de las puertas del Infierno y el medio por el cual el Inmaculado Corazón de María triunfará.







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