En
su Comentario sobre el Credo, dice
Santo Tomás que Jesús padeció en la cruz para “quitar nuestros pecados” y para “darnos
ejemplo de cómo hemos de obrar: “¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera
por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la
una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos
de obrar” [1].
Entonces,
según Santo Tomás, si queremos saber cómo debemos obrar en el Camino que nos lleva al cielo, encontramos en la cruz
de Jesús los ejemplos de todas las virtudes: “(…) la pasión de Cristo basta
para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera
llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que
Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz
hallamos el ejemplo de todas las virtudes”.
Ante
todo, es ejemplo de amor, porque Jesús murió en la cruz por nosotros, a quienes
consideraba sus amigos: “Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que
el que da la vida por sus amigos. Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y por
esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso
cualquier mal que tengamos que sufrir por él”. Frente a cualquier mal que podamos
sufrir, en vez de quejarnos o rebelarnos, lo que debemos hacer es arrodillarnos
ante Jesús crucificado y contemplar sus heridas sufridas por amor a nosotros y
corresponder a ese amor, ofreciendo el mal que nos acontezca.
En
la cruz, Jesús es modelo insuperable de paciencia, según Santo Tomás: “Si
buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos
cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente
grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora
bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya
que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero,
enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz:
corramos también nosotros con firmeza y constancia la carrera para nosotros
preparada. Llevemos los ojos fijos en Jesús, caudillo y consumador de la fe,
quien, para ganar el gozo que se le ofrecía, sufrió con toda constancia la
cruz, pasando por encima de su ignominia”. Contrariamente a lo que suele
suceder, que es el perder la paciencia ante un acontecimiento que nos
mortifica, Jesús nos enseña, con su paciencia, a ser también nosotros pacientes
con nuestros hermanos, y esto, para cualquier estado de vida. Si los esposos se
tuvieran paciencia entre sí, como la paciencia con la que Cristo sufrió por
nosotros, no existirían desavenencias matrimoniales, y lo mismo se diga de las
relaciones entre hermanos, entre miembros de la sociedad, entre naciones enteras.
Jesús
es ejemplo de humildad: “Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado:
él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir”. Jesús
dijo en el Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29);
entonces, si queremos saber cuál es la medida de la mansedumbre y de la
humildad, lo que tenemos que hacer es contemplar a Cristo crucificado.
Jesús
es ejemplo de obediencia, basada en el Amor. “Si buscas un ejemplo de
obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: como
por la desobediencia de un solo hombre -es decir, de Adán- todos los demás
quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo
todos quedarán constituidos justos”. Dios nos pide que obedezcamos su santa
voluntad, expresada en los Diez Mandamientos, y es su voluntad también que nos
salvemos, para lo cual debemos unirnos a la cruz: para obedecer lo que Dios nos
pide, Jesús crucificado es el ejemplo inigualable de obediencia a la Voluntad
de Dios, por amor.
Jesús
nos enseña que “debemos atesorar tesoros en el cielo” (Mt 6, 20) y no tesoros terrenos,
para lo cual debemos ejercitarnos en el desprecio de las riquezas materiales. También
aquí Jesús crucificado es ejemplo insuperable, según Santo Tomás: “Si buscas un
ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes
y Señor de señores, en el cual están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado,
coronado de espinas, a quien, finalmente, dieron a beber hiel y vinagre”. En la
cruz, Jesús nos enseña la Santa Pobreza de la Cruz, pues allí Jesús no tiene
bienes materiales y los únicos que tiene, son los que el Padre le ha prestado
para que nos abra las puertas del cielo: el leño de la cruz, tres clavos de
hierro, la corona de espinas y el lienzo –el velo de su Madre, María
Santísima-, con el cual se cubre su humanidad.
En
la cruz, Jesús es ejemplo también de cómo debemos huir, no solo de las riquezas
terrenas, sino de los honores mundanos y de la vanagloria, para buscar sólo la
gloria de Dios: “No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten
mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las
dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi
cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre”. Si no
pedimos, en esta vida, los menosprecios y ultrajes que sufrió Jesús, y si no
pedimos su corona de espinas, no podremos recibir la corona de gloria que el
Padre nos tiene reservada en el Reino de los cielos.
Ahora
bien, a esto hay que decir que Jesús en la cruz es ejemplo no solo de estas
virtudes, sino de todas las virtudes que existen, y es ejemplo de un modo
insuperable e inigualable, porque siendo Dios Hijo encarnado, no podía cometer,
no solo ya un pecado venial, sino ni siquiera la más ligera imperfección. Así,
Jesús es ejemplo para aquel cristiano que aspire a las más altas cumbres de la
perfección cristiana, la vida de la gracia; es decir, Jesús crucificado es
ejemplo insuperable para quien desee ser perfecto, como Dios es perfecto: “Sed
perfectos, como vuestor Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).
Por
último, podemos también decir que Jesús no solo es el ejemplo insuperable,
inigualable y perfectísimo de todas las virtudes, sino que, desde la cruz, Jesús
nos concede la fuerza misma de Dios para vivir todas las virtudes en su máxima
perfección, porque en la cruz Jesús derrama su Sangre, la cual nos concede la
gracia santificante que no solo quita los pecados, sino que nos hace partícipes de
la vida misma de Dios Uno y Trino.
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