San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 25 de enero de 2016

La conversión de San Pablo


         Con su conversión, San Pablo testimonia el cambio radical que ocurre en una persona cuando se produce el encuentro personal con Jesús. En el camino a Damasco, mientras se encontraba en su tarea de perseguir cristianos para encarcelarlos y, eventualmente, darles muerte -como en el caso del diácono San Esteban-, Jesucristo se manifiesta a San Pablo, entonces todavía Saulo. ¿Cómo se produce la conversión? Jesús lo ilumina interiormente con su propia luz, con lo cual Saulo es capaz de ver no  sólo a la Fuente de Luz divina, que es Jesucristo –“Dios de Dios, Luz de Luz”-, sino que puede ver, en su alma, aquello que estaba oculto por su propia oscuridad: así como se pueden percibir los objetos en una habitación totalmente a oscuras cuando se enciende una candela o cuando se abre una ventana para que entre el sol, así San Pablo, al ser iluminado por la luz de la gloria de Jesús, se vuelve capaz de ver la tenebrosa condición de su alma, que hasta ese momento se encontraba inmersa en las tinieblas del pecado, sin otra luz que la débil luz de su razón humana. Una de las manifestaciones de la oscuridad en la que vivía San Pablo, antes de la conversión, es el odio hacia los cristianos y el convencimiento de que la persecución, el hostigamiento y hasta la muerte de quienes no profesen la religión que él profesa, están justificados por la Ley de Dios.
         Jesús ilumina sus tinieblas interiores, y así San Pablo se vuelve capaz de ver la miseria de su alma con todos los pecados cometidos hasta ese entonces; sin embargo, la iluminación que concede Jesús no se limita a simplemente hacer ver la tenebrosa realidad del pecado: cuando Jesús ilumina a un alma con su luz -es decir, con Él, que es “la luz del mundo” (Jn 8, 12)-, concede al mismo tiempo una nueva vida, porque la luz que emite el Ser divino trinitario de Jesús, es una luz viva, que hace vivir al alma que ilumina con la vida nueva de la gracia y es en esto en lo que consiste la conversión. En otras palabras, al ser iluminado por Jesús, con una luz viva, San Pablo no solo toma conciencia de su condición de pecador y de los pecados cometidos hasta ese entonces –incluida la participación en el asesinato por lapidación de San Esteban-, sino que, a partir de entonces, comienza a vivir una nueva vida, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Deja de vivir con una ley muerta, la ley del Antiguo Testamento, para vivir con la Ley Nueva, la ley de la gracia, de la fe y del amor sobrenatural a Dios y al prójimo. En consecuencia, San Pablo pasa, de perseguidor de cristianos, a dar la vida por Jesús y sus hermanos; de no ver en absoluto sus propios pecados –aún más, de considerarlos como virtud de religión-, a detestar el pecado y a vivir en gracia.

En el camino a Damasco, a San Pablo se le concede el don más grandioso que una persona puede recibir en esta vida y es el encuentro personal con Jesús, el cual adviene de modo extraordinario para San Pablo, en tanto que, para el común de los bautizados, el encuentro con Jesús se produce por la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la ascesis cristiana y las obras de misericordia -todo esto constituye, para nosotros, cristianos comunes, nuestro "camino a Damasco", es decir, nuestro camino hacia el encuentro personal con Jesús-. Quien no se encuentra personalmente con Jesús, no puede decir que está “convertido”.

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